Jeff MacKingsley convocó a los detectives asignados a la investigación del asesinato de Georgette Grove a una reunión a las dos. A la hora indicada Paul Walsh, Mort Shelley y Angelo Ortiz estaban presentes y listos para dar sus respectivos informes.
Shelley fue el primero:
—Los códigos personales de ocho agentes inmobiliarios locales estaban grabados en la caja de seguridad de la casa de Holland Road. Dos de ellos corresponden a Georgette Grove y Henry Paley. Hay un registro informático donde aparece el código de cada agente y la hora en que ha sido marcado. Paley nos dijo que había estado allí una vez. Pero lo cierto es que estuvo tres veces. La última fue el domingo por la tarde, hace una semana. Y la pintura del armario se utilizó en la casa de los Nolan en algún momento del lunes por la noche.
Bajó la vista a sus notas.
—He preguntado a los agentes de las otras inmobiliarias que enseñaron la casa la semana pasada. Todos juran y perjuran que no dejaron abierta ni la puerta de la cocina ni la del patio. Pero estuvieron de acuerdo en que podía pasar… y había pasado. La alarma está conectada para saltar en caso de incendio o de emisión de monóxido de carbono, pero no de allanamientos. Esto es así porque en varias ocasiones, al tratar de desconectar el sistema de alarma, había quien marcaba el código equivocado y como resultado la policía acudía a toda prisa. Los propietarios decidieron que, puesto que la casa estaba vacía y Charley Hatch iba con frecuencia a ocuparse del mantenimiento, la alarma era una molestia más que otra cosa.
—¿Alguno de los agentes con los que habló recuerda haber visto la llave del armario trastero? —preguntó Jeff.
—Uno de la agencia Mark Grannon enseñó la casa el domingo por la mañana. Dice que la llave estaba. Lo recuerda justamente porque abrió el armario. Las latas de pintura que había dentro estaban todas sin abrir. Volvió a dejar la llave en la cerradura y cerró.
—A ver, vayamos por partes —dijo Jeff—. Sabemos que la llave del armario estaba allí el domingo por la mañana. Paley enseñó la casa el domingo por la tarde y dice que no se fijó si la llave estaba o no. El miércoles, en el Black Horse Georgette acusó públicamente a Ted Cartwright de haberse puesto de acuerdo con Henry para obligarla a vender los terrenos de la Ruta 24. Y, ahora que hemos encontrado el archivo de Henry en la casa de Georgette, sabemos por qué hizo esa acusación. Tenía pruebas de que estaban trabajando juntos.
—Creo que en la taberna todo el mundo se enteró —comentó Mort Shelley.
—Eso es —concedió Jeff—. A ver. Yo no creo que Henry Paley pintara personalmente aquellas palabras en el césped, o que grabara la calavera en la puerta, pero es muy probable que él o Cartwright pagaran a alguien para que lo hiciera. También es evidente que Henry debió de ponerse muy nervioso si descubrió que Georgette tenía pruebas de su conexión con lo sucedido en casa de los Nolan. No creo que ningún juez lo deje salir con unas palmaditas, sobre todo si tenemos en cuenta que su propósito era destruir a su socia. Creo que le va a caer una buena temporada en la cárcel.
Jeff entrelazó las manos y se recostó en su asiento.
—Henry sabía que la pintura estaba ahí. Quería recuperar el capital que había puesto en la inmobiliaria y su parte de los terrenos de la Ruta 24. Cartwright le había prometido una buena recompensa si forzaba la venta. Si Georgette Grove lo descubrió, por lo que he oído era de las que se hubieran aferrado a esa propiedad aunque se estuviera muriendo de hambre antes que dejar que Henry le pusiera las manos encima. Yo digo que Paley y Cartwright son los principales sospechosos de la muerte de Grove, así que los vamos a vigilar muy de cerca. Cartwright nunca se vendrá abajo, pero apuesto a que podemos hacer que Paley se ponga nervioso.
—Jeff, con todos mis respetos, pero creo que está meando fuera de tiesto. —Esta vez, la voz de Paul Walsh no tenía su habitual tono de sarcasmo—. La muerte de Georgette está relacionada con la bella damisela de Old Mill Lane.
