Jarrett Alberti, cerrajero, fue la segunda persona que encontró el cuerpo de Georgette Grove. Había quedado con Georgette en la granja de Holland Grove a las once y media. Cuando llegó, aparcó detrás del coche de Georgette, vio que la puerta de la casa estaba abierta y, al igual que Celia Nolan, entró y se puso a buscarla. Sin saber que estaba siguiendo exactamente los mismos pasos que Celia, fue de una habitación a otra, llamando el nombre de Georgette.
En la cocina, vio que la luz del sótano estaba encendida, así que bajó. Notó el olor a aguarrás y lo siguió hasta que giró la esquina como había hecho Celia y se encontró con el cadáver.
Jarrett era un hombre robusto de veintiocho años, un ex marine familiarizado con la muerte, porque había estado destacado en dos ocasiones en Irak antes de que lo relevaran por una herida que le había destrozado el tobillo. Pero aquella muerte era diferente… Georgette Grove era una amiga de toda la vida de su familia.
Durante un minuto se quedó paralizado, tratando de asimilar lo que veía. Luego, respondiendo con disciplina, se dio la vuelta, salió y llamó al 911, y esperó en el porche hasta que llegó la policía.
Una hora después, Jarrett observaba con cierto distanciamiento el ajetreo de la policía. Estaban acordonando la zona para mantener alejados a los vecinos y la prensa. El forense estaba con el cuerpo, y el equipo de la policía científica estaba examinando la casa y los alrededores buscando pruebas. Jarrett les aseguró que no había tocado el cuerpo ni nada de lo que había alrededor.
El fiscal Jeff MacKingsley y Lola Spaulding, una detective del departamento de policía, le estaban interrogando en el porche.
—Soy cerrajero —les explicó él—. Anoche Georgette me llamó.
—¿A qué hora le llamó? —preguntó McKingsley.
—Hacia las nueve.
—¿Y no es un poco tarde para una llamada de trabajo?
—Georgette era la mejor amiga de mi madre. Yo siempre he dicho que era mi tía adoptiva. Y si alguna vez había que arreglar o cambiar alguna cerradura en las casas que quería vender, me llamaba. —Jarrett pensó en cómo Georgette estuvo a su lado cuando su madre estaba en su lecho de muerte.
—¿Qué quería que hiciera esta vez?
—Dijo que faltaba la llave de un armario despensa en esta casa. Quería que viniera hacia las nueve para cambiar la cerradura. Yo le dije que no podía venir hasta las diez y ella dijo que entonces mejor lo dejáramos para las once y media.
—¿Y eso por qué?
—No quería que su clienta me encontrara trabajando en la cerradura, y me dijo que para las once y media seguramente ya se habría ido.
—Georgette dijo específicamente que se trataba de una mujer.
—Sí —confirmó Jarrett. Vaciló un momento, luego añadió—: Le dije que, por mi agenda, me iría mucho mejor ir a las diez, pero ella se negó en redondo. No quería que la clienta estuviera por allí cuando abriera el armario. A mí me pareció curioso, así que en broma le pregunté si pensaba que dentro había oro. Le dije: «Puedes confiar en mí, Georgette, no te lo robaré».
—¿Y…?
La fuerte impresión que sentía desde que había encontrado el cadáver empezaba a desvanecerse. En su lugar ahora había un fuerte sentimiento de pérdida. Georgette Grove había sido una parte de sus veintiocho años de vida, y ahora alguien la había matado de un tiro.
—Y ella dijo que sabía que podía confiar en mí, que era más de lo que podía decir de otros…
—¿Y no dio ninguna explicación más?
—No.
—¿Sabe dónde estaba cuando le llamó?
—Sí, me dijo que aún estaba en la oficina.
—Jarrett, cuando se lleven el cadáver, ¿podría abrirnos la puerta de ese armario?
—Para eso vine aquí, ¿no? —replicó él—. Si no les importa, esperaré en mi furgoneta hasta que me llamen. —No le avergonzó que vieran que estaba afectado.
Cuarenta minutos después vio cómo se llevaban la bolsa con el cuerpo y la colocaban en la ambulancia del forense. La detective Spaulding fue hasta la furgoneta de Jarrett.
