Cuando Alex se fue traté de serenarme y de tranquilizar a Jack. Me daba perfecta cuenta de que los acontecimientos de los pasados días empezaban a abrumarle: el traslado de la que había sido siempre su casa, la presencia de la policía y la prensa, el poni, mi desmayo, su primer día de guardería, y ahora la tensión entre Alex y yo.
Le propuse que, en vez de montar otra vez a Lizzie —¡cómo detestaba ese nombre!—, se acurrucara en el sofá del estudio para que yo le leyera un cuento.
—Lizzie también quiere hacer la siesta —añadí, y quizá fue eso lo que le convenció.
Jack me ayudó a quitarle la silla y luego escogió uno de sus libros favoritos. A los pocos minutos ya estaba dormido. Lo tapé con una manta ligera y me quedé mirando cómo dormía.
Minuto a minuto estuve repasando los errores que había cometido aquel día. Una esposa normal habría llamado a su marido enseguida al encontrar la fotografía del cobertizo. Una madre normal no habría conspirado con su hijo de cuatro años para mantener al padre o el padrastro en la ignorancia. No era de extrañar que Alex se hubiera molestado tanto. Pero ¿qué explicación podía darle que tuviera un poco de sentido?
El teléfono sonó en la cocina, pero Jack ni se inmutó. Dormía con ese sueño profundo tan habitual en un niño de cuatro años cuando está cansado. Corrí a la cocina. Que sea Alex, por favor, rogué.
Pero era Georgette Grove. Con voz vacilante, me dijo que si finalmente decidía no quedarme allí, podía enseñarme otras casas por la misma zona.
—Si ve alguna que le guste, estoy dispuesta a renunciar a mi comisión por la venta —se ofreció—. Y haré todo lo posible por vender su casa también sin comisión.
Era una oferta generosa. Por supuesto, la mujer daba por sentado que podíamos permitirnos comprar una segunda casa sin necesidad de haber recuperado primero el dinero que Alex había puesto en la primera, pero claro, supongo que Georgette se había dado cuenta de que, como viuda de Laurence Foster, yo tenía mis propios recursos. Le dije a Georgette que me encantaría ver otras casas con ella, y me sorprendió el tono de alivio de su voz.
Cuando colgué, me sentí más esperanzada. Cuando Alex volviera, le hablaría de mi conversación con Georgette y le diría que, si encontraba una casa adecuada, yo pondría personalmente el dinero para comprarla. Alex es imperdonablemente generoso pero, después de haberme criado con unos padres adoptivos que tenían que vigilar lo que hacían con el dinero y luego haber tenido un marido que nunca malgastaba, entendía perfectamente que no quisiera comprar otra casa hasta que aquella se vendiera.
Me sentía demasiado inquieta para leer, así que me dediqué a deambular por las habitaciones de la planta baja. El día antes los de la mudanza habían colocado los muebles de la sala antes de que yo bajara, y estaba todo mal. No creo mucho en el feng shui y todo eso, pero, al fin y al cabo, soy diseñadora de interiores. Antes de darme cuenta de lo que hacía, estaba arrastrando el sofá por la habitación y cambiando de sitio las sillas, las mesas y las alfombras de los diferentes espacios para que la habitación, aunque seguía siendo oscura, al menos no pareciera una tienda de muebles. Afortunadamente, habían colocado la cómoda de anticuario que siempre fue la favorita de Larry contra la pared adecuada. No hubiera podido moverla.
Alex se fue sin comer, y yo tampoco me molesté en hacerlo. Tapé los dos platos y los metí en la nevera, pero en aquel momento me di cuenta de que empezaba a dolerme la cabeza. No tenía hambre, pero una taza de té me ayudaría a ahuyentar el dolor de cabeza.
El timbre de la puerta sonó antes de que pudiera dar el primer paso hacia la cocina y me paré en seco. ¿Y si fuera un periodista? Pero entonces recordé que, antes de colgar, Georgette Grove me había dicho que me mandaba un albañil para reparar los desperfectos en la piedra de la fachada. Miré por la ventana y, aliviada, vi la furgoneta aparcada en el camino de acceso.
