Dru Perry escribió un breve artículo sobre el servicio en memoria de Georgette Grove, se lo entregó a su jefe en el Star-Ledger y luego siguió con el reportaje para la sección «La historia que hay detrás de la noticia». Era la clase de reportajes que a ella le gustaban y estaba intrigadísima ante la perspectiva de revisar el caso de Liza Barton/pequeña Lizzie Borden.
Le había dejado un mensaje en el contestador a Benjamin Fletcher, el abogado que se encargó de la defensa en el juicio contra Liza. Finalmente, el hombre la llamó al móvil cuando ella estaba subiendo los escalones de la iglesia de Hilltop antes del servicio. Quedaron en reunirse en el despacho de Fletcher en Chester a las cuatro.
Dru quería preguntarle por Diane Wesley, la ex novia de Ted Cartwright que, cuando empezó el juicio, se puso en contacto con la prensa e hizo una entrevista. La mujer había dicho que estuvo cenando con Ted la noche antes de la tragedia y que él le contó que la culpable de la separación era la niña, que le odiaba.
Dru también había encontrado una entrevista que apareció en una revista sensacionalista en el segundo aniversario de la tragedia. En ella, otra de las novias de Ted, Julie Brett, algo ligera de ropa, revelaba que la defensa la había citado para refutar la afirmación de Ted de que jamás había maltratado a ninguna mujer. «Subí al estrado de los testigos —le había dicho al reportero— y les dejé muy claro que cuando Ted Cartwright se emborracha, se convierte en un hombre malo y mezquino. Empieza a hablar de la gente a la que odia y se pone hecho una furia. Y entonces se desfoga tirando cosas o sacudiendo a la persona que tiene más cerca. Créame, si hubiera tenido una pistola la noche que me pegó, no estaría aquí ahora».
Es una pena que no lo dijera durante el juicio, pensó Dru secamente, pero me imagino que el juez le había prohibido hablar con la prensa.
Benjamin Fletcher, Diane Wesley y Julie Brett… sí, quería hablar con los tres. Después, buscaría a personas que hubieran tenido amistad con Audrey Barton en el club hípico de Peapack antes y después de su boda con Will Barton.
Por lo que he visto, fueron un matrimonio muy feliz, pensó Dru, pero eso es lo que se dice siempre. Pensó en sus mejores amigos, que se habían separado después de cuarenta y dos años de matrimonio. Natalie, la esposa, le había confesado: «Dru, el día de la boda, cuando me dirigía hacia el altar, sabía que me estaba equivocando. Y he tardado todos estos años en reunir el valor para hacer algo».
A la una y media, Dru compró un sándwich de queso y jamón y un vaso de café para llevar en la cafetería. Como vio que Ken Sharkey estaba delante en la cola, se fue con su bolsa a la mesa de su jefe.
—¿Le gustaría a mi editor comer conmigo?
—¿Cómo? Oh, por supuesto, Dru.
Por la cara que puso, Dru no estaba tan segura, pero quería comentar algunas ideas con él, y le pareció un buen momento.
—Paul Walsh ha asistido al servicio en memoria de Georgette Grove —dijo para empezar.
Ken se encogió de hombros.
—Era de esperar. Él lleva la investigación.
—¿Son imaginaciones mías o hay cierta tensión entre él y Jeff? —preguntó Dru.
Sharkey, un hombre larguirucho que siempre tenía una expresión burlona, frunció el ceño.
—No son imaginaciones, no, la tensión está ahí. Walsh está celoso de Jeff. Le gustaría ser él quien se presentara para el cargo de gobernador. Pero, como no es así, me imagino que pronto se jubilará y buscará un empleo cómodo como jefe de seguridad en alguna empresa. Evidentemente, le sería de gran ayuda si consigue resolver algún caso importante, y ahora tiene su oportunidad. Pero independientemente de lo que esté pasando entre bastidores, se rumorea que él y MacKingsley no están en muy buenos términos, y que la brecha no deja de aumentar.
