El viernes por la tarde, la secretaria de Ted Cartwright le informó de que el detective Paul Walsh, de la oficina del fiscal del condado de Morris, estaba en la sala de espera y quería hacerle unas preguntas.
En cierto modo, Ted ya esperaba la visita, pero ahora que estaba pasando, notó que las palmas de las manos le sudaban. Se las secó con impaciencia en la chaqueta, abrió el cajón de su mesa y se miró fugazmente en el espejo que siempre tenía allí. Tengo buen aspecto, pensó. En aquel momento decidió que mostrarse cordial podría interpretarse como una señal de debilidad.
—No sabía que el señor Walsh tuviera una cita conmigo —escupió al intercomunicador—. De todos modos, que pase.
El aire astroso y desaseado de Paul Walsh suscitó enseguida el desprecio de Cartwright, y eso le tranquilizó un tanto. La montura redonda de las gafas de Walsh le recordaba el color de sus botas de montar. Decidió mostrarse condescendiente con su visitante.
—No me gustan las visitas inesperadas —dijo—. Dentro de diez minutos espero una llamada importante, así que será mejor que vayamos al grano, señor Walsh, ¿no le parece?
—Tiene toda la razón —replicó Walsh, con una voz firme e inflexible que desentonaba totalmente con su aspecto dejado.
Le dio su tarjeta de visita a Cartwright y, sin esperar a que le invitaran, se sentó en la silla que había ante su mesa.
Cartwright, que tenía la sensación de que no controlaba la situación, se sentó también.
—¿Qué puedo hacer por usted? —Esta vez el tono era brusco.
—Como ya habrá imaginado, estoy investigando el asesinato de Georgette Grove ayer por la mañana. Supongo que se habrá enterado.
—Habría que estar sordo, tonto y ciego para no enterarse —espetó Cartwright.
—¿Conocía a la señora Grove?
—Por supuesto. Los dos hemos vivido en esta zona toda la vida.
—¿Eran amigos?
Se ha enterado de lo del miércoles por la noche, pensó Cartwright. Con la esperanza de desarmar a Walsh, dijo:
—Lo habíamos sido. —Hizo una pausa, y escogió las palabras con mucho cuidado—. Estos últimos años, Georgette se ha vuelto muy combativa. Cuando estaba en el comité de zona, era imposible que nadie consiguiera ningún tipo de cambio. E incluso los semestres que no estaba en el comité, no faltaba a ninguna de las reuniones y seguía poniendo pegas a todo. Por ese motivo, yo y otras personas dimos por terminada cualquier semblanza de amistad con ella.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio?
—El miércoles por la noche, en el Black Horse Tavern.
—¿Y a qué hora fue eso?
—Entre las nueve y cuarto y las nueve y media. Ella estaba sola, cenando.
—¿Se acercó usted a ella?
—Establecimos contacto visual. Ella me hizo una seña y yo me acerqué a saludarla, y quedé muy sorprendido cuando prácticamente me acusó de ser el responsable de lo que había sucedido en la casa de Old Mill Lane.
—Una casa en la que usted había vivido…
—Correcto.
—¿Qué le dijo usted?
—Le dije que se estaba convirtiendo en una chiflada y que qué le hacía pensar que yo tenía nada que ver con aquello. Me dijo que me había compinchado con Henry Paley para sacarla del negocio y obligarla a vender los terrenos de la Ruta 24. Y que prefería verme en el infierno antes que vender.
—¿Y usted qué respondió?
—Le dije que no tenía nada que ver con Henry Paley. Que, si bien es cierto que me gustaría darle un uso a esa zona construyendo bonitas oficinas comerciales, tengo muchos otros proyectos en los que trabajar. Y ya está.
—Ya veo. ¿Dónde estuvo ayer por la mañana entre las ocho y las diez, señor Cartwright?
—A las ocho estaba montando por uno de los senderos del club de hípica de Peapack. Estuve montando hasta las nueve, me duché en el club y vine hasta aquí. Llegué hacia las nueve y media.
—La casa de Holland Road en la que fue asesinada la señora Grove tiene unos terrenos arbolados en la parte de atrás que forman parte de la propiedad. ¿No hay una pista que une la casa con el camino de Peapack?
Cartwright se levantó.
—Fuera de aquí —le ordenó indignado—. Y no vuelva. Si tengo que volver a hablar con usted o con alguien de su oficina, tendrá que ser en presencia de mi abogado.
Paul Walsh se puso en pie y fue hacia la puerta. Cuando giró el picaporte, dijo muy tranquilo:
—Volveremos a vernos, señor Cartwright. Y si habla con su amigo el señor Paley, puede decirle que él y yo también tenemos que vernos.