La agencia inmobiliaria Grove estaba situada en East Main Street, en la atractiva localidad de Mendham, Nueva Jersey. Georgette Grove aparcó su coche delante y se apeó. Aquel día de agosto era inusualmente fresco, y las nubes amenazaban lluvia. Su vestido de lino de manga corta era demasiado fino para aquel tiempo, así que la mujer caminó con rapidez hacia la agencia.
Georgette, de sesenta y dos años de edad, era una mujer guapa y delgada con pelo corto y ondulado de color gris oscuro, ojos de color avellana y mentón enérgico. En aquel momento, tenía emociones encontradas. Estaba muy satisfecha por la facilidad con que se había cerrado la venta de la casa que había ayudado a vender. Era una de las más pequeñas del pueblo, y su precio llegaba a duras penas a las siete cifras, pero, incluso teniendo que dividir la comisión con otro vendedor, el cheque que llevaba en las manos era como maná caído del cielo. Sería como un cojín que le permitiría seguir adelante unos meses, hasta que consiguiera cerrar otra venta.
Por el momento aquel año estaba siendo desastroso, y únicamente se salvaba por la venta de la casa de Old Mill Lane a Alex Nolan. Esta venta le había permitido ponerse al día con las facturas de la oficina. Le hubiera gustado mucho estar presente cuando Nolan se la enseñara a su mujer. Espero que le gusten las sorpresas, pensó Georgette por enésima vez. Tenía miedo de que el hombre se hubiera arriesgado demasiado. Ella había tratado de advertirle, de hablarle de la historia de la casa, pero a Nolan no parecía importarle. También le preocupaba que, dado que la casa estaría a nombre de la esposa, si a ella no le gustaba, pudiera demandarla por ocultar información.
Según el código civil de Nueva Jersey, un comprador potencial debe ser informado si la casa tiene algún tipo de estigma, es decir, si hay algún factor que pueda afectarle a nivel psicológico y provocarle miedo o aprensión. Y, puesto que hay personas que no querrían vivir en una casa donde se ha cometido un crimen o alguien se ha suicidado, el agente inmobiliario estaba obligado a informar a sus posibles compradores de dicha historia. El estatuto incluso establecía que había que informar al cliente si se decía que la casa estaba encantada.
Traté de decirle a Alex Nolan que se había producido una tragedia en la casa de Old Mill Lane, pensó Georgette a la defensiva mientras abría la puerta de la agencia y entraba en recepción. Pero el hombre la interrumpió y dijo que, tiempo atrás, su familia solía alquilar una casa con doscientos años de antigüedad en Cape Cod, y que la historia de algunas de las personas que habían vivido allí era para poner los pelos de punta. Pero esto es diferente, pensó Georgette. Tendría que haberle explicado que por aquí la gente conoce este lugar como la casa de la pequeña Lizzie.
¿Se habría puesto nervioso Nolan? En el último momento le había pedido a Georgette que estuviera en la casa cuando llegaran, pero ella ya había quedado para cerrar la otra venta y le había resultado imposible cambiar la hora. Así que tuvo que mandar a Henry Paley a que recibiera al señor Nolan y su esposa y contestara cualquier pregunta que la señora Nolan pudiera tener. Henry se había mostrado algo reacio, y al final ella tuvo que recordarle, con bastante poca delicadeza, que no solo debía cubrirla, sino que debía resaltar los muchos rasgos destacables de la casa y la propiedad.
Por petición expresa de Nolan, se había decorado el camino de acceso con globos, todos ellos con las palabras FELIZ CUMPLEAÑOS, CELIA, y se había colocado papel maché en el porche. También había pedido que dentro estuvieran preparados el champán y el pastel de cumpleaños, las copas, los platos, la cubertería y las servilletas.
Cuando Georgette señaló que en la casa no había ningún mueble y se ofreció a llevar una mesa y unas sillas plegables, Nolan pareció preocupado. Fue a toda prisa a una tienda de muebles cercana, encargó una mesa y unas sillas de jardín carísimas y dio instrucciones al vendedor para que las instalaran en el comedor.
—Las pondremos en el jardín cuando nos instalemos o, si a Celia no le gustan, las donaremos para caridad y así nos desgravará cuando hagamos la declaración de la renta —le había dicho.
Se gasta cinco mil dólares para un conjunto para el jardín y el hombre habla de darlo para caridad, había pensado Georgette, pero sabía que lo decía en serio. El día antes le había llamado para que se ocupara de que hubiera una docena de rosas en cada habitación de la planta baja, y en el dormitorio principal.
—Las rosas son las flores favoritas de Celia —le explicó—. Cuando nos casamos, le prometí que nunca le faltarían.
Es rico. Guapo. Encantador. Y se nota que quiere a su mujer con locura, pensó Georgette al entrar, y automáticamente echó un vistazo a la recepción para ver si había algún cliente. A juzgar por los matrimonios que he visto, es una mujer condenadamente afortunada.
Pero ¿cómo reaccionará cuando empiece a escuchar historias sobre la casa?
Georgette trató de apartar aquel pensamiento de su cabeza. Ella era una vendedora nata, y había pasado rápidamente de trabajar como secretaria y agente inmobiliaria a tiempo parcial a crear su propia empresa. La recepción de su negocio era algo de lo que estaba particularmente orgullosa. Robin Carpenter, su secretaria recepcionista, estaba situada ante una mesa de caoba a la derecha de la entrada. A la izquierda había un sofá y sillas con una llamativa tapicería en torno a una mesita auxiliar.
