A las cinco en punto, Thomas Madison entró en las oficinas de la inmobiliaria Grove. Había pasado la noche en un motel, y había cambiado el traje azul oscuro que llevaba cuando le entrevistaron para el Canal 12 por unos pantalones y un jersey claro que le hacían aparentar bastante menos de los cincuenta y dos años que tenía. Su cuerpo delgado no era el único rasgo genético que compartía con su difunta prima. Al igual que Georgette, siempre decía muy claro lo que quería.
Henry y Robin estaban a punto de cerrar cuando llegó.
—Me alegro de encontrarles —dijo Madison—. Había pensado quedarme todo el fin de semana, pero no tendría ningún sentido, así que me iré a casa y volveré el domingo por la noche. Todos estaremos presentes para el servicio… mi esposa, mis hermanas, mis cuñados.
—Nosotros abrimos mañana —le dijo Henry—. Casualidades del destino, justamente ahora estamos a punto de cerrar varias ventas. ¿Ha pasado ya por la casa de Georgette?
—No, la policía aún no ha acabado de investigar. No sé qué es lo que esperan encontrar.
—Me imagino que algún tipo de correspondencia personal que pueda darles alguna pista —dijo Robin—. También estuvieron aquí registrando su despacho.
—Es un asunto muy desagradable —apuntó Madison—. Me preguntaron si quería ver el cuerpo. Y la verdad, yo no quería, pero no habría quedado muy bien si les digo que no. Así que fui al depósito. Casi me desmayo. La bala le acertó entre los ojos.
Notó que Robin hacía una mueca.
—Lo siento. Es solo que… —Se encogió de hombros, gesto que trasmitía su desaliento ante las circunstancias—. De verdad, tengo que volver a casa. Soy el entrenador del equipo de fútbol donde juegan mis hijos, y mañana tenemos partido. —Por un momento, una sonrisa apareció en sus labios—. Tenemos el mejor equipo de nuestra división en toda Filadelfia, o incluso en Estados Unidos si se me permite decirlo.
Henry sonrió educadamente. No le interesaba lo más mínimo si el primo de Georgette tenía el mejor o el peor equipo de Filadelfia o de Estados Unidos. Lo que le interesaba era concretar lo antes posible los detalles sobre el negocio con el heredero de Georgette.
—Tom —dijo—, según creo haber entendido usted y sus hermanas van a compartir la herencia de Georgette.
—Exacto. Esta mañana me he pasado por el despacho de Orin Haskell, su abogado. Como ya sabrán, está en esta misma calle. Él tiene una copia del testamento. Todavía hay que legalizarlo, pero eso es lo que dice. —Madison volvió a encogerse de hombros—. Mis hermanas ya han empezado a pelearse para ver qué se queda cada una. Georgette conservaba algunas bonitas reliquias familiares. Nuestras bisabuelas eran hermanas. —Miró a Henry—. Sé que usted posee el veinte por ciento de este negocio y de unos terrenos en la Ruta 24. Le diré una cosa: no tenemos ningún interés en continuar con el negocio. Mi propuesta es que lo tasen tres empresas diferentes y luego usted nos compre nuestra parte o, si tampoco le interesa, que cerremos la agencia y lo vendamos todo, incluyendo la casa de Georgette, que, por supuesto, está solo a su nombre.
—Supongo que ya sabe que Georgette quería ceder los terrenos de la Ruta 24 al estado —dijo Robin sin hacer caso de la mirada furiosa de Henry.
—Lo sé. Pero por desgracia no llegó a hacerlo, o quizá no pudo porque no contaba con su apoyo, Henry. La verdad, todos le estamos inmensamente agradecidos por no haber dejado que hiciera de Doña Generosa con el estado de Nueva Jersey. Yo tengo tres hijos, y mis hermanas tienen dos y dos respectivamente, y todo lo que saquemos de la venta de las propiedades de Georgette nos va ser de gran ayuda para pagar su educación.
—Haré que vengan a tasar la agencia enseguida —prometió Henry.
—Cuanto antes mejor. Bueno, me voy. —Madison se volvió para irse, pero se detuvo—. Los familiares comeremos juntos después del servicio. Nos gustaría que nos acompañaran. Ustedes dos eran la otra familia de Georgette.
Henry esperó hasta que la puerta se cerró detrás de Madison.
—¿Nosotros somos su otra familia? —preguntó secamente.
—Yo la apreciaba mucho —dijo Robin muy pausada—. Y en otra época tú también la apreciabas, o eso me había parecido entender —añadió.
—¿La apreciabas tanto que no te importa que el miércoles se quedara hasta más tarde en la oficina para registrar tu mesa? —preguntó Henry.
—No pensaba decir nada. ¿Me estás diciendo que también registró tus cosas?
—No solo las registró, sino que se llevó un archivo que me pertenecía. ¿A ti te quitó algo?
—Que yo sepa no. En mi mesa no hay nada que pudiera interesarle, a menos que mi laca o mi perfume le gustaran más que los suyos.
—¿Estás segura, Robin?
Aún estaban en la recepción. Henry no era alto, y los tacones de siete centímetros de Robin le permitieron mirarle a los ojos. Durante un largo momento los dos se miraron.
—¿Qué, jugamos a las adivinanzas? —le preguntó él.