Cuando Georgette llamó para proponer que viera otras casas, acepté enseguida. En cuanto salgamos de aquí y estemos viviendo en otro sitio, seremos los nuevos habitantes del pueblo. Habremos recuperado nuestro anonimato. Aquel pensamiento me ayudó a seguir adelante el resto de la tarde.
Alex había pedido a los de las mudanzas que pusieran su despacho, el ordenador y las cajas con los libros en la biblioteca, una gran habitación que daba a la parte de atrás de la casa. El día de mi cumpleaños, cuando él y el agente de la inmobiliaria me estuvieron enseñando la casa, Alex había anunciado con entusiasmo que la biblioteca sería su oficina de casa, y señaló que también instalaría allí su piano de cola. Yo estaba nerviosa, porque quería preguntarle si había hablado con el guardamuebles para que no trajeran el piano la semana que viene, como habíamos quedado.
Después de comer, en medio de una atmósfera tensa, Alex se escapó a la biblioteca y se puso a desempaquetar los libros, al menos los que quería tener más a mano. Cuando Jack despertó, me lo llevé arriba. Por suerte es un niño que sabe entretenerse solo. Larry, encantado con su papel de padre, siempre lo colmó de regalos, aunque desde el principio se vio claro que los que más le gustaban eran los de bloques. A Jack le encantaba construir cosas, casas, puentes, y algún que otro rascacielos. Recuerdo un comentario de Larry: «Bueno, tu padre era arquitecto, Celia. Quizá lo lleva en la sangre».
La sangre de un arquitecto, pensé mientras veía a mi hijo con las piernas cruzadas en el suelo, en un rincón de lo que había sido mi cuarto de juegos. Mientras él jugaba, yo estuve repasando los archivos que hubiera querido comprobar antes de la mudanza.
Para las cinco Jack ya se había cansado de los bloques, así que bajamos. Miré en la biblioteca. Alex tenía un montón de papeles encima de su mesa. Con frecuencia se trae a casa el archivo de los casos con los que está trabajando. Pero también vi un montón de periódicos en el suelo, a su lado. Levantó la vista y sonrió cuando nos vio entrar.
—Eh, empezaba a sentirme muy solo aquí abajo. Oye, Jack, al final no estuvimos mucho rato con tu poni, ¿verdad? ¿Qué te parece si probamos otra vez?
Evidentemente, no hubo que insistir mucho. El niño salió corriendo por la puerta de atrás. Alex se levantó, se acercó a mí y me cogió el rostro entre las manos. Es un gesto de ternura que siempre me hace sentir protegida.
—Ceil, he releído esos periódicos. Creo que empiezo a entender cómo te sientes por vivir aquí. Quizá la casa está maldita. Por lo menos eso es lo que parece pensar mucha gente. Personalmente, no creo en esas cosas, pero mi principal y único objetivo es que seas feliz. ¿Me crees?
—Sí, te creo —dije a pesar del nudo que sentía en mi garganta, convencida de que Alex no necesitaba más sesiones lacrimógenas.
El teléfono de la cocina sonó y corrí a contestar. Alex vino detrás para salir al patio por la puerta de la cocina. Era Georgette Grove, para avisarme de que había encontrado una granja maravillosa que quería que viera. Quedamos en encontrarnos, pero yo corté enseguida porque oí el clic de la llamada en espera. Apreté el botón. Alex, que en ese momento salía por la puerta, debió de oírme cuando di un respingo, porque se volvió enseguida, pero entonces yo negué con la cabeza y colgué.
—Alguien que quería vender alguna cosa —mentí.
Había olvidado pedir a la compañía de teléfonos que nuestro número no apareciera en las guías. Lo que oí fue una voz ronca, forzada, evidentemente, que dijo:
—¿Puedo hablar con la pequeña Lizzie, por favor?
*****
Los tres salimos a cenar esa noche, pero yo no podía quitarme la llamada de la cabeza. ¿Me habrá reconocido alguien?, me preguntaba inquieta. ¿O se trata de una broma de adolescentes? Hice lo que pude por mostrarme alegre con Alex y Jack, pero sabía perfectamente que no podía engañar a Alex. Cuando volvimos a casa, dije que me dolía la cabeza y me acosté.
En algún momento de la noche, Alex me despertó.
—Ceil, estabas llorando en sueños.
Y era cierto. Igual que cuando me desmayé. Sencillamente, no podía dejar de llorar. Alex me abrazó y, al cabo de un rato, me dormí con la cabeza apoyada en su hombro. Por la mañana, salió más tarde de casa para poder desayunar con Jack y conmigo. Luego, cuando Jack volvió arriba para vestirse, me dijo:
—Ceil, tienes que ir al médico, aquí o en Nueva York. Aquel desmayo y esos llantos que te dan quizá son síntoma de algún problema físico. Y, si no es físico, entonces tendrías que ir a ver a un psicólogo o un psiquiatra. Mi prima sufría depresión clínica, y todo empezó con llantos frecuentes.
