Marcella no ha cambiado nada, pensó Ted Cartwright amargamente mientras se tomaba un whisky escocés en su despacho, en Morristown. Sigue siendo la misma chismosa, y potencialmente es un peligro. Cogió el pisapapeles de cristal de su mesa y lo arrojó al otro lado de la habitación. Vio con satisfacción cómo golpeaba en el centro la silla de cuero que tenía en un rincón del despacho. Nunca fallo, pensó mientras visualizaba las caras de la gente que hubiera querido ver en aquella silla cuando el pisapapeles le acertó.
¿Qué estaba haciendo Jeff MacKingsley hoy en Old Mill Lane? No había dejado de hacerse esa pregunta desde que lo vio pasar con el coche delante de la casa de Marcella. Los fiscales no investigan personalmente los actos de vandalismo, así que tiene que haber otra razón.
El teléfono sonó… el de su línea directa. Cuando ladró bruscamente «Ted Cartwright», del otro lado de la línea le llegó una voz conocida.
—Ted, he visto los periódicos. Quedas muy bien en las fotos. Ya me imagino que fuiste un buen marido desconsolado. Y lo puedo probar. Y, como seguramente habrás adivinado, te llamo porque ando un poco escaso de fondos.