Creo que lo que realmente me tranquilizó fue la expresión de pánico que vi en el rostro de Jack. Cuando entró en la cortina de urgencias donde me habían llevado, aún estaba sollozando. Normalmente está encantado de correr a los brazos de Alex, pero después del susto que se ha llevado al ver que no iba a recogerle, no ha querido apartarse de mí.
Volví a casa en el asiento trasero del coche, con Jack cogido de la mano. Alex se sentía mal por los dos.
—Dios, Ceil —dijo—. No me puedo ni imaginar lo mal que te habrás sentido. ¿Qué demonios pasa en este sitio?
Sí, eso digo yo, pensé.
Eran casi las dos menos cuarto, y todos estábamos hambrientos. Alex abrió una lata de sopa para nosotros y a Jack le preparó su favorito, un sándwich de mantequilla de cacahuete y gelatina. La sopa caliente me ayudó a sacudirme la somnolencia del sedante que el médico me había inyectado.
Acabábamos de terminar cuando los periodistas llamaron a la puerta. Miré por la ventana y vi que uno de ellos era una mujer mayor con el pelo canoso. Recuerdo que, el día del traslado, la vi corriendo hacia mí en el momento de desmayarme.
Alex salió. Por segunda vez en cuarenta y ocho horas, hizo una declaración a la prensa:
—Después del acto de vandalismo de que fuimos objeto cuando nos mudamos aquí el martes, decidimos que sería mejor buscar otra casa en la zona. Georgette Grove quedó en reunirse con mi mujer en una casa que se vende en Holland Road. Cuando Celia llegó, encontró el cadáver de la señora Grove y volvió corriendo a casa para notificárselo a la policía.
Cuando terminó su declaración, lo acribillaron a preguntas.
—¿Qué te han preguntado? —fue la pregunta que le hice yo cuando volvió adentro.
—Creo que lo que esperabas: ¿por qué no llamaste enseguida a la policía? ¿Por qué no llevabas móvil? Yo dije que pensaste que el asesino podía estar aún en la casa, y que hiciste lo más inteligente… salir de allí.
Unos minutos más tarde, Jeff MacKingsley llamó y preguntó si podía venir a hablar conmigo. Alex trató de darle largas, pero yo accedí enseguida a hablar con él. Mi instinto me decía que era importante que demostrara mi voluntad de cooperar.
MacKingsley llegó con otro hombre que tendría cincuenta y pocos. Cara regordeta, pelo ralo y maneras serias. Lo presentó como detective Paul Walsh. MacKingsley me dijo que Walsh se haría cargo de la investigación de la muerte de Georgette Grove.
Respondí a sus preguntas, con Alex sentado junto a mí en el sofá. Expliqué que queríamos quedarnos por la zona, pero que los antecedentes de la casa y el acto vandálico del primer día resultaban demasiado perturbadores para que nos quedáramos en Old Mill Lane. Le dije que Georgette se había ofrecido a renunciar a su comisión si encontraba una casa que nos conviniera y que haría lo posible por volver a vender esta, también sin cobrarnos comisión.
—¿No conocía usted la historia de la casa cuando la vio por primera vez el mes pasado? —preguntó el detective Walsh.
Noté que las manos me empezaban a sudar. Elegí las palabras cuidadosamente.
—No conocía la reputación de este lugar cuando la vi el mes pasado.
—Señora Nolan, ¿sabía usted que en Nueva Jersey hay una ley que obliga a los agentes inmobiliarios a informar a los posibles compradores si la casa tiene alguna clase de estigma, es decir, si en ella se ha cometido un crimen, o ha habido un suicidio, o si se cree que está encantada?
Aquí no fue necesario que fingiera mi sorpresa.
—No, no tenía ni idea —dije—. Entonces Georgette no estaba siendo tan generosa cuando se ofreció a renunciar a su comisión.
—A mí sí trató de avisarme, pero yo la interrumpí —explicó Alex—. Le dije que, de niño, mi familia solía alquilar una casa ruinosa en Cape Cod que los lugareños decían que estaba encantada.
—En todo caso, por lo que leí ayer en los periódicos, usted compró la casa como regalo de cumpleaños para su mujer. Y está a nombre de ella, por tanto la señora Grove tenía la obligación de ponerla al corriente de esa historia —nos informó MacKingsley.
—No me extraña que estuviera tan preocupada por lo que pasó —dije—. El martes por la mañana, cuando llegamos, estaba tratando de sacar la manguera del garaje para limpiar la pintura. —Sentí un arrebato de ira.
Podía haberme ahorrado el horror de trasladarme a aquella casa. Y entonces pensé en Georgette Grove en la décima de segundo que la vi antes de echar a correr, con la sangre seca en la frente, el trapo en la mano. Estaba tratando de eliminar la pintura de la moqueta.
