Martin y Kathleen Kellogg, de Santa Barbara, California, son los primos lejanos que me adoptaron. Cuando mamá murió, vivían en Arabia Saudí, porque él trabajaba para una empresa de ingeniería. No supieron lo que había pasado hasta que la empresa volvió a destinarlo a Santa Barbara. Para entonces, el juicio ya había terminado y yo estaba en un centro de acogida de Nueva Jersey, mientras el tribunal de menores y los servicios sociales decidían qué hacer conmigo.
En cierto modo fue bueno que no hubieran tenido ningún contacto conmigo hasta entonces. Ellos no tenían hijos y, cuando se enteraron de lo sucedido, vinieron al condado de Morris sin dar ningún tipo de publicidad al asunto y solicitaron mi adopción. Las autoridades les entrevistaron e investigaron su situación. Y, finalmente, los declararon aptos para hacer de tutores y padres adoptivos de una menor que no había pronunciado más que unas pocas palabras desde hacía más de un año.
Los Kellogg tenían algo más de cincuenta años, así que no eran demasiado viejos para hacer de padres de una niña de once. Por muy lejano que fuera el parentesco, Martin era un familiar. Y, lo más importante, su compasión era auténtica. La primera vez que vi a Kathleen me dijo que esperaba caerme bien y que, con el tiempo, llegara a quererla. Dijo: «Siempre he querido tener una hija. Me gustaría que pudieras recuperar lo que te queda de infancia, Liza».
Me fui con ellos de buena gana. Evidentemente, nadie puede ayudarte a recuperar algo que está destrozado. Yo ya no era una niña… era una reconocida asesina. Ellos deseaban con toda su alma que superara el horror de mi experiencia como pequeña Lizzie y me enseñaron lo que tenía que contar a la gente que les conocía antes de volver a Santa Barbara.
Oficialmente, yo sería la hija de una amiga viuda que, al enterarse de que tenía un cáncer terminal, les pidió que me adoptaran. Eligieron para mí el nombre de Celia porque mi abuela se llamaba Cecilia. Eran lo bastante juiciosos para saber que necesitaba conservar algún vínculo con mi pasado, aunque fuera en secreto.
Viví con ellos durante casi siete años.
Durante ese período, estuve acudiendo a la consulta del doctor Moran una vez a la semana. Confié en él desde el principio. Creo que, más que Martin, fue él quien se convirtió realmente en una figura paterna para mí. Cuando no podía hablar, me hacía dibujar. Yo dibujaba las mismas escenas una y otra vez. La salita de mamá, una figura simiesca, de espaldas a mí, sujetando a una mujer contra la pared. Una pistola suspendida en el aire, con las balas saliendo del cañón, pero sin una mano que la sujetara. Y dibujé una escena que era como la Pietà al revés. En la mía, la niña sostenía en sus brazos el cuerpo sin vida de su madre.
Había perdido un curso en la escuela, pero enseguida me puse al corriente, y luego fui a un instituto de Santa Barbara. En ambos lugares se me consideró siempre una niña callada pero agradable. Tenía amigas, pero nunca dejé que nadie se acercara demasiado. Para alguien que vive una mentira, hay que evitar la verdad, y yo tenía que vigilar mis palabras. Y ocultar mis emociones. Recuerdo que una vez, en segundo curso, nos pusieron un examen sorpresa en la clase de inglés. Teníamos que escribir sobre el día más memorable de nuestras vidas.
Aquella terrible noche volvió con vividez a mi cabeza. Era como estar viendo una película. Traté de coger el bolígrafo, pero mis dedos se negaban a obedecerme. Traté de respirar, pero no conseguía que el aire llegara a mis pulmones. Y me desmayé.
Para explicar aquello dijimos que de pequeña había estado a punto de ahogarme y ocasionalmente tenía flashbacks. Cuando hablé con el doctor Moran, le dije que nunca había visto con tanta claridad lo que pasó aquella noche, que por una décima de segundo había recordado lo que mamá le gritaba a Ted. Y luego se fue otra vez.
El año que yo me mudé a Nueva York para estudiar en el Instituto Tecnológico de Diseño, la empresa de Martin le obligó a jubilarse y ellos se fueron a Naples, Florida, donde consiguió un puesto en una empresa de ingeniería. Ahora ya está retirado y, a sus más de ochenta años, se ha convertido en lo que Kathleen denomina una persona «olvidadiza», aunque me temo que lo que sucede es que está en los primeros estadios del Alzheimer.
Cuando nos casamos, Alex y yo hicimos una ceremonia discreta en Lady Chapel, en la catedral de Saint Patrick: solo nosotros dos, Jack, Richard Ackerman, el socio mayoritario de Alex en el bufete, y Joan Donlan, que era mi mano derecha cuando tenía mi negocio de diseño y que es lo más parecido que tengo a una amiga íntima.
Poco después, Alex, Jack y yo volamos hasta Naples para visitar a Martin y Kathleen unos días. Afortunadamente nos alojamos en el hotel, porque Martin tenía lapsos de memoria con frecuencia. Un día, cuando estábamos en la terraza después de desayunar, me llamó Liza. Alex no lo oyó porque en ese momento iba hacia la playa para darse un baño, pero Jack sí. Le pareció tan raro que se le quedó grabado y de vez en cuando aún me pregunta: «Mamá, ¿por qué te llamó Liza el abuelo?».
Una vez, en el apartamento de Nueva York, Alex estaba en la habitación cuando Jack me hizo la pregunta, pero su reacción fue explicarle a Jack que a veces la gente mayor olvida las cosas y confunde los nombres. «¿Te acuerdas? Tu abuelo a veces me llamaba Larry. Me confundía con tu padre».
