Mi madre y mi padre fueron enterrados en el cementerio de la iglesia de Saint Joseph. La iglesia fue construida en West Main Street en 1860. En 1962 se añadió una nueva ala para una escuela. Detrás de la escuela hay un cementerio donde están enterrados algunos de los primeros habitantes de Mendham. Entre ellos están mis antepasados.
El apellido de soltera de mi madre era Sutton, apellido que se remonta a finales del siglo XVIII. En aquella época, entre los campos de las granjas, se repartían los molinos de grano, aserraderos y forjas. Originariamente, nuestra casa familiar estaba situada cerca de la hacienda de los Pitney, en Cold Hill Road. La familia Pitney sigue siendo la propietaria de esa casa. A finales del siglo XVIII la casa de los Sutton fue demolida por un nuevo propietario.
Mi madre, hija de unos padres ya mayores que por suerte no vivieron para verla morir prematuramente a los treinta y seis años, se crió en Mountainside Road. Como tantas otras, su casa fue bellamente restaurada y ampliada. Recuerdo vagamente haber estado en la casa de mis abuelos de pequeña. Pero lo que sí recuerdo con claridad es que las amigas de mi abuela le decían a mi madre que a mi abuela nunca le gustó Ted Cartwright.
Cuando yo estudiaba en Saint Joseph, la mayoría de las profesoras eran monjas. Pero esta mañana, cuando he recorrido los pasillos de camino al aula de la guardería con Jack cogido de la mano, he visto que ahora casi todos los profesores eran laicos, que es como se llama a los no religiosos.
Jack ya ha estado en la guardería en Nueva York, y le encanta estar con otros niños. Aun así, cuando la profesora, la señorita Durkin, se ha acercado para recibirlo, se ha aferrado con fuerza a mi mano y con tono de preocupación, me ha preguntado:
—Volverás a por mí, ¿verdad, mamá?
Hace dos años que su padre murió. Seguramente, cualquier recuerdo que pudiera tener de Larry se habrá borrado y ha sido reemplazado por un temor indefinido a perderme. Lo sé porque, desde el día que un cura de Saint Joseph vino a casa acompañado del propietario de los establos de Washington Valley para decirnos que el caballo de mi padre se había desbocado y que él había muerto de forma instantánea en una caída, siempre tuve miedo de que le pasara algo a mi madre.
Y le pasó. Por mi propia mano.
Mi madre se culpaba por el accidente de mi padre. Ella era una amazona nata, y siempre decía que le habría gustado cabalgar junto a mi padre. Al mirar atrás, creo sinceramente que a mi padre en el fondo le asustaban los caballos y, por supuesto, eso es algo que los caballos intuyen. Para mi madre, cabalgar era algo tan básico como respirar. Después de llevarme a la escuela, inevitablemente se iba a los establos del club hípico de Peapack, donde encontraba consuelo para su dolor.
Noté que me tiraban de la mano. Era Jack, que esperaba que lo tranquilizara.
—¿A qué hora terminan las clases, señorita Durkin?
La mujer entendió perfectamente por qué lo preguntaba.
—A las doce —dijo.
Jack sabe leer la hora. Yo me arrodillé para que nos pudiéramos mirar al mismo nivel. Jack tiene un surtido de pecas repartidas sobre la nariz. Su boca forma una sonrisa con facilidad, pero en sus ojos a veces veo un destello de preocupación, incluso miedo. Le puse mi reloj ante la cara.
—¿Qué hora es? —pregunté con fingida seriedad.
—Son las diez, mamá.
—¿A qué hora crees que volveré?
Él sonrió.
—A las doce en punto.
Le besé en la frente.
—De acuerdo.
Me puse en pie rápidamente mientras la señorita Durkin le cogía de la mano.
—Jack, quiero que conozcas a Billy, a ver si puedes ayudarme a que se anime.
Billy estaba llorando. Estaba claro que habría preferido estar en cualquier sitio que no fuera aquella clase de la guardería.
Cuando Jack se volvió hacia él, salí sin hacer ruido de la clase y me alejé por el pasillo. Cuando pasé ante la puerta de secretaría, detrás del mostrador vi a una mujer mayor que me pareció familiar. ¿Me estaría equivocando o realmente aquella mujer estaba cuando yo estudié aquí? Sí, estaba. De eso estaba segura, y también estaba segura de que acabaría recordando su nombre.
