Charley Hatch vivía en una de las casas más pequeñas de Mendham. Una casita del siglo XIX con cuatro habitaciones. La había comprado después del divorcio. Lo mejor del lugar era que tenía un cobertizo donde guardaba todo el material que utilizaba para la jardinería y para quitar nieve. Charley era un hombre de cuarenta y cuatro años, ligeramente atractivo, con pelo rubio algo oscuro y tez cetrina, y se ganaba bien la vida en Mendham, aunque sentía un profundo resentimiento por sus clientes ricos.
Charley les cortaba el césped y podaba sus setos de la primavera hasta el otoño, y en invierno mantenía limpios los caminos de acceso a sus casas. Y siempre se preguntaba por qué no estarían cambiados los papeles, por qué no era él quien había nacido con dinero y posición.
Un puñado de sus clientes más antiguos le confiaban las llaves de sus casas cuando estaban fuera y le pagaban para que fuera a echar un vistazo después de alguna tormenta o un vendaval de nieve. Si estaba de humor, Charley a veces se llevaba un saco de dormir a alguna de las casas y pasaba la noche viendo la televisión en la sala y tomando lo que le apetecía de sus muebles bar. Esto le producía siempre una satisfactoria sensación de superioridad… la misma que experimentó cuando aceptó provocar los destrozos en la casa de Old Mill Lane.
El jueves por la noche, Charley estaba acomodado en su sillón de cuero de imitación, con los pies sobre el reposapiés, cuando su móvil sonó. Echó un vistazo al reloj mientras se sacaba el móvil del bolsillo y le sorprendió ver que ya eran las once y media. Me habré dormido mientras veía las noticias, pensó. Quería verlas, porque sabía que saldría la noticia sobre el asesinato de la Grove. Reconoció el número de quien llamaba y saludó en un gruñido.
La voz conocida, ahora cortante y furiosa, espetó:
—Charley, ¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre dejar esas latas de pintura vacías en el armario? ¿Por qué no te deshiciste de ellas?
—¿Qué dices? —contestó él indignado—. Con toda esa publicidad, ¿no crees que unas latas de pintura roja llamarían demasiado la atención en el cubo de basura? Escucha, ya tienes lo que querías. Hice un gran trabajo.
—Nadie te pidió que grabaras esa calavera y los huesos en la puerta. La otra noche ya te advertí que escondieras todas esas tallas que tienes por ahí. ¿Lo has hecho ya?
—No creo que… —empezó a decir.
—Muy bien, hombre. No crees, ¿eh? La policía podría interrogarte. Descubrirán que te encargas de los trabajos de jardinería de la casa.
Sin contestar, Charley cerró bruscamente el móvil, interrumpiendo la conexión. Completamente despierto, presionó con el pie el reposapiés para que se plegara, y se levantó. Con una ansiedad cada vez mayor, miró a su alrededor en la atestada habitación y contó seis de sus figuras a la vista en la repisa de la chimenea y encima de las mesas. Maldiciendo por lo bajo, las cogió, fue a la cocina, cogió un rollo de papel de plástico, las envolvió y las metió cuidadosamente en una bolsa de la basura. Por un momento se quedó sin saber qué hacer, y entonces llevó la bolsa al cobertizo y la escondió en un estante que había detrás de unos sacos de sal gema de cincuenta libras.
Con gesto malhumorado, volvió a la casa, abrió el móvil y marcó.
—Solo para que puedas dormir, ya me he deshecho de todo.
—Bien.
—De todas formas, ¿dónde me has metido? —Preguntó levantando la voz—. ¿Por qué iba a querer hablar conmigo la policía? Si casi ni conocía a la mujer de la agencia.
Esta vez fue el hombre que había interrumpido la siesta de Charley quien cortó la conexión.