El detective Paul Walsh fue uno de los primeros en llegar a la iglesia presbiteriana de Hilltop para el servicio en memoria de Georgette Grove. Para asegurarse de que no se le escapaba nada, se sentó en el último banco. Durante la noche, se habían instalado cámaras ocultas en el interior de la iglesia y en los alrededores. Las cintas se analizarían más tarde. Seguramente el asesino o asesina de Georgette Grove no sería el primero en llegar, pero lo más probable era que apareciera por allí.
Walsh había descartado definitivamente la posibilidad de que el asesino fuera un desconocido que la había seguido al interior de la casa para atracarla. En su opinión, la fotografía de Celia Nolan que encontraron en el bolso de la difunta eliminaba esa posibilidad. Era evidente que alguien había limpiado las huellas de la fotografía por alguna razón.
Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que Celia Nolan era una mujer desequilibrada y que había acudido a Holland Road con una pistola. Podía imaginarla buscando a Georgette, yendo de una habitación a otra, pistola en mano. Apuesto a que no la llamó, pensó. La encontró de rodillas con el trapo empapado en aguarrás, le disparó y luego le puso la fotografía del periódico en el bolso. Era su forma de explicar por qué la había matado. Incluso el hecho de colocar la pistola sobre la mancha de pintura era, en su opinión, otro indicio de que estaban ante una persona desequilibrada.
El registro de la casa de Georgette durante el fin de semana no dio ningún resultado. En el armario de su habitación, uno de los policías de Mendham había encontrado escondido un archivo con los e-mails que cruzaron entre Henry Paley y Ted Cartwright. En uno de ellos Cartwright le prometía a Paley un plus si conseguía obligar a Georgette a vender los terrenos de la Ruta 24. En varios de sus e-mails, Paley mencionaba que la agencia estaba en una delicada situación económica y que hacía todo lo posible para que siguiera así al no buscar clientes.
Buena persona, pensó Walsh, tratando de echar a su socia del negocio. No me sorprendería que Paley hubiera contratado a alguien para que causara los destrozos en la casa de la pequeña Lizzie. MacKingsley estaba convencido de que Paley era el asesino, que había perdido los nervios cuando Georgette descubrió de alguna forma ese archivo. Él no estaba tan seguro.
Todo el mundo sabía que MacKingsley quería presentarse para gobernador dentro de dos años, y muchos estaban convencidos de que lo conseguiría. Y un caso con la repercusión de aquel era justo lo que necesitaba en esos momentos. Bueno, solucionar este caso también sería un bonito añadido en mi curriculum, pensó. Quería retirarse pronto, y buscar un trabajo más cómodo como jefe de seguridad de alguna gran empresa.
A las diez menos diez, el órgano empezó a sonar y de pronto la iglesia empezó a llenarse de gente. Walsh reconoció a algunos representantes de la prensa local que, al igual que él, permanecieron en los bancos del fondo. Dru Perry se distinguía con facilidad por su mata de pelo canoso. Aunque era demasiado persistente para su gusto, la consideraba una buena periodista. Se preguntó si, como le sucedía a Sansón, extraería su fuerza del pelo.
Vio que Marcella Williams, la vecina de Old Mill Lane, se instalaba en el cuarto banco. No se quiere perder cucharada, pensó Walsh. Me extraña que no haya ido hasta el fondo y se haya sentado en el altar.
Cuando faltaban cinco minutos para las diez, llegó la familia. Walsh sabía que eran tres: Thomas Madison y sus dos hermanas. Los que los acompañan deben de ser los maridos de las hermanas y la esposa de Madison. Bajaron por el pasillo y tomaron asiento en el banco de delante.
En esta ocasión, los familiares no tenían ningún interés para las personas que investigaban el asesinato de Georgette Grove. Una discreta comprobación había confirmado que se trataba de ciudadanos respetables de la zona de Filadelfia. A Walsh le encantaba la expresión «sujetos de interés». Traducido, significa que creemos que sois culpables y que nos partiremos el espinazo para demostrarlo.
