El fin de semana transcurrió inesperadamente bien. El tiempo fue cálido. El sábado Alex salió temprano a montar y, cuando volvió, propuse que fuéramos a Spring Lake. Una clienta mía se había casado allí en julio. Nosotros fuimos a la boda y nos alojamos en el hotel Breakers. Y, como habíamos estado allí los dos juntos, no tenía que andar preocupándome de si se notaba que ya conocía el lugar.
—Ahora que ha pasado la fiesta del día del Trabajo estoy segura de que podemos hacer la reserva.
A Alex le gustó la idea. A Jack le encantó. Alex llamó al club y contrató a uno de los chicos que trabajaban en los establos los fines de semana para que viniera a casa el sábado por la tarde y el domingo por la mañana a ocuparse de Estrella.
Todo fue como esperaba. Conseguimos dos habitaciones conectadas con vistas al mar en el Breakers. El sábado pasamos toda la tarde en la playa. Después de cenar, caminamos por el paseo de tablas durante un buen rato, envueltos en la brisa salada del mar. Oh, cómo apacigua mi alma el mar… Hasta pude pensar sin alterarme en cuando yo había estado allí de niña, cogida de la mano de mi madre igual que Jack iba cogido en ese momento de la mía.
Por la mañana, a primera hora, fuimos a misa en Saint Catherine, esa preciosa iglesia que nunca deja de reconfortarme. Recé pidiendo una forma de limpiar mi nombre, de cambiar la idea que el mundo tenía de Liza Barton. Recé pidiendo que algún día pudiera vivir como las otras familias que veía a mi alrededor. Quería la misma vida que llevaban los demás.
En el banco de delante, había una pareja con dos niños pequeños que tendrían unos tres y cuatro años respectivamente, y un bebé, una niña de menos de uno. Al principio los niños se portaron bien, pero luego empezaron a inquietarse. El niño de tres años empezó a meterse con su hermano, que respondió echándose sobre él. El padre los separó con una mirada de advertencia. Luego el bebé, que casi estaba en la edad de comenzar a andar, empezó a debatirse para bajar de los brazos de su madre.
Yo quería poder darle a Alex la familia que él quería, con todos los inconvenientes de una vida normal.
Evidentemente, Jack y Alex también se habían fijado en los niños. Cuando la misa acabó y volvíamos hacia el coche, Alex le preguntó a Jack qué haría si su hermano pequeño le pegara.
—Le daría un puñetazo —dijo Jack muy práctico.
—¡No! Esa no es la forma en que se comporta un hermano mayor —dije yo.
—Yo también le daría un puñetazo —confirmó Alex.
Y se miraron sonriéndose. Traté de apartar de mi mente el pensamiento de que, si Alex descubría la verdad sobre mi pasado antes de que pudiera presentar una defensa concluyente, desaparecería de nuestras vidas.
Pasamos el resto del día en la playa, fuimos a cenar algo temprano a la taberna irlandesa de Rod's Olde, en Sea Girt, y, felizmente cansados, decidimos emprender el viaje de regreso a Mendham. Por el camino, le dije a Alex que quería hacer clases de equitación en el Washington Valley.
—¿Por qué no en Peapack? —preguntó.
—Porque en Washington Valley hay un hombre llamado Zach que dicen que enseña muy bien.
—¿Quién te ha hablado de él?
—Georgette —dije, y la mentira casi se me atraganta—. El viernes por la tarde llamé y hablé con él. Dijo que no estaba especialmente atareado y aceptó darme clases. Creo que lo engatusé. Le dije que mi marido era un excelente jinete y que me avergonzaba empezar de cero en un lugar donde sus amigos podrían ver lo poco que sé.
Una mentira tras otra. La verdad es que montar a caballo es como montar en bicicleta. Una vez que aprendes, nunca lo olvidas. Lo que me daba miedo era que mi experiencia, no mi inexperiencia, me delatara.
Y, por supuesto, tomar clases con Zach sería la forma más normal de ver a un hombre cuyo nombre estuvo en boca de mi madre unos segundos antes de que muriera.