Abrí, hablé con el hombre, que se presentó como Jimmy Walker. —«El mismo nombre que el alcalde de Nueva York de la década de los veinte. Hasta le escribieron una canción para él»—. Le dije que ya le esperaba y cerré la puerta, pero no sin antes haber visto a escasos centímetros de mi cara el estropicio que habían hecho en la parte exterior de la puerta.
Cuando cerré, por un momento dejé la mano apoyada en el picaporte. Cada fibra de mi ser quería abrir esa puerta y gritarle a Jimmy Walker y al mundo entero que yo era Liza Barton, la niña de diez años de edad que temió por la vida de su madre, de decirles que, durante una décima de segundo, Ted Cartwright me había mirado y había visto la pistola en mi mano, y entonces decidió arrojar a mi madre contra mí, sabiendo que la pistola podía dispararse.
En aquella décima de segundo se decidió si mi madre vivía o moría. Apoyé la cabeza contra la puerta. Aunque la casa estaba agradablemente fresca, notaba el sudor en mi frente. ¿Aquel intervalo era algo que recordaba de verdad o algo que me habría gustado recordar? Me quedé allí, traspuesta. Hasta aquel momento, en mi recuerdo Ted se había limitado a volverse hacia mí y a gritar «Claro», y luego arrojaba a mi madre contra mí en un único movimiento.
Las campanillas de la puerta volvieron a sonar. El albañil tenía alguna pregunta, seguro. Esperé el medio minuto que habría tardado en llegar a la puerta de haber estado en la habitación de al lado y abrí. Ante mí vi a un hombre que rondaría los cuarenta y tenía un aire de autoridad. Se presentó como Jeffrey MacKingsley, fiscal general del condado de Morris. Yo, casi muerta de la preocupación, le invité a pasar.
—La habría llamado para avisarla, pero no tenía pensado venir. Estaba por la zona y he decidido pasar para expresarle personalmente lo mucho que lamento el desafortunado incidente de ayer —dijo siguiéndome a la sala de estar.
—Gracias, señor MacKingsley —musité yo, y vi que sus ojos recorrían la habitación.
Me alegré de haber cambiado los muebles de sitio. Las banquetas estaban una frente a la otra a ambos lados del sofá. El confidente estaba frente a la chimenea. Las diferentes alfombras se han suavizado con los años y sus ricos colores destacaban bajo los rayos del sol de la tarde. La cómoda alta, con su lacado y los intrincados grabados, es un bonito ejemplo de la artesanía del siglo XVIII. Hacían falta más muebles pero, a pesar del hecho de que no habíamos tratado la madera de las ventanas, ni había cuadros ni objetos curiosos, el conjunto sugería que soy una mujer normal con buen gusto que se está instalando en su nueva casa.
Pensar eso me tranquilizó, y al menos fui capaz de sonreír cuando Jeffrey MacKingsley dijo:
—Es una habitación encantadora. Solo espero que olvide lo que pasó ayer y sea muy feliz en esta casa. Le puedo asegurar que mi oficina y el departamento de la policía local aunaremos esfuerzos para encontrar al responsable o responsables. No habrá más incidentes, señora Nolan, no si podemos evitarlo.
—Eso espero. —Y entonces vacilé. Supongamos que Alex entraba en ese momento y mencionaba la fotografía que yo había encontrado en el cobertizo—. En realidad… —Vacilé.
No sabía qué decir. La expresión del fiscal cambió.
—¿Ha habido algún otro incidente, señora Nolan?
Me metí la mano en el bolsillo de los pantalones y saqué la fotografía.
—Esto estaba sujeto a un poste del cobertizo. Mi hijo lo encontró esta mañana cuando salió para ver a su poni. —Casi atragantándome por la mentira, pregunté—. ¿Sabe quiénes son estas personas?
MacKingsley cogió la fotografía de las manos. Me di cuenta de que ponía mucho cuidado en cogerla por los bordes. La examinó. Luego me miró.