—Creo que voy a tener una pequeña charla con la secretaria de Jeff. No es ninguna chismosa, pero tiene una forma de decir las cosas que siempre me ayuda a leer entre líneas. —Dru dio unos cuantos bocados a su sándwich y unos sorbos al café, y luego siguió pensando en voz alta—. Ken, he seguido en contacto con Marcella Williams, o tal vez sería más apropiado decir que ella se ha mantenido en contacto conmigo. Es la vecina de los Nolan, la que tenía tantas cosas que contar a la prensa cuando se descubrió aquel acto de vandalismo. Y me ha dicho que el pasado miércoles vio a Jeff MacKingsley pasar con el coche. Y claro, siendo quien es, Marcella se fue por el camino y vio que había parado delante de la casa de los Nolan. No es muy normal que el fiscal del condado de Morris se implique tanto en un caso de vandalismo, ¿no? Porque eso fue antes del asesinato de Georgette, claro.
—Utiliza tu imaginación, Dru —dijo Sharkey—. Jeff es ambicioso, y pronto empezará a cantar a los cuatro vientos lo seguro que ha sido este condado durante los cuatro años que él ha ocupado su cargo. Lo sucedido en la casa de los Nolan ha aparecido en la primera página de todos los diarios. Por eso estaba allí. Si lo he entendido bien, la gente empieza a pensar que hay alguien obsesionado con la historia de la pequeña Lizzie, que esa persona atacó la casa y luego mató a Georgette porque se estaba inmiscuyendo. Es lógico que Jeff trate de asegurarse de que los dos casos se resuelven lo antes posible. Espero que sea así. Si se presenta para gobernador, pienso votarle.
Sharkey se terminó su sándwich.
—No me gusta Paul Walsh. Desprecia a los periodistas, pero nos utiliza para difundir historias sobre arrestos inminentes y presionar así a personas que cree que ocultan algo. ¿Recuerdas el caso Hartford? Cuando desapareció la mujer de Jim Hartford. Walsh prácticamente le acusó de asesinarla. Y al final resultó que su coche se había salido de la carretera porque no se encontraba bien. La autopsia reveló que había muerto de un ataque al corazón. Pero hasta que no encontraron el coche, un día tras otro Hartford no solo tuvo que afrontar la ausencia de la que había sido su mujer durante cuarenta años, sino los comentarios que aparecían continuamente en la prensa diciendo que la policía sospechaba que había sido agredida y que estaban «investigando» al marido, o sea, que pensaban que él la había matado.
Sharkey dobló el papel en el que iba envuelto su sándwich y lo tiró a la papelera que tenía a los pies.
—Walsh es un tipo listo, pero no juega limpio con la gente… ni con los inocentes, ni con la prensa, ni siquiera con sus hombres. Si yo fuera Jeff MacKingsley le habría despedido hacía tiempo.
Dru se puso en pie.
—Bueno, pues creo que yo también me despido —dijo—. Tengo que hacer algunas llamadas. Y he quedado a las cuatro con Benjamin Fletcher, el abogado que se encargó de la defensa de Liza Barton.
Sharkey pareció sorprendido.
—Eso fue hace veinticuatro años y, por lo que creo recordar, Fletcher tendría cincuenta y tantos. ¿Aún sigue ejerciendo?
—Tiene setenta y cinco años y aún ejerce, pero no es ningún Clarence Darrow. En su web no ofrece sus servicios como experto en casos de asesinato.
—Mantenme informado —le dijo Sharkey.
Dru atravesó la sala sonriendo para sus adentros. Me pregunto si Ken le ha dicho alguna vez a alguien «Nos vemos» o «Tómatelo con calma» o «Que te diviertas» o incluso «Adiós». Apuesto a que cada mañana, cuando sale de casa, le da un beso a su mujer y le dice «Mantenme informado».