Allí, mientras los clientes tomaban un café, un refresco o un vasito de vino, Georgette o Henry les pasaban unas cintas de vídeo para que vieran las propiedades disponibles. En ellas se mostraban meticulosamente detalles del interior, el exterior y la zona circundante.
—Grabar estos vídeos adecuadamente requiere su tiempo —explicaba Georgette con orgullo a sus clientes— pero les ahorran a ustedes mucho tiempo y, saber qué les gusta y qué no, nos permite hacernos una idea bastante aproximada de lo que buscan.
«Haz que la deseen antes de que pongan el pie allí», ese era el lema de Georgette. Le había funcionado muy bien durante casi veinte años, pero en los últimos cinco, las cosas cada vez estaban más difíciles, y cada vez había más y más agencias poderosas que abrían en la zona, con agentes jóvenes y dinámicos que suspiraban por hacerse con cada casa.
Robin era la única persona que había en recepción.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó a Georgette.
—Bastante bien, gracias a Dios. ¿Ha vuelto ya Henry?
—No, creo que aún está tomando champán con los Nolan. Aún no me lo puedo creer. Un hombre maravilloso que compra una casa maravillosa para el trigésimo cuarto cumpleaños de su mujer. Es justo la edad que tengo yo. ¡Qué suerte! ¿Por casualidad no sabrás si Alex Nolan tiene un hermano? —Robin dio un suspiro—. No, supongo que es imposible que haya dos hombres así —añadió.
—Esperemos que, cuando se recupere de la sorpresa y oiga la historia de la casa, Celia Nolan siga considerándose afortunada —espetó Georgette algo nerviosa—. Porque si no, es probable que nos encontremos con un bonito problema.
Robin sabía muy bien a qué se refería. Robin era una mujer menuda, delgada y muy guapa, con la carita en forma de corazón y debilidad por los volantes. Por su aspecto, parecía la típica rubia tonta. Que es justamente lo que había pensado Georgette cuando la chica solicitó el empleo un año atrás. Sin embargo, tras cinco minutos de conversación, no solo cambió de opinión, sino que la contrató en aquel mismo momento, con un sueldo más alto del que tenía pensado inicialmente. Ahora Robin estaba a punto de conseguir su licencia de agente inmobiliario, y a Georgette le encantaba la perspectiva de tenerla trabajando con ella como agente. La verdad, Henry ya no rendía como antes.
—Pero trataste de advertir al marido sobre la casa. Yo puedo corroborarlo, Georgette.
—Algo es algo —dijo Georgette, y se dirigió hacia su despacho, en la parte posterior del edificio. Pero entonces se volvió bruscamente y miró a la otra mujer—. Solo traté de advertirle sobre los antecedentes de la casa una vez, Robin —dijo poniendo mucho énfasis—. Y estaba sola con él en el coche. Fue cuando íbamos a ver la casa de Murray en Moselle Road. Es imposible que me oyeras.
—Estoy segura de haberte oído mencionarlo una de las veces que Nolan estuvo aquí —insistió Robin.
—Se lo mencioné una vez en el coche. Nunca he dicho nada estando aquí. Robin, mintiendo a los clientes no me haces ningún favor, ni a ti tampoco —le espetó—. Tenlo presente, por favor.
La puerta de la calle se abrió. Las dos se dieron la vuelta y vieron que era Henry Paley.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Georgette, visiblemente nerviosa.
—Yo diría que la señora Nolan fingió maravillosamente que le encantaba el regalo de cumpleaños de su marido —contestó Paley—. Creo que le convenció. Pero a mí no.
—¿Por qué? —preguntó Robin antes de que Georgette tuviera tiempo de preguntarlo.
La expresión de Henry Paley era la de quien acababa de llevar a cabo una misión que sabe que está condenada al fracaso.
—Ojalá lo supiera —dijo—. Quizá se ha sentido abrumada y nada más. —Miró a Georgette, temiendo que pensara que le había fallado—. Georgette —dijo con tono de disculpa—. Te lo juro, cuando le estaba enseñando a la señora Nolan el dormitorio principal, no podía quitarme de la cabeza la imagen de aquella niña disparando a su madre y su padrastro en la salita hace años. Es raro, ¿verdad?
—Henry, esta agencia ha vendido esta casa tres veces en los últimos veinticuatro años, y tú participaste al menos en dos de esas ventas. Nunca te había oído decir nada parecido —comentó Georgette protestando enérgicamente.
—Nunca había tenido esa sensación. A lo mejor es por todas esas estúpidas flores que el marido encargó. La casa de la pequeña Lizzie olía como una funeraria. Sobre todo el dormitorio principal. Y me ha dado la impresión de que Celia Nolan sentía algo parecido.
Henry se dio cuenta de que, sin querer, había utilizado las palabras prohibidas para referirse a la casa de Old Mill Lane.
—Lo siento, Georgette —musitó pasando de largo junto a ella.
—Ya lo puedes decir, ya —dijo Georgette amargamente—. Ya me imagino las vibraciones tan positivas que le estabas transmitiendo a la señora Nolan.
—Después de todo, a lo mejor te conviene que corrobore lo que le dijiste a Alex Nolan sobre la casa —sugirió Robin con un toque de sarcasmo en la voz.