Mi primer impulso fue borrar aquel horrible mensaje, pero no lo hice. En lugar de eso, saqué la cinta del contestador y me la llevé a mi estudio. Saqué el cajón archivador de mi mesa y marqué la combinación para abrir el compartimiento secreto. Como si me quemara en las manos, solté la cinta en el interior, donde guardaba el resto de material que se había ido escribiendo con los años sobre el caso de la pequeña Lizzie Borden. Cuando el compartimiento secreto estuvo bien cerrado, me senté ante mi mesa con las manos en las rodillas, tratando de contener los temblores.
No podía creerme lo que había oído. Alguien sabía que yo era Liza Barton y me acababa de acusar del asesinato de Georgette Grove. He pasado veinticuatro años preguntándome cuánto tardaría en aparecer alguien que me señalara con el dedo y gritara mi verdadero nombre, pero ni siquiera eso podía compararse con un ataque como este. ¿Cómo podía pensar nadie que soy capaz de matar a una mujer a la que solo había visto una vez y durante menos de una hora?
El detective Walsh, claro. El nombre me vino enseguida a la mente. «¿Alguna vez ha disparado un arma de fuego?». Es la clase de pregunta que harías a un sospechoso, no a una mujer inocente que acaba de pasar por el trauma de encontrar un cadáver. ¿Es posible que fuera Walsh quien había dejado aquel mensaje, que estuviera jugando al gato y al ratón conmigo?
Pero, incluso si sabe que yo soy Liza Barton —¿y cómo podría saberlo?—, ¿por qué iba a pensar que he matado a Georgette Grove? ¿Creía Walsh que estaba lo bastante furiosa con Georgette por haberle vendido la casa a Alex como para matarla? ¿De verdad me creía tan retorcida como para llegar a ese extremo? Solo de pensarlo me ponía mala.
De todos modos, aunque Walsh no fuera la persona que conoce mi verdadera identidad, es evidente que sospecha de mí. Ya le he mentido. Y si vuelve a preguntar, me veré obligada a seguir mintiendo.
Pensé en la semana antes. La semana pasada, a esta hora, estaba en mi piso de la Quinta Avenida. En mi mundo todo iba bien. Parece que hayan pasado mil años.
Era hora de ir a recoger a Jack. Como siempre, saber que me necesita tanto constituye el eje de mi vida. Me levanté, fui al cuarto de baño y me lavé la cara con agua fría, tratando de obligarme a volver a la realidad. Por alguna razón, recordé a Henry Paley señalando las ventajas de tener cuartos de baño separados en la suite. Me hubiera gustado poder decirle que aquello fue idea de mi padre.
Me quité el traje que había llevado al servicio religioso y me puse unos vaqueros y un jersey de algodón. Cuando subí al coche, me recordé que debía comprar otra cinta para el contestador. De lo contrario Alex querría saber qué había pasado con la otra.
Recogí a Jack en Saint Joe's y propuse que comiéramos en la cafetería. Me di cuenta de que al hecho de estar en la casa se había sumado otro elemento atemorizador: a partir de ahora, cada vez que sonara el teléfono el pánico me dominaría.
Conseguí convencer a Jack de que pidiera un sándwich de queso gratinado en lugar de su inevitable sándwich de mantequilla de cacahuete y gelatina. Tenía un montón de cosas que contarme, incluyendo que una niña había tratado de besarle.
—¿Y dejaste que te besara? —le pregunté.
—No, es una tontería.
—Pues a mí sí me has dejado besarte —dije bromeando.
—Eso es diferente.
—Entonces, ¿nunca dejarás que ninguna niña de tu clase te bese?
—Oh, sí. Dejé que Maggie me besara. Algún día me voy a casar con ella.
Lleva cuatro días de clase y ya ha decidido su futuro. Pero por el momento, en esta cafetería, con su sándwich de queso gratinado, se contenta con estar conmigo.
Y yo por estar con él, por supuesto. Es curioso, la verdadera razón de que me casara con Alex fue Jack. Conocí a Alex en el funeral de Larry, hace dos años. Larry siempre fue de esos hombres para quienes los socios son la familia. Yo había conocido a muy pocos familiares suyos, y solo los veíamos cuando, como Larry decía «Era totalmente inevitable».