*****
Dos horas más tarde, Dru estaba sentada en la minúscula oficina de Benjamin Fletcher, mirándolo desde el otro lado de una mesa atestada de archivos y fotografías familiares. No sabía muy bien qué esperaba, pero desde luego no era encontrarse con un gigante de metro noventa de altura, con cuarenta kilos de sobrepeso, como mínimo. Los pocos pelos que le quedaban estaban húmedos, y la frente le brillaba como si estuviera a punto de empezar a sudar. Tenía la chaqueta sobre el respaldo de la silla. Se había desabrochado el último botón de la camisa y se aflojó la corbata. La montura al aire de sus gafas resaltaba sus enormes ojos gris verdoso.
—¿Tiene usted idea de los periodistas que me han llamado durante todos estos años para preguntarme por el caso Barton? —le preguntó a Dru—. La verdad, no sé qué esperan encontrar que no se haya escrito ya. Liza pensó que su madre estaba en peligro. Cogió la pistola de su padre, le dijo a Cartwright que soltara a su madre y el resto es historia.
—Creo que todos conocemos los detalles básicos del caso —concedió Dru—. Yo lo que quería era hablar de su relación con Liza.
—Yo era su abogado.
—Sí, pero la niña no tenía parientes cercanos. ¿Se sintió muy apegada a usted? En los meses que estuvo usted asignado a su defensa, ¿la veía con frecuencia? ¿Es cierto que nunca dijo una palabra a nadie?
—Después de darle las gracias al policía por arroparla con una manta, pasó dos meses sin decir ni una sola palabra. Pero incluso después, los psiquiatras tampoco consiguieron sacarle gran cosa, y lo que dijo no ayudó a aclarar el caso. Mencionaba al profesor de equitación de su padre y se alteraba muchísimo. Si le preguntaban por su padrastro, decía «Le odio».
—Es normal, ¿no cree? Le culpaba por la muerte de su madre.
Fletcher se sacó un pañuelo arrugado del bolsillo y se limpió la cara.
—La medicación que estoy tomando me hace sudar como si estuviera en una sauna —dijo con tono realista—. Ya empiezo a acostumbrarme. Desde que he cumplido los setenta, parezco una farmacia ambulante. Pero sigo aquí, que es más de lo que se puede decir de mucha gente de mi edad.
Sus maneras afables desaparecieron.
—Señora Perry, le diré una cosa. Esa niña era muy pero que muy lista. Nunca quiso matar a su madre. Para mí es un hecho. Pero Ted Cartwright, el padrastro, ese ya es otra cosa. Me sorprendió mucho que la prensa no indagara un poco más en su relación con Audrey Barton. Evidentemente, sabían que habían estado prometidos y ella lo dejó para casarse con Will Barton y que la llama volvió a reavivarse cuando ella enviudó. Barton era un intelectual, un buen arquitecto, pero no tenía mucho éxito. No había mucho dinero en esa casa, y el que había procedía de Audrey. Ella venía de una familia con posibles. Había estado en contacto con los caballos desde niña. Y, cuando se casó con Barton, siguió cabalgando a diario. ¿Y adivina quién cabalgaba con ella en el club de hípica de Peapack? Ted Cartwright. Y claro, su marido nunca iba con ella porque le aterraban los caballos.
—¿Me está diciendo que Audrey tuvo una aventura con él estando casada?
—No, no lo digo, porque no sé si es cierto. Lo que digo es que veía a Ted Cartwright en el club prácticamente a diario. Que salían juntos por los senderos o saltaban obstáculos juntos. En aquel entonces Ted estaba ampliando su negocio de construcción y empezaba a ganar mucho dinero.
—¿Me está sugiriendo que Audrey se arrepentía de haberse casado con Will Barton?
—No, no lo sugiero, lo afirmo. Media docena de personas me lo dijeron en el club cuando estaba preparándome para el juicio. Y, puesto que era un secreto tan conocido, ¿no sería lógico pensar que una niña tan lista como Liza seguramente se enteró?
