Sue Wortman fue la joven que se ocupó de atender al poni mientras estábamos en Spring Lake. Estaba en el cobertizo con Estrella cuando volvimos a casa el domingo por la tarde. Dijo que había pasado por casa para asegurarse de que el animal estaba bien, por si nos habíamos retrasado.
Sue es una chica imponente, con el pelo rubio rojizo, piel clara y ojos azul verdoso. Es la mayor de sus cuatro hermanos, y se le dan bien los niños. A Jack le cayó bien enseguida. Mi hijo le explicó que al principio el poni se llamaba Lizzie, pero que no era un buen nombre y por eso le pusimos Estrella. Sue le dijo que el nombre de Estrella era mucho mejor y que estaba segura de que Jack se iba a convertir en un campeón con su Estrella.
Cuando volvíamos de Spring Lake, Alex sugirió que asistiéramos al servicio en memoria de Georgette Grove.
—Dedicó mucho tiempo a llevarme a ver casas antes de que me decidiera —dijo.
Pues no le estoy precisamente agradecida, pensé yo, pero accedí. Por eso, cuando Sue me dijo que también podía hacer de canguro con Jack, la contraté enseguida. Había pensado ir a mis clases de equitación en el club de hípica Washington Valley mientras Jack estaba en la escuela, pero poder contar con Sue me permitió cambiar la clase de aquel lunes de las diez a las dos de la tarde.
Cuatro horas no eran gran cosa, pero en cierto modo me alegró poder tener esas horas de más antes de conocer a Zach. El domingo tuve pesadillas toda la noche. En todas tenía miedo. En uno de los sueños, me estaba ahogando y me sentía demasiado débil para luchar. En otro Jack desaparecía. Luego estaba cerca de mí, en el agua, pero no podía alcanzarle. En otro sueño, una gente sin cara me señalaba con el dedo, pero eran dedos con forma de pistola. Y coreaban: «J'accuse! J'accuse!». Estaba soñando en francés, con lo que había aprendido en el instituto.
El lunes me desperté tan agotada como si hubiera participado en una batalla. Los ojos me pesaban. Me sentía los hombros y el cuello tensos y doloridos. Me di una larga ducha caliente y dejé que el agua cayera sobre mi cabeza, mi rostro y mi cuerpo, como si así pudiera librarme de los malos sueños y el miedo constante a que me descubrieran que me atenazaba en mis horas de vigilia.
Yo pensaba que iríamos al servicio cada uno en su coche, porque después Alex tenía que irse a trabajar, pero él quiso que fuéramos juntos y dijo que me dejaría en casa cuando acabara. Mientras estaba sentada en la iglesia, lo único que podía pensar era en la imagen de Georgette la primera vez que la vi, tratando de sacar aquella manguera para eliminar la pintura del césped. Pensé en la expresión estresada de su rostro, en sus frenéticas disculpas. Luego mi mente saltó al momento en que giré la esquina en la casa de Holland Road y casi tropecé con su cuerpo. Casi podía oler el aguarrás que se había derramado en el suelo.
Evidentemente, Alex notó mi inquietud.
—Ha sido una idea absurda, Ceil —dijo—. Lo siento.
Cuando ya salíamos, cogidos de la mano, pasamos junto al detective Walsh. Nos miramos un momento, y en su cara vi tanto odio hacia mí que casi podía palparse. Su desdén y su desprecio por mí eran evidentes, y quería que yo lo supiera. Él era el Inquisidor Mayor. Él era todas las voces de mi pesadilla: «J'accuse! J'accuse!».
Alex y yo volvimos al coche. Yo sabía que estaba preocupado por la hora. Le dije que sentía no haber ido con mi coche, que sabía que llegaba tarde. Por desgracia, Marcella Williams venía detrás y nos oyó.
—¿Por qué va a perder el tiempo llevando a Celia? —insistió—. Yo voy directa a casa. Y así podremos charlar un rato. Quería pasarme un día a verlos, para ver cómo estaban, pero no había querido molestar.
Alex y yo nos miramos. Mi mirada expresaba desaliento, lo sé, pero, cuando subí en el coche de Marcella Williams, traté de tranquilizarme diciéndome a mí misma que solo serían diez minutos.
Creo que mis conocimientos sobre interiorismo, que me permiten mirar una habitación y conocer enseguida los aspectos buenos y malos que tiene, se extienden también a la primera impresión que me formo por la apariencia de la gente. Conocí a Marcella Williams cuando era niña, y volví a encontrarla el día que Alex y yo nos mudamos, pero aquel día yo estaba demasiado alterada. En cambio ahora, cuando me senté a desgana a su lado y me abroché el cinturón de seguridad, me di cuenta de que la estaba estudiando.