Incluso en aquellos momentos, cuando estaba ante el ataúd de mi marido, no pude evitar pensar que Alex Nolan era un hombre muy atractivo. No volví a verle hasta que, un año después, se acercó a mí y se presentó durante una comida para beneficencia. Una semana después fuimos juntos a comer, y unas noches más tarde fuimos a cenar y al teatro. Desde el principio era evidente que yo le interesaba, pero en aquellos momentos yo no estaba preparada para empezar una relación con nadie. Quería a Larry de verdad, aunque me perturbaba enormemente su fijación con mi pasado.
Larry fue el hombre que me dijo que la época más feliz de su vida empezó el día que me conoció. El hombre que me rodeó con sus brazos y dijo: «Dios, pobre criatura» cuando le enseñé las historias sensacionalistas que se habían escrito sobre la pequeña Lizzie. El hombre que se puso a gritar de alegría el día que le dije que estaba embarazada. Y que no me dejó sola ni un minuto durante el largo y difícil parto. Larry fue el hombre que, en su testamento, me dejó un tercio de su fortuna y me hizo heredera subsidiaria de la herencia de Jack.
Larry también fue el hombre que, en su lecho de muerte, mientras se aferraba débilmente a mi mano, con la mirada apagada por la inminencia de la muerte, me suplicó que no perjudicara a su hijo revelando mi pasado.
Alex y yo empezamos a salir dando por supuesto que aquello no llegaría a ninguna parte, que sería algo meramente platónico, una palabra que, a día de hoy, estoy segura de que a mucha gente le resulta divertida.
—Seré tu amor platónico mientras tú lo quieras, Ceil —me decía bromeando—, pero no pienses ni por un momento que mis pensamientos sobre ti son platónicos. —Y entonces se volvía hacia Jack—. Oye, amigo, tenemos que trabajarnos a tu madre. ¿Qué tengo que hacer para gustarle?
Llevábamos cuatro meses así cuando de pronto una noche todo cambió. La canguro de Jack llegaba tarde. Llegó a las ocho menos diez, y a mí me esperaban a las ocho para una cena en el West Side. El portero estaba ocupado tratando de parar un taxi para otro vecino. Yo vi otro taxi que bajaba por la Quinta Avenida y corrí para pararlo. No vi la limusina que acababa de doblar la esquina.
Me desperté dos horas más tarde, en el hospital, magullada y dolorida, con un traumatismo craneal, pero por lo demás estaba bien. Alex estaba a mi lado. Y contestó a mi pregunta antes de que pudiera hacerla.
—Jack está bien. La canguro me llamó cuando la policía trató de localizar a algún pariente en tu piso. No han podido ponerse en contacto con tu padre y tu madre en Florida. —Me pasó la mano por la mejilla—. Ceil, podías haber muerto. —Y entonces contestó la siguiente pregunta que no hice—. La canguro esperará hasta que yo vaya. Yo me quedaré con Jack esta noche. Si se despierta, conmigo se sentirá seguro.
Dos meses más tarde Alex y yo nos casamos. Evidentemente, la diferencia estaba en que, mientras estuvimos saliendo sin ninguna clase de compromiso, yo no estaba obligada a nada. En cambio, al convertirme en su mujer… no, antes de convertirme en su mujer, tendría que haberle dicho la verdad.
Todos estos pensamientos y recuerdos me estuvieron pasando por la cabeza mientras veía a Jack terminarse su sándwich con una leve sonrisa en los labios. ¿Estaría pensando en Maggie, la niña de cuatro años con la que pensaba casarse?
Es curioso, pero, aunque mi vida se estaba convirtiendo en un caos, aún era capaz de disfrutar de momentos de paz y normalidad como aquel, mientras comía con Jack. Cuando indiqué que me trajeran la cuenta, Jack me dijo que su amigo Billy le había invitado a jugar en su casa al día siguiente y que si podía llamar a su madre. Se sacó un papel con el número del bolsillo.
—¿No era Billy el niño que estaba llorando el primer día? —pregunté.
—Ese era otro Billy. Y sigue llorando.