—No estoy deprimida —protesté—. Es que…
Oí que mi voz se apagaba. Cuando mis padres adoptivos me llevaron a California, un psicólogo estuvo visitándome durante siete años, el doctor Moran. Y si dejé de ir fue porque me marché a Nueva York para matricularme en el Instituto Tecnológico de Diseño. El doctor Moran quería que continuara con el tratamiento en Nueva York, pero yo no quise. No me apetecía tener que andar hurgando en mi pasado de la mano de otro médico. Así que me limité a llamar de vez en cuando al doctor Moran, y sigo haciéndolo.
—Si te vas a quedar más tranquilo, me haré un chequeo —le prometí—, y casi mejor que busquemos a alguien aquí. Pero te aseguro que no me pasa nada.
—Pues asegurémonos, Ceil. Preguntaré en el club a ver si me dan algunos nombres. Bueno, tengo que irme. Buena suerte con lo de las casas.
Hay algo tan natural en el hecho de que el marido tenga que irse corriendo, le dé un beso a su esposa y vaya a toda prisa al coche… Me quedé junto a la ventana, viendo cómo se iba, con aquella chaqueta tan elegante que resaltaba la anchura de sus hombros. Cuando se alejaba, me saludó una última vez con la mano y me sopló un beso.
Luego recogí la cocina, subí arriba, me duché, me vestí e hice las camas, y mientras lo hacía pensé que tendría que empezar a buscar una asistenta y una canguro para Jack. A continuación llevé a Jack a la escuela, compré los periódicos y paré otra vez en la cafetería para tomarme un café. Hojeé los periódicos por encima, y afortunadamente descubrí que no había nada sobre lo que había sucedido en mi casa, excepto una noticia breve en la que se decía que la policía seguía investigando. Cuando terminé el café, me fui para reunirme con Georgette Grove.
Yo sabía perfectamente dónde estaba Holland Road. Mi abuela tenía un primo que había vivido allí y, de pequeña, fui muchas veces. Recuerdo que estaba en una zona muy bonita. Por un lado, la calle da al valle, por el otro, ves las casas salpicadas por la colina. En cuanto vi la casa que Georgette quería enseñarme, pensé: «Oh, Dios, esta podría ser la respuesta». Por el aspecto, supe enseguida que a Alex le gustaría, y el emplazamiento era perfecto.
La verja de hierro forjado estaba abierta, y podía ver el BMW sedán de Georgette Grove delante de la casa. Consulté mi reloj. Aún faltaba un cuarto de hora para las diez. Aparqué detrás del BMW, subí las escaleras del porche y llamé al timbre. Esperé y volví a llamar. Estará en el sótano, o en el desván, y por eso no me oye, pensé. No sabía qué hacer, así que giré el pomo y vi que la puerta no estaba cerrada. Abrí, entré y llamé a Georgette mientras iba de una habitación a otra.
La casa es mayor que la de Old Mill Lane. Además del salón y la biblioteca, hay un comedor más pequeño y un estudio.
Miré en todas partes, y hasta llamé con los nudillos en los tres aseos y luego abrí cuando vi que no contestaba.
Georgette no estaba en la planta baja. La llamé desde el pie de las escaleras, pero en el piso de arriba todo estaba en silencio. El día había empezado radiante, pero se había nublado, y de pronto la casa me pareció muy oscura. Empezaba a inquietarme, pero pensé que no había por qué preocuparse. Georgette tenía que estar en alguna parte.
Recordé que en la cocina había visto que la puerta que bajaba al sótano estaba ligeramente entreabierta, así que decidí buscarla abajo. Volví a la cocina, abrí la puerta y encendí la luz. Por los paneles de roble de la pared, se notaba que aquello no era un sótano cualquiera. Volví a llamar a Georgette y empecé a bajar, sintiéndome más inquieta a cada escalón. Mi instinto me decía que algo iba mal. ¿Habría tenido Georgette un accidente?
Apreté el interruptor que había al pie de la escalera y aquella sala de recreo se llenó de luces. La pared del fondo era toda de cristal, con puertas correderas que daban a un patio. Fui hasta ellas, pensando que Georgette quizá había salido por allí, pero estaban cerradas con llave. Y entonces noté un olor tenue pero intenso a aguarrás.
Crucé la habitación y seguí un pasillo, y pasé ante otro cuarto de baño. Al volver la esquina, tropecé con un pie.
Georgette estaba en el suelo, con los ojos abiertos, con la sangre coagulada sobre la frente. A su lado había una lata de aguarrás y el contenido se estaba derramando sobre la moqueta. Todavía tenía el trapo en la mano. La pistola que la había matado estaba en medio del charco de pintura roja del suelo.
Recuerdo que grité.
Recuerdo que salí corriendo de la casa y subí al coche.
Recuerdo que conduje hasta casa.
Recuerdo que marqué el 911 en algún momento, pero no conseguí decir una palabra cuando la operadora contestó.
Aún estaba sentada, aferrada al teléfono, cuando la policía llegó, y lo siguiente que recuerdo es que me desperté en el hospital y el sargento Earley me preguntó por qué había llamado al 911.