Marcella tiene atractivo. Tiene el pelo de un rubio algo oscuro, pero lo ha animado hábilmente con unas mechas, facciones bonitas, y una excelente figura. Pero juraría que se ha sometido a bastantes operaciones de cirugía estética. Las comisuras de la boca se ven tirantes, como quedan después de un lifting. Y sospecho que el Botox es el responsable de la tersura de su frente y sus mejillas. Lo que muchas mujeres no parecen entender es que las líneas de expresión que se forman alrededor de los ojos y en las comisuras de la boca nos dan carácter y nos definen como personas. Pero su rostro no reflejaba el paso del tiempo, así que sus ojos y su boca me llamaban poderosamente. Los ojos, inteligentes, agudos, inquisitivos. La boca, ligeramente entreabierta, mostrando los dientes afilados y demasiado blancos. Llevaba un traje de Chanel de color crema y verde claro y con ribete de un verde más oscuro. Y en ese momento se me ocurrió que había acudido al servicio vestida para que la vieran y la admiraran.
—Me alegra que podamos estar juntas un rato, Celia —dijo cordialmente mientras salía con su BMW del aparcamiento—. Ha sido bonito, ¿verdad? Y ha sido un bonito detalle por su parte venir. Apenas conocía a Georgette. La mujer le vendió la casa a su marido sin avisarle de los antecedentes, y luego tuvo la desgracia de ser usted quien encontró el cadáver… e incluso así ha venido a presentar sus respetos.
—Georgette le dedicó mucho tiempo a Alex cuando estaba buscando casa. Ha pensado que debíamos venir.
—Ojalá todos pensaran lo mismo. Podría darle una lista de personas que llevan muchos años viviendo en Mendham y que deberían haber asistido, pero que en un momento u otro han tenido sus diferencias con Georgette. Oh, bueno. —Iban por Main Street—. Según me ha parecido entender, ya estaba usted buscando otra casa y por eso fue a Holland Road. Me encantaría que siguiéramos siendo vecinas, pero la entiendo. Soy muy amiga de Ted Cartwright. Es el padrastro a quien Liza Barton disparó después de matar a su madre. Imagino que a estas alturas ya conocerá toda la historia.
—Sí, la conozco.
—Me pregunto dónde andará esa criatura. Claro que ya no será ninguna niña. Debe de tener treinta y pocos. Pero sería interesante saber qué ha sido de ella. Ted dice que le importa un comino.
¿Estaba jugando conmigo?
—Entiendo perfectamente que quiera dejar atrás todo lo que pasó —dijo.
—En todos estos años, no ha vuelto a casarse. Oh, ha tenido amiguitas, claro. Montones. Ted no es ningún ermitaño, al contrario. Pero es evidente que estaba loco por Audrey. Cuando lo dejó por Will Barton le partió el corazón.
¡Mi madre dejó a Ted por mi padre! No lo sabía. Mamá tenía veinticuatro años cuando se casó con papá. Traté de hacer la pregunta con indiferencia:
—¿Cómo que lo dejó? ¿Audrey iba en serio con Cartwright antes de casarse con Barton?
—Oh, sí, cielo. Un gran anillo de compromiso, planes de boda. Todo. Ella parecía tan enamorada como él, pero entonces tuvo que hacer de dama de honor en la boda de una amiga de la universidad, en Connecticut. Y Will era el padrino. Y, bueno, ya se sabe cómo van estas cosas.
¿Por qué yo no sabía nada de aquello?, pensé. Pero, si lo pensaba un poco, era perfectamente comprensible que mi madre no me hubiera dicho nada. Con la lealtad férrea que sentía por mi padre, mi resentimiento hacia Ted habría sido mucho mayor de haber sabido que ya había sido parte de la vida de mi madre y ahora volvía a ocupar su sitio después de unos años de lapso.
Pero ¿por qué le tenía miedo, por qué él la arrojó contra mí cuando le estaba apuntando con la pistola?
Ya habíamos llegado a Old Mill Lane.
—¿Le apetece entrar un momento en casa a tomar un café? —me preguntó Marcella.
Yo me excusé diciendo que tenía que hacer algunas llamadas antes de ir a recoger a Jack. Con la vaga promesa de quedar un día, por fin conseguí bajar del coche. Entré en casa por la puerta de la cocina dando un suspiro de alivio, y luego la cerré con llave.
El piloto del contestador automático parpadeaba, así que cogí el auricular, apreté el botón de Play y escuché.
Era la misma voz misteriosa del otro día. Esta vez susurraba.
«Más sobre la pequeña Lizzie…
»Y cuando aquel acto terrible ya estaba hecho,
»le asestó cuarenta y una a su padre.
»El jueves cogió otra pistola,
»mató a Georgette y echó a correr».