Subimos al coche y me dirigí a casa, pero entonces recordé que no había comprado la cinta para el contestador. Volví atrás y, como resultado, cuando llegamos a casa ya eran las dos menos veinte. Sue ya estaba allí. Subí corriendo a mi habitación y cambié mis zapatillas deportivas por unas botas que servirían para mi primera clase.
Curiosamente, no se me ocurrió cancelar la clase. Estaba alterada por la doble amenaza de que alguien conocía mi identidad y de que el detective Walsh, incluso sin conocer mi identidad, sospechaba de mí.
Pero mi instinto me decía que, si conocía a Zach, quizá lograría averiguar por qué mi madre gritó su nombre aquella noche.
Me dirigí hacia el club hípico mientras me asaltaban vividos recuerdos de mi madre. La recuerdo con su impecable chaqueta negra y los pantalones de montar de color crema, con su pelo liso y rubio recogido en un moño que quedaba casi escondido bajo la gorra de montar. Y a mi padre y a mí viendo cómo saltaba los obstáculos en Peapack. «Mamá parece una princesa, ¿a que sí?», recuerdo que me preguntaba mi padre cuando mamá pasaba a medio galope. Sí, lo parecía. Me pregunto si para entonces papá ya habría empezado con sus clases.
Dejé el coche en la zona de aparcamiento del club, entré y le dije a la recepcionista que tenía una cita con Zach Willet. Noté que miraba mi atuendo con cara de desaprobación y me prometí a mí misma que en lo sucesivo me vestiría de manera más apropiada.
Zach Willet vino a recogerme a recepción. Debía de tener unos sesenta años. Su rostro arrugado indicaba que había pasado mucho tiempo expuesto a los elementos, y los capilares rotos de sus mejillas y la nariz me hicieron pensar que era demasiado aficionado a la botella. Sus cejas eran muy tupidas, y llamaban la atención sobre los ojos. Eran de un curioso tono avellana, tirando a verde, y casi parecían desvaídos, como si también hubieran pasado demasiados años expuestos al sol.
El hombre me echó una ojeada y noté una cierta insolencia en sus maneras. Sabía muy bien lo que estaba pensando: que soy una de esas personas que quieren aprender a montar porque lo consideran algo glamuroso, pero que seguramente sería un desastre y no pasaría de las dos primeras clases.
Una vez hechas las presentaciones, dijo:
—Venga conmigo. He preparado un caballo que solemos utilizar con principiantes. —Cuando nos dirigíamos hacia los establos, preguntó—: ¿Ha montado alguna vez? Y no me refiero a que montara una vez en poni cuando era pequeña.
Yo ya tenía la respuesta preparada, pero cuando la dije me sonó de lo más estúpida.
—Una amiga mía tenía un poni cuando era pequeña. Y a veces me dejaba montar.
—Vaya. —No parecía muy impresionado.
Había dos caballos ensillados y atados a un poste. Evidentemente, la hembra era para él. El caballo castrado, más pequeño y de aspecto más dócil, era para mí. Escuché atentamente las primeras indicaciones de Zach sobre cómo se debe montar.
—Recuerde, siempre debe montar al caballo por la izquierda. Venga, la ayudaré. Ponga el pie en el estribo e incline el talón hacia abajo, así no se le irá el pie. Sujete las riendas entre estos dedos y, recuerde, no tire, porque le haría daño en la boca. Se llama Galleta. Fue una broma de su antiguo dueño.
Hacía mucho tiempo que no montaba, pero enseguida me sentí como en casa. Sujeté las riendas con una mano y di unas palmaditas en el cuello de Galleta, y luego me volví hacia Zach buscando su aprobación. Él asintió y empezamos a andar al paso por el picadero, uno al lado del otro.
Estuve con él durante una hora y, aunque no era muy sociable, yo le hice hablar. Me dijo que trabajaba en aquel club desde que tenía doce años, que la compañía de los caballos le resultaba mucho más agradable que la de la mayoría de la gente. Dijo que los caballos son animales gregarios y les gusta estar en grupo; que a veces, para tranquilizar a un caballo antes de una carrera, bastaba con poner a su lado a un compañero de establo.
Me acordé de cometer los errores que suelen cometer los novatos, como dejar que se me escaparan las riendas, o soltar un gritito cuando de forma inesperada Galleta salió al trote.