—Tenía que comprobar las huellas de Celia Nolan en la base de datos —dijo Jeff. Aunque su voz sonaba tranquila, la ira que empezaba a dominarla era inconfundible—. Imagino que ya lo ha hecho. ¿Qué ha averiguado?
—Oh, está limpia —reconoció Walsh voluntariamente—. Nunca ha cometido ningún crimen por el que la hayan atrapado. Pero aquí hay algo raro. Celia Nolan tiene miedo. Está a la defensiva, y oculta algo. Cuando salía del servicio religioso, Robin Carpenter me esperaba fuera de la iglesia.
—Esa sí que es una bella dama —terció Ortiz.
La mirada de Jeff MacKingsley le hizo callar.
—Como ya sabemos, el miércoles Georgette se quedó a trabajar hasta tarde en la oficina —prosiguió Walsh—. Mi opinión es que sospechaba de Henry Paley, registró su mesa y encontró ese archivo. Y luego, cuando estaba cenando en el Black Horse, vio a Ted Cartwright y le atacó verbalmente. Pero creo que estos hechos palidecen en comparación con lo que la otra socia de Georgette, Robin, me dijo esta mañana.
Hizo una pausa para resaltar sus palabras.
—Dice que el miércoles, cuando fue a despedirse de Georgette, encontró abierta la puerta de su despacho y entró sin llamar. Georgette estaba mirando su álbum de recortes y, sin saber que la estaban observando, dijo: «Dios mío, nunca le diré a nadie que la he reconocido».
—¿De quién estaba hablando? —preguntó Jeff.
—Sospecho que en ese libro podría haber una fotografía de Celia Nolan.
—¿Tiene ese álbum?
—No. Henry se lo dejó a Dru Perry, del Star-Ledger, para un artículo que está escribiendo. Según la Carpenter, prometió devolverlo esta tarde a las cuatro. Luego iré a recogerlo. No he llamado a la periodista porque no quiero que sepa que nos interesa el álbum.
—Una vez más, Paul, creo que tendría que ser un poco más abierto, porque de lo contrario dejará escapar lo evidente solo porque no encaja en su teoría —espetó Jeff—. Tuvimos esta misma conversación el viernes. Sigamos adelante. ¿Qué hay de las huellas?
—Las hay en los lugares habituales en la casa —informó Mort Shelley—. En los pomos de las puertas, interruptores, en los cajones de la cocina… ya sabe, en todos los lugares donde se espera encontrar huellas. Las hemos pasado todas por la base de datos y no hemos encontrado nada. Ninguna de las personas que dejaron esas huellas tiene un historial delictivo.
—¿Y la pistola?
—Lo que usted esperaba, Jeff —le dijo Shelley—. Es imposible rastrearla.
Angelo Ortiz era el siguiente.
—Clyde Earley habló con el jardinero, Charley Hatch, el viernes por la tarde. Le pareció que Hatch estaba nervioso, no como lo está la gente cuando la policía le hace preguntas, sino a la defensiva, como si tuviera algo que ocultar.
—¿Ha investigado Earley a ese jardinero? —preguntó Jeff.
—Sí. Hablé con él esta mañana. No ha encontrado nada que indique que pudiera tener algo contra Georgette Grove. A él le pagan los propietarios de las casas, no las inmobiliarias. Pero Earley ha tenido una de esas corazonadas suyas. Sigue olfateando por allí a ver qué encuentra.
—Bueno, pues dígale que no se saque de la manga ninguno de sus «lo llevaba a la vista» —dijo Jeff—. Hace un par de años perdimos un caso porque el juez no creyó su declaración cuando dijo que el detenido llevaba la cocaína en el asiento delantero del coche, a plena vista.
—Earley tiene una vista excelente —dijo Mort Shelley muy suave—. Si no recuerdo mal, modificó un poco la historia y le dijo al juez que encontró restos de droga en la guantera.