—Sí, sé quiénes son —dijo. Me dio la sensación de que trataba de sonar pragmático—. Es una fotografía de la familia que restauró la casa.
—¡La familia Barton! —Cuánto me detesté por hacer que aquello sonara tan auténtico.
—Sí —dijo él, esperando ver mi reacción.
—Creo que ya lo imaginaba. —Sé que mi voz sonaba nerviosa y tensa.
—Señora Nolan, tal vez podamos sacar alguna huella de la fotografía —dijo MacKingsley—. ¿Quién más la ha tocado?
—Nadie. Mi marido ya se había ido cuando la encontramos. Y estaba demasiado alta en el poste para que Jack pudiera cogerla.
—Ya veo. Me gustaría llevármela por si podemos sacar alguna huella. ¿Por casualidad no tendrá alguna bolsita de plástico donde pueda meterla?
—Por supuesto. —Fue un alivio poder moverme.
No quería que aquel hombre siguiera estudiando mi expresión tan de cerca.
Me siguió a la cocina, y yo saqué una bolsa para sándwiches del cajón y se la di.
Él metió la fotografía.
—No quiero robarle más tiempo, señora Nolan —dijo—. Pero tengo que preguntarlo: ¿tenían usted o su marido intención de comunicar a la policía que habían tenido otro intruso en su propiedad?
—Parecía algo tan trivial… —dije con evasivas.
—Estoy de acuerdo en que no se puede comparar con lo de ayer. Sin embargo, el hecho es que alguien ha vuelto a violar su propiedad. Quizá podamos sacar alguna huella de la fotografía, y eso podría ayudarnos a encontrar al responsable de todo esto. Necesitaremos sus huellas, para poder descartarlas. Sé que todo esto le está resultando muy estresante y no quiero molestarla haciéndola venir hasta la oficina. Lo arreglaré de forma que manden a alguien de la comisaría con un equipo para tomar huellas. Puede hacerlo aquí mismo.
En ese momento se me ocurrió una cosa. ¿Utilizarían mis huellas solo para diferenciarlas de otras que pudiera haber en la fotografía o también las comprobarían? Un chico del pueblo había admitido ser el responsable de lo que pasó en Halloween. Imaginemos que la policía decide comprobar los archivos de menores. Es posible que las mías también estuvieran.
—Señora Nolan, si sospecha que puede haber alguien en su propiedad, por favor, avísenos. Voy a pedir a la policía que pase ante la casa con regularidad.
—Creo que es buena idea.
Yo no había oído entrar a Alex, y creo que MacKingsley tampoco, porque los dos nos giramos bruscamente y lo vimos en la puerta de la cocina. Yo los presenté y MacKingsley le repitió lo que me había dicho sobre la posibilidad de encontrar huellas en la fotografía.
Para mi alivio, Alex no le pidió que se la enseñara. Seguramente, a MacKingsley le hubiera parecido muy raro que no se la hubiera enseñado a mi marido. Después de esto el hombre se fue y Alex y yo nos miramos. Me rodeó con sus brazos.
—Por favor, Ceil —dijo—. Siento haberme enfadado. Pero es que tienes que contar conmigo. Soy tu marido, ¿te acuerdas? No me trates como a un desconocido que no tiene por qué saber lo que pasa.
Aceptó mi oferta de sacar el salmón que había dejado en la mesa. Comimos juntos en el patio y le hablé de la propuesta que me había hecho Georgette Grove.
—Muy bien, empieza a mirar —concedió—. Y si al final acabamos teniendo dos casas, pues muy bien. —Y añadió—: quién sabe, quizá acabaremos necesitándolas las dos.
Sé que lo dijo como un chiste, pero ninguno de los dos sonrió. Y me vino un viejo dicho a la cabeza. Detrás de muchas bromas se esconden grandes verdades.
El timbre de la puerta sonó. Fui a abrir. Era el policía, con su equipo para tomar las huellas. Mientras pasaba las puntas de mis dedos por la tinta, pensé en la otra vez que había hecho aquello, la noche que maté a mi madre.