El rostro curtido de Zach Willet, su cuerpo musculoso y los callos de sus manos eran un mudo testimonio de una vida entera trabajando al aire libre. Zach tenía sesenta y dos años, y había trabajado para el Club Hípico Washington Valley desde los doce. Empezó limpiando los establos los fines de semana y, a los dieciséis, dejó los estudios para trabajar allí a jornada completa.
—Sé todo lo que necesito —le había dicho al profesor que protestó y le dijo que tenía buena cabeza y que debería seguir con sus estudios—. Entiendo a los caballos y ellos me entienden.
Su omnipresente falta de ambición había impedido que pasara de ser el hombre para todo en Washington Valley. Le gustaba almohazar a los caballos y sacarlos a hacer ejercicio, y con eso tenía bastante. Podía ocuparse de cualquier mal menor que sufrieran sus amigos equinos, y podía limpiarlos con destreza. Aparte, también llevaba un negocio de reventa de material para la equitación. Básicamente tenía dos clases de clientes: personas que necesitaban cambiar su equipo y personas cuyo entusiasmo por los caballos se había apagado y querían deshacerse del costoso material necesario para este deporte.
Cuando los instructores habituales estaban ocupados, Zach a veces también daba clases de equitación, pero no era lo que más le gustaba. Le irritaba ver a gente que no tenía nada que hacer a lomos de un caballo, tirando con nerviosismo de las riendas y luego muriéndose de miedo porque el animal protestaba echando la cabeza hacia atrás.
Treinta años atrás, Ted Cartwright tenía sus caballos en Washington Valley. Un par de años después, los trasladó a los establos de Peapack, que estaban allí mismo pero eran mucho más prestigiosos.
El jueves, a primera hora de la tarde, por el club se difundió la noticia de la muerte de Georgette Grove. Zach la conocía, y le gustaba. De vez en cuando la mujer lo recomendaba cuando alguien buscaba quien cuidara de su caballo. «Busca a Zach, en Washington Valley. Si lo tratas bien, él cuidará de tu caballo como si fuera un bebé», les decía.
—¿Por qué iba a querer nadie matar a una señora agradable como Georgette Grove? —era la pregunta que todos se hacían.
Zach pensaba con mucha más claridad cuando salía a montar. Con expresión concentrada, ensilló uno de los caballos que le pagaban por ejercitar y se alejó por el sendero que subía la colina que había detrás del club. Cuando estaba cerca de la cima, se desvió por un sendero por el que muy pocos jinetes se aventuraban. La pendiente era demasiado pronunciada para un jinete inexperto, aunque esa no era la razón por la que Zach normalmente lo evitaba. Lo que en él pasaba por conciencia no necesitaba recordar lo que había sucedido allí hacía muchos años.
Si eres capaz de hacerle eso a una persona que se interpone en tu camino, puedes hacérselo a otra, reflexionó mientras mantenía al caballo al paso. Sin duda, he oído lo suficiente por el pueblo para saber que Georgette se interponía en su camino. Él necesita las tierras que Georgette posee en la Ruta 24 para los edificios comerciales que quiere construir. Apuesto a que la policía encontrará su pista enseguida. Si ha sido él, me pregunto si habrá sido lo bastante estúpido para volver a utilizar la misma arma.
Zach pensó en el cartucho doblado que había escondido en su apartamento en el piso de arriba de una casa bifamiliar en Chester. La noche anterior, cuando Ted empujó hasta él el sobre en el bar de Sammy, no había error posible, le había amenazado en voz baja: «Ten cuidado, Zach. No tientes tu suerte».
Es él el que está tentando su suerte, pensó Zach, mirando al valle. En el punto exacto en que el sendero giraba bruscamente, Zach tiró ligeramente de las riendas y el caballo se detuvo. Se sacó el móvil del bolsillo, lo apuntó y apretó. Una imagen vale más que mil palabras, pensó con una sonrisa satisfecha mientras presionaba las rodillas contra el flanco del animal. Este empezó a caminar obedientemente por aquel traicionero camino.