Henry Paley, adecuadamente triste, y Robin Carpenter fueron los siguientes en bajar por el pasillo y sentarse delante. Robin había elegido un vestido blanco y negro que le marcaba la figura. La corbata negra fue la única concesión que Henry hizo a su atuendo, y no parecía muy en consonancia con su chaqueta beis de sport y los pantalones marrones. Apuesto a que se cambia la corbata en cuanto oiga el último «Amén», decidió Walsh.
Hablando de sujetos de interés, pensó cuando Celia y Alex Nolan entraron en la iglesia, justo en el momento en que el ministro se situaba ante el altar. Los Nolan se sentaron apenas unas filas por delante, al otro lado del pasillo. Celia llevaba un traje visiblemente caro, de color gris claro con finas rayas amarillas. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos. Su pelo largo y oscuro estaba sujeto en un moño en la nuca. Cuando se volvió para susurrarle algo a su marido, Walsh tuvo un primer plano de su perfil.
Tiene clase, reconoció… una asesina con cara de ángel.
Y vio que Alex Nolan, en un gesto protector, le daba unas palmadas en la espalda, como si quisiera relajarla o reconfortarla.
No lo hagas, pensó Walsh. Me gustaría verla estallar otra vez.
Un solista empezó a cantar «El Señor es mi pastor» y todos los presentes en la concurrida iglesia se pusieron en pie.
El pastor, en su elogio, habló de una mujer que daba desinteresadamente por el bien de los demás.
—Una y otra vez, a lo largo de los años, he visto a personas que querían vivir en esta hermosa comunidad y que me han contado que Georgette había conseguido encontrarles una casa que se pudieran permitir. Todos conocemos sus esfuerzos desinteresados por preservar la belleza y la paz de nuestra comunidad…
Al final de la ceremonia, Walsh siguió en su asiento, observando las expresiones de la gente que iba saliendo. Le alegró comprobar que algunos se daban toquecitos con el pañuelo en los ojos, y que una de las familiares estaba visiblemente trastornada. En los pocos días que habían pasado desde la muerte de Georgette Grove, le había dado la impresión de que, si bien mucha gente la admiraba, había muy pocas personas que estuvieran próximas a ella. En sus últimos momentos de vida, sus ojos se habían encontrado con los de alguien que la odiaba tanto como para matarla. Habría sido bonito pensar que, de alguna forma, Georgette era consciente del afecto de las personas que habían ido a llorarla allí ese día.
Cuando Celia Nolan pasó a su lado, Walsh vio que estaba muy pálida y que se agarraba con fuerza a la mano de su marido. Por una décima de segundo, sus miradas se cruzaron. A ver si adivinas lo que pienso, decían los ojos de Walsh. Ya puedes echarte a temblar. Porque estoy impaciente por esposarte, señora.
Al salir de la iglesia, Walsh se encontró a Robin Carpenter esperando.
—Detective Walsh —dijo la mujer con tono vacilante—, mientras estábamos ahí dentro no he dejado de pensar en Georgette, por supuesto, y entonces he recordado algo que casualmente le oí decir el miércoles por la tarde. Serían las seis. Yo ya me iba, y fui a su despacho a decirle adiós. Ella estaba mirando su álbum de recortes con mucha atención y no me oyó entrar, porque la puerta solo estaba entornada. Y, mientras estaba allí plantada, le oí decir algo que tal vez debe saber.
Walsh esperó.
—Georgette hablaba para sí misma, pero dijo algo así como «Dios, nunca le diré a nadie que la he reconocido».
Walsh supo enseguida que aquello era importante. No sabía exactamente de qué se trataba, pero su instinto le decía que era muy importante.
—¿Dónde está ese álbum? —preguntó.
—Henry se lo dejó a Dru Perry, la periodista, para la historia que salió ayer en el Star-Ledger. No quería, pero ella le convenció. Tiene que devolverlo esta tarde.
—Estaré allí para recogerlo. Gracias, señora Carpenter.
Paul Walsh se dirigió hacia su coche sumido en sus pensamientos. Esta información tiene relación con Celia Nolan. Sé que la tiene.