Fletcher cogió el cigarrillo sin encender que había colocado en un cenicero a su lado, se lo puso entre los labios y lo volvió a sacar.
—Estoy tratando de dejarlo —comentó, y siguió con su exposición—. Desde el momento en que enterró a su marido, Audrey estuvo saliendo con Ted Cartwright. Y si esperó dos años para casarse fue porque la niña no aceptaba su presencia.
—Y entonces, ¿por qué pidió Audrey el divorcio? ¿Por qué le tenía tanto miedo?
—Nunca lo sabremos. Yo me imagino que la convivencia de los tres bajo el mismo techo se hizo intolerable y, evidentemente, Audrey no podía abandonar a su hija. Pero hay un pequeño detalle que surgió durante las investigaciones y que no debemos olvidar. —Benjamin Fletcher dedicó una mirada incisiva a Dru, desafiando sus conocimientos sobre el caso.
—Creo recordar que había ciertas dudas sobre el sistema de alarma —dijo Dru.
—Exacto, señora Perry, el sistema de alarma. Una de las cosas que conseguimos sacarle a Liza es que aquella noche su madre conectó la alarma antes de que las dos se fueran a dormir. Pero cuando llegó la policía la alarma estaba desconectada. Cartwright no entró por la fuerza. Si la hubiera cortado desde el exterior, se habría visto enseguida. Así que creo que dijo la verdad y que Audrey le llamó y le invitó a ir a la casa para reconciliarse. Y ahora, señora Perry, lamento decirle que hoy quería marcharme temprano.
—Una cosa más, señor Fletcher. He leído un artículo que se publicó un par de años después del juicio en una de esas abominables revistas sensacionalistas. Era una entrevista con Julie Brett. En el juicio declaró que Ted Cartwright la maltrataba.
Fletcher chasqueó la lengua.
—Desde luego, pero el único maltrato que recibió de Cartwright fue que la dejó por otra. No me malinterprete. Todo el mundo sabe que el tipo tiene muy mal carácter y ha dado algún golpe que otro, pero no a Julie.
—¿Está diciendo que mintió?
—No, yo no he dicho eso. Creo que lo que pasó es que discutieron. Él la iba a dejar. Ella lo cogió del brazo y él la empujó. Pero adornó un poco la historia porque Liza le daba pena. Tiene muy buen corazón. Esto que quede entre nosotros, claro.
Dru miró al viejo abogado. El hombre tenía una sonrisa satisfecha en el rostro. Evidentemente, el recuerdo de Julie Brett le divertía. Luego su rostro volvió a adoptar una expresión grave.
—Señora Perry, Julie causó una fuerte impresión al juez. Créame, de no ser por ella, Liza Barton habría acabado en algún centro de menores hasta los veintiuno.
—¿Y qué me dice de Diane Wesley, otra de las novias de Cartwright? —Se apresuró a preguntar Dru—. Dijo a la prensa que había cenado con Ted la noche antes de la tragedia, y que había acusado a Liza de sus problemas con Audrey.
—Es lo que dijo a la prensa, pero no llegó a decirlo ante el juez. Pero, sea como sea, es otro testimonio que confirma que Liza provocó la ruptura. —Fletcher se puso en pie y le tendió la mano—. Encantado de conocerla, señora Perry. Cuando escriba su artículo, espero que tendrá algunas buenas palabras sobre este antiguo abogado de oficio mal pagado. Esa niña tuvo una magnífica defensa.
Dru le estrechó la mano.
—Gracias por su tiempo, señor Fletcher. ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar Liza ahora?
—No. De vez en cuando me acuerdo de ella. Solo espero que recibiera la ayuda psiquiátrica que necesitaba. Si no, no me extrañaría que cualquier día se presente por aquí y le vuele la tapa de los sesos a Ted. Buena suerte, señora Perry.