—Le esperamos en el sótano —le dijo.
Quitar la cerradura del armario fue sencillo. Luego, sin que nadie se lo pidiera, Jarrett empujó la puerta y abrió. No sabía qué esperaba encontrar allí, pero estaba convencido de que, fuera lo que fuese, había sido el causante de la muerte de su amiga.
La luz se encendió automáticamente, y Jarrett se encontró mirando a un montón de estantes llenos de latas de pintura perfectamente colocadas, la mayoría selladas y con el nombre de la habitación a la que estaban destinadas.
—Aquí solo hay latas de pintura —exclamó—. No puede ser que hayan disparado a Georgette por unas simples latas de pintura, ¿verdad?
Jeff MacKingsley no contestó. Estaba mirando las latas que había en la estantería más baja. Eran las únicas que no estaban selladas. Tres de ellas estaban vacías. La cuarta estaba medio llena, y le faltaba la tapa. Seguramente la mancha que Georgette Grove había tratado de eliminar de la moqueta procedía de ahí, pensó Jeff. Todas las latas abiertas tenían la etiqueta de «comedor». Todas eran de pintura roja. No hace falta ser ningún genio para saber que aquí es donde los vándalos consiguieron la pintura que emplearon en la casa de los Nolan, pensó. ¿Era esa la causa de que hubieran matado a Georgette Grove? ¿Valía la pena matarla para hacerla callar?
—¿Puedo irme ya? —preguntó Jarrett.
—Por supuesto. Necesitaremos que haga una declaración oficial, pero eso podemos hacerlo más tarde. Gracias por su ayuda, Jarrett.
Jarrett asintió y se alejó por el pasillo, procurando evitar el contorno de tiza que señalaba la posición del cadáver. Cuando él se iba, Clyde Earley bajó por las escaleras, con expresión sombría. Cruzó la sala recreativa y fue hasta donde estaba MacKingsley.
—Vengo del hospital —dijo Earley—. Hemos tenido que llevar a Celia Nolan allí. A las diez y diez ha llamado al 911, pero no dijo nada, se limitó a respirar agitadamente al auricular. Los de emergencias nos han avisado y por eso hemos ido a su casa. La mujer estaba en estado de shock. No respondía a nuestras preguntas. Y la llevamos al hospital. En la sala de urgencias empezó a salir del shock. Y nos dijo que había estado aquí esta mañana. Que encontró el cadáver y volvió a su casa.
—¡Encontró el cadáver y se fue a casa! —exclamó Jeff.
—Dice que recuerda haber visto el cuerpo, que salió corriendo de la casa, se subió al coche. Recuerda que trató de llamarnos. Y no recuerda nada más hasta que empezó a salir del shock en el hospital.
—¿Cómo está? —preguntó Jeff.
—Sedada, pero bien. Ya han localizado a su marido. Va de camino al hospital, e insiste en que piensa llevársela a casa con él. En el colegio parece que hubo toda una escenita cuando su hijo vio que no le iba a buscar. El niño se puso histérico. El otro día la vio desmayarse y ahora tiene miedo de que se muera. Uno de los profesores le llevó al hospital. Está con ella.
—Tenemos que hablar con ella. Debe de ser la clienta que Georgette Grove esperaba —dijo Jeff.
—Bueno, no creo que le queden ganas de comprar este sitio —comentó Earley—. Parece que tiene muy por la mano eso de vivir en la escena del crimen.
—¿Dijo a qué hora llegó aquí?
—A las diez menos cuarto. Un poco pronto.
Entonces hemos perdido más de una hora entre el momento en que ella encontró el cuerpo y Jarrett Alberti nos llamó, pensó Jeff.
—Jeff, en el bolso de la víctima hemos encontrado una cosa interesante. —La detective Spaulding llevaba puestos unos guantes y sostenía un recorte de periódico. Lo acercó para que lo viera. Era la fotografía de Celia Nolan desmayándose que había salido en el periódico el día anterior—. Parece como si la hubieran puesto en el bolso de Georgette después de matarla —dijo Spaulding—. Ya hemos comprobado las huellas, y no había ninguna.