Jeff MacKingsley pasó la mayor parte del día en el club de golf Roxiticus, participando en un torneo en beneficio de la Sociedad Histórica del Condado de Morris. Era un excelente golfista, con un handicap seis, y aquella era la clase de evento del que hubiera disfrutado en un día normal. Sin embargo, a pesar del tiempo perfecto y de lo buenos amigos que eran los cuatro participantes, ese día no podía concentrarse. Las historias que habían publicado los periódicos de la mañana sobre el acto de vandalismo de Old Mill Lane le habían irritado.
Y la fotografía de Celia Nolan en el momento de desmayarse cuando trataba de huir de la prensa le había alterado e irritado especialmente. Si ha sido un acto deliberado, pondremos el pueblo patas arriba hasta que descubramos quién ha sido, pensaba una y otra vez. Esto no es ninguna gamberrada como lo de Halloween. Ha sido algo perverso.
Al final de la mañana, había perdido frente a sus tres compañeros de partido. El resultado fue que tuvo que pagar una ronda de Bloody Marys en la barra antes de que comieran todos juntos.
El club estaba decorado con esbozos y cuadros sacados del museo en que se había convertido el que fuera cuartel general de George Washington. Jeff era un aficionado a la historia, y no dejaba de valorar el hecho de que buena parte de la zona en la que estaba había sido conquistada durante la guerra de la Independencia. Pero durante aquella comida sus ojos miraban todos aquellos objetos históricos sin verlos. Antes del café, llamó a su despacho y Anna le aseguró que era un día tranquilo. Pero no dejó que colgara hasta que le comentó las historias que había leído en los periódicos de la mañana.
—Por las fotografías que han publicado, se ve que esta vez la persona que lo ha hecho se ha empleado a fondo —dijo con cierto tono de alivio en la voz—. De camino a casa pasaré por allí para echar un vistazo yo misma.
Jeff no dijo que él pensaba hacer exactamente lo mismo. Solo esperaba no toparse con su omnipresente secretaria. No, no había peligro: él pasaría por allí hacia las tres, mientras que Anna no podía salir del despacho antes de las cinco.
Cuando finalmente terminaron de comer, y tras disculparse una vez más por haber jugado tan mal, Jeff corrió hacía su coche y, en menos de diez minutos, ya estaba llegando a Old Mill Lane. Mientras conducía, recordaba aquella noche hacía veinticuatro años. Excepcionalmente, él estaba levantado, poniéndose al día con los trabajos de la escuela, y en un impulso encendió la radio, que era su posesión más preciada. Estaba equipada con la frecuencia de onda corta que utilizaban los coches de la policía. Y entonces lo oyó. «Varón necesita ayuda en el número 1 de Old Mill Lane. Le han disparado y su esposa está muerta. Los vecinos dicen haber oído disparos».
Era la una de la mañana, recordó. Mamá y papá dormían. Yo cogí mi bicicleta y fui hasta allí, y me quedé en la carretera con algunos de los vecinos de los Barton. Señor, fue una noche fría y terrible. En cuestión de minutos, la prensa estaba por todas partes. Vi que sacaban a Ted Cartwright en una camilla, y dos sanitarios iban a su lado sujetando las bolsas de suero. Y luego sacaron la bolsa con el cuerpo de Audrey Barton y la metieron en la ambulancia. Hasta recuerdo lo que pensé: la recordaba cuando montó en el espectáculo ecuestre, y que se había llevado el primer premio en salto.
Jeff se había quedado allí hasta que el coche patrulla se llevó a Liza Barton. Ya entonces me pregunté qué tendría en aquellos momentos en la cabeza.
Y seguía preguntándoselo. Por lo que sabía, después de darle las gracias a Clyde Earley por arroparla con una manta, estuvo meses sin decir una palabra.
Cuando pasó ante el 3 de Old Mill Lane, vio un hombre y una mujer en la rampa de acceso. La vecina, pensó, la que tenía tanto que contar a la prensa. Y el que está con ella es Ted Cartwright. ¿Qué estará haciendo por aquí?
Jeff sintió la tentación de pararse a hablar con ellos, pero prefirió no hacerlo. Por las cosas que había dicho a la prensa, era evidente que Marcella Williams era una chismosa. Lo que menos falta me hace es que esa mujer ande por ahí diciendo que tengo un interés personal en este caso, pensó.
Redujo la velocidad hasta que el coche prácticamente no avanzaba. Ahí estaba, la casa de los Barton. La casa de la pequeña Lizzie. Una furgoneta de alguna clase de empresa estaba ante la casa, y en aquellos momentos un hombre vestido con un mono de trabajo estaba llamando al timbre.
A primera vista, aquella mansión de dos plantas del siglo XIX, con su inusual combinación de cimientos de piedra caliza y estructura de madera, no había sufrido grandes daños. Pero cuando Jeff detuvo el coche y se apeó, vio que se había aplicado una base de pintura en muchas de las tablillas salpicadas, y que aún se veían salpicaduras de rojo en la piedra de la base. Además, las zonas donde la hierba era nueva contrastaban demasiado con el resto del césped. Jeff hizo una mueca cuando se dio cuenta del tamaño que debía de tener la frase que habían pintado en el césped.
Vio que la puerta se abría y aparecía una mujer. Bastante alta y delgada. Debía de ser Celia Nolan, la nueva propietaria. Habló con el trabajador un momento y cerró la puerta. El operario volvió a la furgoneta y empezó a sacar una lona para proteger el suelo y herramientas.
Jeff solo quería pasar por delante de la casa, pero, movido por un impulso, se acercó para ver por sí mismo los daños que aún eran visibles antes de que los repararan. Evidentemente, eso significaba que tendría que hablar con los propietarios. No quería molestarlos, pero no hubiera quedado muy bien que el fiscal general del condado de Morris se dedicara a pasear por su propiedad sin darles una explicación.
El operario resultó ser un albañil al que había contratado la agente inmobiliaria para que puliera la piedra caliza. Un hombre huesudo, de casi setenta años, con la piel ajada y una nuez protuberante, y que se presentó como Jimmy Walker.
—Como el alcalde de Nueva York de la década de los veinte —dijo con una risa sentida—. Hasta escribieron una canción para él. —Jimmy Walker era muy hablador—. El pasado Halloween, la señora Harriman, que era la propietaria, también me hizo venir. Uf, estaba histérica. El producto que los críos usaron salió enseguida, pero creo que lo de la muñeca sentada en el porche con la pistola la asustó de verdad. Cuando abrió la puerta por la mañana fue lo primero que vio.
Jeff se dio la vuelta para dirigirse hacia el porche, pero Walker siguió hablando.
—Creo que las mujeres que viven en esta casa se vuelven muy nerviosas. He visto el periódico de esta mañana. A nosotros nos traen el Daily Record. Está bien leer el periódico local. Te enteras de lo que pasa. Traía un artículo muy largo sobre la historia de la casa. ¿Lo ha leído?
Me pregunto si le pagarán por horas, pensó Jeff. Porque si es así, está estafando a los Nolan. Apuesto a que, si no consigue encontrar a quien le escuche, habla solo.
—Tengo los periódicos, sí —dijo Jeff escuetamente cuando llegaba por fin a los escalones del porche.
Había visto la fotografía de la calavera y los huesos en los periódicos, pero aun así, tenerlo delante era algo completamente distinto. Alguien había grabado las bonitas puertas de caoba, alguien lo bastante hábil para grabar la calavera con una perfecta simetría y colocar la L y la B justo en el centro de las cuencas de los ojos.
Pero ¿por qué? Apretó el timbre y oyó el tenue sonido de unas campanillas en el interior.