Después de mi arrebato con el poni, seguí a Jack al interior de la casa. Mi hijo corrió junto a Alex y se le sentó en las piernas, y le contó entre lágrimas que mamá le había asustado.
—A mí a veces también me da miedo, Jack —le dijo Alex y sé que lo decía como una broma, pero lo cierto es que detrás de sus palabras había una verdad innegable. Mi desmayo, los episodios de llanto, incluso el estado de shock en que me sumí al encontrar el cuerpo de Georgette… todas esas cosas le habían asustado. Y era como si lo llevara grabado en la frente: estaba convencido de que yo estaba pasando por una especie de crisis.
Alex escuchó mientras Jack le contaba que yo le había gritado y le había dicho que no podía llamar Lizzie al poni, y entonces trató de darle una explicación.
—Mira, Jack. Hace mucho tiempo, en esta casa vivía una niña que se llamaba Lizzie y que hizo cosas muy malas. Nadie la quería, y la obligaron a marcharse. Y cuando oímos ese nombre pensamos en la niña mala. ¿Qué cosa hay que odies más que nada en el mundo?
—Cuando el médico me pincha.
—Pues míralo así. Cuando tu madre y yo oímos el nombre de Lizzie nos recuerda a esa niña mala. ¿Te gustaría llamar a tu poni Pinchazo?
Jack se echó a reír.
—¡Noooo!
—Pues ahora ya sabes cómo se siente mamá. Vamos a pensar otro nombre para ese poni tan bonito.
—Mamá dice que tendríamos que ponerle Estrella porque tiene una estrella blanca en la frente.
—Creo que es un nombre estupendo, y ahora tenemos que hacerlo oficial. Mamá, ¿tenemos papel de regalo?
—Sí, creo que sí. —Le estaba muy agradecida a Alex por haber tranquilizado a Jack, pero… Dios mío, aquella explicación…
—¿Por qué no haces una gran estrella para que la peguemos en la puerta del cobertizo? Así todo el mundo sabrá que ahí vive un poni que se llama Estrella.
A Jack le encantó la idea. Yo dibujé el contorno de una estrella sobre papel de regalo brillante y él la recortó. La pegamos en la puerta del cobertizo con gran ceremonia, y luego yo recité un poema que recordaba de mi infancia.
Estrella bonita, estrella brillante,
yo siempre te veo mirarme,
y ahora quiero, ahora espero,
que se cumpla mi deseo.
Ya eran las seis, y empezaba a oscurecer.
—¿Cuál es tu deseo, mamá? —me preguntó Jack.
—Deseo que los tres estemos juntos para siempre.
—¿Y tú, Alex? —preguntó.
—Deseo que pronto empieces a llamarme papá, y que el año que viene para estas fechas ya tengas un hermanito o hermanita.
Aquella noche, cuando Alex trató de atraerme a su lado, notó mi resistencia y me soltó enseguida.
—Ceil, ¿por qué no te tomas una pastilla para dormir? —me sugirió—. Necesitas relajarte. Yo no tengo sueño, creo que bajaré a leer un rato.
Normalmente, cuando necesito un somnífero, solo tomo medio, pero después del día que había tenido, me tomé uno entero y dormí profundamente durante ocho horas. Cuando desperté, casi eran las ocho, y Alex no estaba. Me puse una bata y bajé corriendo las escaleras. Jack estaba levantado y vestido, y estaba desayunando con Alex.
Alex se levantó y se acercó a mí.
—Eso sí que es dormir —dijo—. Creo que no te has movido en toda la noche. —Me besó con ese gesto suyo que tanto me gusta, cogiendo mi rostro entre las manos—. Tengo que irme. ¿Estás bien?
—Estoy bien.
Y lo estaba. Aunque aún estaba algo dormida, físicamente me sentía más fuerte de lo que me había sentido desde que llegamos a aquella casa. Sabía muy bien lo que quería. Cuando dejara a Jack en la escuela, iría a alguna de las agencias inmobiliarias del pueblo y trataría de encontrar una casa que pudiéramos comprar o alquilar de forma inmediata. No me importaba en qué estado estuviera. Si quería recuperar algo de normalidad en mi vida, lo primero era salir de allí.
Al menos, me pareció que sería lo mejor. Más tarde, cuando fui a la agencia de Mark W. Grannon y Mark Grannon me llevó personalmente a ver casas, descubrí algo sobre Georgette que me dejó sin habla.
—Georgette tenía la casa en exclusiva en su agencia —me dijo cuando íbamos en coche por Hardscrabble Road—. Los demás no queríamos ni verla. Pero Georgette siempre decía que se sentía culpable. Durante un tiempo, ella y Audrey Barton fueron buenas amigas. Fueron al instituto de Mendham más o menos por la misma época, aunque Georgette era un par de años mayor.
Yo escuchaba, con la esperanza de que Grannon no notara mi rigidez.
—Audrey montaba muy bien, ¿sabe? Era una auténtica amazona. En cambio, su marido, Will, tenía mucho miedo a los caballos y se sentía avergonzado. Quería cabalgar al lado de su mujer. Fue Georgette quien le sugirió que pidiera a Zach, del club de hípica Washington Valley, que le diera clases. Así que Will empezó las clases sin decirle nada a Audrey. La mujer no supo nada hasta que la policía llamó a su puerta para comunicarle que estaba muerto. Ella y Georgette no volvieron a hablarse.
¡Zach!
El nombre me sacudió como un latigazo. Era una de las palabras que mi madre le gritó a Ted la noche que la maté.
Zach: ¡Era parte del rompecabezas!