—Avísele, Angelo —le advirtió Jeff—. El problema de Clyde es que, desde que consiguió toda aquella publicidad con el caso Barton hace veinticuatro años, no ha dejado de buscar la forma de volver a estar en el candelero. —Se puso en pie—. Muy bien. Por ahora hemos terminado.
*****
A unos quince kilómetros de allí, el sargento Clyde Earley estaba ante el cobertizo de Charley Hatch. Sabía que Charley no estaba en casa, porque había visto su camioneta con el material delante de una de las casas de Kahdena Road. Yo solo venía para preguntarle sus horarios de trabajo en la casa de Holland Road, se dijo Earley a sí mismo. Qué pena que no esté en casa.
Los cubos de basura del cobertizo estaban llenos. No pierdo nada por mirar, ¿no?, pensó. De todos modos, la tapa de aquel prácticamente se está cayendo. Sé que en estos momentos no puedo conseguir una orden de registro porque no existe causa probable sobre Charley Hatch, así que tendré que arreglarme sin orden. Qué tiempos, cuando los tribunales consideraban los cubos de basura propiedad abandonada y no hacía falta una orden para registrarlos. Pero las cosas ya no son como antes. ¡No me extraña que haya tantos delincuentes que se salen con la suya!
Una vez hubo tranquilizado a su conciencia, Clyde Earley derribó con un toque la tapa del primer cubo. Dentro había embutidas dos bolsas negras de basura, cada una con su nudo bien cerrado. Dando un tirón con sus fuertes manos, Clyde Earley abrió la primera. Lo que encontró allí fueron los restos nada apetecibles de las comidas más recientes de Charley Hatch. Dijo un taco por lo bajo y volvió a dejarla en el interior del cubo, luego cogió la otra y la abrió. Esta estaba llena de ropa vieja, lo que sugería que Charley había estado haciendo limpieza en su armario.
Clyde sacudió el contenido de la bolsa en el suelo. Lo último que cayó fueron unas zapatillas deportivas, unos vaqueros y una bolsa con unas pequeñas figurillas de madera. Con una sonrisa de satisfacción, Clyde examinó los vaqueros y las zapatillas deportivas y encontró lo que buscaba: gotas de pintura roja en los vaqueros y una mancha de pintura roja en la suela de la zapatilla del pie izquierdo. Charley debió de cambiarse de ropa a toda prisa cuando me vio llegar, pensó. Si hubiera sido un poco más listo y se hubiera limitado a liarse en una toalla no habría sospechado nada.
Las figurillas eran media docena de intrincadas tallas de animales y pájaros de unos quince centímetros de altura. Están muy bien, pensó Clyde. Si Charley las ha hecho, realmente tenía muy callado su talento. ¿Por qué iba a querer deshacerse de ellas? No hacía falta ser ningún genio para saberlo. No quiere que estén en su casa porque no solo hizo lo de la pintura en la casa de Lizzie, también se puso creativo y grabó una calavera y unos huesos en la puerta. Creo que por ahí puedo pillarlo. Alguien tiene que estar al tanto de su pequeño hobby.
Plenamente satisfecho por su labor de investigación, el sargento Clyde Earley metió cuidadosamente las figuras, las zapatillas deportivas y los vaqueros en su coche patrulla.
Si no hubiera venido, mañana por la mañana el basurero se habría llevado todo esto, pensó con suficiencia. Al menos ahora sabemos quién fue el responsable de los destrozos en casa de la pequeña Lizzie. Lo siguiente es averiguar por qué lo hizo y para quién trabajaba.
Ahora que tenía lo que quería, Earley estaba deseando marcharse. Volvió a meter el resto de ropa que Hatch había tirado en la bolsa y la cerró con un nudo, pero la dejó tirada en el suelo expresamente. Que sude un poco cuando vea que alguien ha estado aquí y se ha llevado las pruebas de las que quería deshacerse. Ojalá fuera un pajarillo y pudiera verle la cara cuando llegue…
Earley subió al coche y arrancó. No creo que Charley Hatch vaya a denunciar ningún robo, se dijo, así que no tengo de qué preocuparme. Aquella posibilidad tan ridícula le hizo reír entre dientes mientras se alejaba.