La pintura roja es como la sangre. Primero se derrama, luego se espesa y luego se endurece…
—Señora Nolan, ¿había visto usted alguna vez a Georgette Grove antes de venir a esta casa?
Pintura roja en el suelo cerca del cuerpo de Georgette…
—Celia —murmuró Alex, y me di cuenta de que el detective Walsh había repetido la pregunta.
¿Había visto alguna vez a Georgette cuando era pequeña? Es posible que mi madre la conociera, pero yo no la recordaba.
—No —dije.
—Entonces, solo la había visto el día que se mudaron, y fue por un espacio muy breve…
—Eso es —dijo Alex, y noté un deje de irritación en su voz—. El martes Georgette no se quedó mucho rato. Quería volver enseguida a la oficina para buscar a alguien que se encargara de arreglar los desperfectos. Ayer, cuando llegué a casa, Celia me dijo que Georgette había llamado para enseñarle algunas casas, y a media tarde, yo estaba aquí cuando volvió a llamar y quedó con mi esposa para esta mañana.
Walsh tomaba notas.
—Señora Nolan, si no le importa, vayamos por pasos. Había quedado en encontrarse con la señora Grove esta mañana.
No hay razón para que no colabore, pensé. No respondas con tanto nerviosismo, limítate a decir lo que pasó.
—Georgette se ofreció a recogerme, pero le dije que prefería ir con mi coche porque luego tenía que ir a Saint Joe's a recoger a Jack. Dejé a mi hijo en la escuela hacia las nueve menos cuarto y entré en la cafetería del centro comercial a tomarme un café. Luego salí para ir a reunirme con Georgette.
—¿Le había indicado cómo llegar a Holland Road? —preguntó Walsh.
—No. Es decir, sí, por supuesto.
Noté una ligera expresión de sorpresa en la cara de los dos hombres, me estaba contradiciendo. Sabía que estaban tratando de adivinar mis pensamientos, sopesando mis respuestas.
—¿Tuvo alguna dificultad para encontrar la casa? Holland Road no está muy bien señalizada.
—Conducía despacio —dije.
Expliqué que encontré la verja abierta, vi el coche de Georgette, entré en la casa y me puse a llamarla, y que luego bajé abajo, noté el olor a aguarrás y encontré el cuerpo.
—¿Tocó usted algo, señora Nolan? —Esta vez quien preguntaba era MacKingsley.
Traté de recordar mis pasos. ¿De verdad hacía solo unas horas que había estado en la casa?
—Toqué el pomo de la puerta de la calle —dije—. Y no recuerdo haber tocado nada más, hasta que empujé la puerta que bajaba al sótano. En la sala recreativa fui hasta las puertas de cristal que daban al patio. Pensé que quizá Georgette habría salido. Pero estaban cerradas, así que supongo que también las toqué, porque si no no podía saber que estaban cerradas, ¿no? Y luego seguí aquel pasillo por el olor a trementina y encontré a Georgette.
—¿Tiene usted pistola, señora Nolan? —preguntó de pronto Walsh.
La pregunta llegó de improviso, y yo sabía que la intención era cogerme desprevenida.
—Por supuesto que no —protesté.
—¿Alguna vez ha disparado un arma de fuego?
Miré a mi inquisidor. Detrás de las gafas redondas, los ojos eran de un marrón fangoso. Me miraban con intensidad, tanteando. ¿Qué clase de pregunta era aquella para una persona inocente que ha tenido la desgracia de encontrarse con la víctima de un asesinato? Supe que algo de lo que yo había dicho, o de lo que no había dicho, había alertado a Walsh.
Por supuesto, volví a mentir.
—No, nunca he disparado un arma.
Finalmente, Walsh sacó un recorte de periódico de una bolsita de plástico. Era una fotografía de mí cuando me iba a desmayar.
—¿Tiene idea de por qué la señora Grove tenía esta fotografía en su bolso? —me preguntó.
Fue un alivio que Alex contestara por mí.
—¿Y por qué demonios iba a saber mi mujer lo que Georgette Grove llevaba en su bolso? —Se puso en pie. Sin esperar que contestaran, dijo—: Seguro que entienden que ha sido un día muy estresante para mi familia.
Los dos hombres se levantaron inmediatamente.
—Quizá tengamos que volver a hablar con usted, señora Nolan —dijo el fiscal—. No tienen pensado viajar a ningún sitio, ¿verdad?
Al fin del mundo, hubiera querido decirle, pero, con una amargura que no pude disimular, lo que dije fue:
—No, señor MacKingsley. Estaré aquí, en casa.