Por supuesto, Zach sentía curiosidad por mí. Cuando se dio cuenta de que vivía en Old Mill Lane, enseguida me relacionó con la casa de la pequeña Lizzie.
—¡Entonces usted es la señora que encontró el cuerpo de Georgette!
—Sí, soy yo.
—Qué desagradable. Georgette era una buena persona. Leí que su marido le compró la casa como regalo de cumpleaños. ¡Menudo regalo! Ted Cartwright, el padrastro de la niña que hizo lo de aquella noche, solía tener a sus caballos aquí —siguió explicando—. Somos viejos amigos. Ya verá cuando le diga que le estoy dando clases a usted. ¿Ha visto ya algún fantasma en la casa?
Me obligué a sonreír.
—Ni uno, y no espero ver ninguno, la verdad. —Entonces, tratando de hablar con normalidad, dije—: Me suena haber oído decir que Liza, o Lizzie, como la llama todo el mundo…, que su padre murió en un accidente de equitación por aquí. ¿Es verdad?
—Sí, es verdad. La próxima vez que venga, le enseñaré el sitio. Bueno, no es el sitio exacto, porque está en un camino por donde solo va gente que sabe montar muy bien. Nadie entiende por qué Will Barton fue por allí. Era un hombre inteligente. Ese día yo tendría que haber estado con él.
—¿Y lo estaba? —Intenté que mi interés pareciera circunstancial—. ¿Qué pasó?
—Había tomado ya unas diez lecciones y ya sabía ensillar al caballo. A mi caballo se le había clavado una piedra en la pezuña y me paré para tratar de sacársela. Y Will dijo que quería adelantarse. Creo que le entusiasmaba la idea de ir él solo, pero la verdad, le daban miedo los caballos, y eso los caballos lo notan. Hace que se pongan nerviosos. Pero Will estaba decidido a seguir. El caso es que unos cinco minutos después yo reanudé la marcha, pero no le alcanzaba y empecé a ponerme nervioso. No se me ocurrió buscarlo por aquel camino. Como le he dicho, Will era demasiado listo para ir por allí, o al menos eso pensaba yo,
»No pude encontrarle, y para cuando volví a los establos todo el mundo lo estaba comentando. Él y el caballo se habían caído por el barranco. Will estaba muerto, y el caballo se había partido las patas. Tampoco tenía salvación.
—¿Por qué cree que fue por el camino?
—Se equivocó.
—¿No había ninguna señal para avisarle?
—Claro que había señales, pero apuesto a que el caballo estaba alterado y Will se puso tan nervioso que no reparó en ellas. Y cuando vio dónde se había metido me imagino que tiró de las riendas y el caballo se encabritó. Por allí la tierra y las piedras están muy sueltas. Pero bueno, el caso es que los dos se cayeron, y no he dejado de culparme todos estos años. Tendría que haberle obligado a esperarme.
De modo que así es como pasó. La secuencia de hechos se inició con una piedra en la pezuña de un caballo. Cuando se enteró de la historia seguramente mi madre culpó a Zach Willet por no haber estado con mi padre, pero ¿por qué le gritaría su nombre a Ted?
A menos que Ted Cartwright hubiera incitado a mi padre a tomar esas clases de equitación con Zach para causarle la muerte.
—Ahora volveremos a los establos —me dijo Willet—. Va muy bien. Siga así y se convertirá en una buena jinete.
No hubo necesidad de que hiciera la pregunta.
—¿Sabe? —Dijo Willet—, me dijo usted que Georgette Grove me había recomendado como profesor. También fue ella quien me recomendó a Will Barton. Y ahora está usted viviendo en esa casa. Eso sí que es una coincidencia, o el destino, no sé.
Cuando volvía a casa, me asustó pensar que, si el detective Walsh sabía o conseguía averiguar que soy Liza Barton, tendría una nueva razón para pensar que odiaba a Georgette Grove. Al recomendarle a Zach Willet como profesor de hípica a mi padre había contribuido directamente a su muerte.
No puedo contestarle a Walsh ninguna pregunta más, pensé. No puedo dejarme atrapar por mis propias mentiras. Tengo que contratar a un abogado criminalista.
Pero ¿cómo explicarle eso a mi marido abogado?