En el mes que había pasado desde mi cumpleaños, había evitado bajar a Mendham. Cuando Alex sugería que tomáramos las medidas de las habitaciones para comprar muebles y alfombras y para tratar la madera de las ventanas, yo ponía toda clase de excusas para evitar tener que verme en la posición de encargar nada destinado a mi antigua casa. Le decía que quería vivir en la casa y empaparme de su atmósfera antes de decidir.
Resistí la tentación de ir al cementerio a visitar las tumbas de mis padres. En vez de eso, subí al coche y bajé por Main Street, con la intención de parar en el pequeño centro comercial a tomar un café. Ahora que me había quedado a solas, los acontecimientos de las pasadas veinticuatro horas no dejaban de venirme a la cabeza, una y otra vez.
Aquel acto vandálico. Las palabras escritas en el césped. El sargento Earley. Marcella Williams. Georgette Grove. La fotografía del periódico que encontré por la mañana en el cobertizo.
Al llegar al centro comercial, aparqué, compré los periódicos y entré en la cafetería, donde pedí un café solo. Me obligué a leer hasta la última palabra de lo que habían escrito sobre la casa y me encogí al ver mi fotografía, con las rodillas cediendo.
Si algo había que me reconfortara, fue que todos los periódicos se referían a nosotros como «los nuevos propietarios de la casa». La única información personal que se citaba era que yo era viuda del filántropo Laurence Foster, y que Alex era miembro del club de hípica y estaba a punto de abrir una sucursal de su bufete en Summit.
Alex. ¿Qué le estaba haciendo a mi marido? El día antes, Alex, siempre tan considerado, había contratado a más gente para que ayudara, así que a las seis la casa estaba todo lo ordenada que podía estar en el día del traslado. Por supuesto, no teníamos suficientes muebles, pero la mesa, las sillas y el armario estaban en su sitio en el comedor, y lo mismo podía decirse de la sala, con los sofás, lámparas, mesas y alguna silla. Las habitaciones —nuestro dormitorio y el de Jack— estaban relativamente bien. Las bolsas para trajes estaban guardadas en los armarios, y la ropa ya estaba fuera de las maletas.
Recuerdo lo herido que se sintió Alex y lo desconcertados que parecieron los de las mudanzas cuando no quise que desempaquetaran la vajilla buena, la cubertería y las copas. Hice que lo colocaran todo en una de las habitaciones de invitados junto con otras cajas que llevaban la etiqueta de «Frágil», palabra que en aquellos momentos me parecía más apropiada para describirme a mí que la vajilla.
Veía cómo la decepción aumentaba en los ojos de Alex con cada caja que yo mandaba guardar en la habitación de invitados. Él sabía que, seguramente, aquello significaba que nuestra estancia en la casa sería de semanas, no de meses ni años.
Alex quería vivir en aquella zona, y yo ya lo sabía cuando me casé con él. Di un sorbito a mi café y reflexioné sobre este hecho. Summit solo está a media hora de aquí, y él ya era miembro del club hípico de Peapack cuando nos conocimos. ¿Es posible que, inconscientemente siempre, haya deseado volver aquí, a revivir las escenas que tengo grabadas en mi cabeza? Después de todo, generaciones de antepasados míos han vivido aquí. Desde luego, nunca se me habría pasado ni por la imaginación que Alex pudiera comprar la casa de mi infancia, pero si algo me han demostrado los acontecimientos de ayer y las fotografías de esos periódicos es que estoy cansada de huir.
Me bebí mi café muy despacio. Quiero limpiar mi nombre. Quiero descubrir de alguna forma por qué mi madre acabó teniéndole tanto miedo a Ted Cartwright. Lo que sucedió ayer me ha dado la excusa que necesito para investigar, pensé. Soy la nueva propietaria de la casa, así que a nadie le parecerá raro que vaya al juzgado e investigue, con la excusa de descubrir la verdad sobre la tragedia sin dejarme guiar por los rumores y las historias sensacionalistas. Si intento liberar a la casa del estigma que pesa sobre ella, quizá hasta es posible que encuentre la forma de limpiar mi nombre.
—Disculpe, pero ¿no es usted Celia Nolan? —Me pareció que la mujer que estaba junto a la mesa tendría cuarenta y pocos. Asentí—. Soy Cynthia Granger. Solo quería que supiera que en el pueblo todos nos sentimos muy mal por lo que pasó en su casa. Queremos darle la bienvenida. Mendham es un bonito lugar. ¿Monta usted?
Eludí la pregunta.
—Me lo estoy pensando.
—Estupendo. Le dejaré que se instalen y luego les invitaré. Espero que usted y su marido vengan a cenar con nosotros alguna noche.
Le di las gracias y, cuando la mujer se iba, repetí su apellido para mis adentros. Granger. Granger. Había un par de niños con ese apellido en los cursos superiores cuando estudiaba en Saint Joe's. Me pregunté si alguno de ellos pertenecería a la familia del marido de Cynthia.
Salí de la cafetería y, durante la siguiente hora estuve conduciendo por el pueblo. Subí por Mountainside Road para echar un vistazo a la casa de mis abuelos, por Horseshoe Bend, siguiendo Hilltop Road. Pasé delante de Pleasant Valley Mill, propiedad más conocida como «la granja del cerdo». Desde luego, había una cerda pastando en el cercado. Igual que a los otros niños de la localidad, mis padres también me habían llevado a ver la camada de cerditos en primavera. Y yo llevaría a Jack.
Con algo de prisa compré algo de comida y volví a Saint Joe's mucho antes de las doce para asegurarme de que Jack me veía allí en cuanto saliera de la guardería. Luego nos fuimos a casa. Cuando Jack engulló su sándwich, me suplicó que le dejara montar a Lizzie. Yo no había querido volver a montar después de la muerte de mi padre, pero mis manos sabían de forma espontánea cómo ensillar al poni, cómo apretar las cinchas, cómo comprobar los estribos, cómo enseñarle a Jack a sujetar las riendas correctamente.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso?
Me di la vuelta. Alex me estaba sonriendo. Ni Jack ni yo habíamos oído llegar el coche. Supongo que lo habría dejado frente a la parte delantera de la casa. No me habría sentido más abochornada si me hubiera pillado registrándole los bolsillos.
—Oh —dije tartamudeando—. Ya te lo dije. A mi amiga Gina le encantaba montar cuando éramos pequeñas. Yo solía ir a verla cuando tomaba sus clases. Y a veces la ayudaba a ensillar el poni.
Mentiras. Una mentira detrás de otra.
—No recuerdo que me lo hayas dicho —dijo Alex—. Pero ¿qué más da? —Cogió a Jack y me abrazó—. El cliente con el que tenía que pasar la mayor parte de la tarde ha cancelado la cita. La mujer tiene ochenta y cinco años y quería volver a cambiar su testamento, pero se ha hecho daño en la espalda. Cuando he sabido que no venía, he venido corriendo.
Alex se había desabrochado el último botón de la camisa y se aflojó la corbata. Besé la base de su cuello y su brazo me apretó con más fuerza. Me encanta ese aire tan informal que tiene, la piel morena, los reflejos dorados en su pelo castaño.
—Cuéntame cómo te ha ido tu primer día en el cole —le exigió en broma a Jack.
—¿Puedo dar un paseo con Lizzie antes?
—Claro. Y luego me contarás lo que has hecho hoy.
—Sí, porque nos han dicho que contemos el día más emocionante del verano, y yo he hablado de cuando nos mudamos aquí y vino la policía y todo, y que hoy salí para ver a Lizzie y había una fotografía…
—¿Por qué no se lo cuentas cuando hayas dado tu paseo, Jack? —dije yo interrumpiéndole.
—Buena idea —dijo Alex.
Comprobó la silla, pero no encontró nada que ajustar. Me pareció que me dedicaba una mirada burlona, pero no hizo ningún comentario.
—Jack acaba de comerse un sándwich, pero puedo preparar la comida para nosotros.
—¿Qué te parece si comemos en el patio? —propuso—. Hace un día demasiado bueno para comer dentro.
—Eso me gusta —dije con precipitación, y entré en la casa.
Subí corriendo al piso de arriba. Mi padre había rediseñado la primera planta de forma que en las esquinas quedaran dos grandes habitaciones que pudieran utilizarse para cualquier propósito. Cuando yo era pequeña, una de ellas era su despacho, la otra era mi cuarto de juegos. Yo había indicado a los de las mudanzas que pusieran mi escritorio en el despacho de mi padre. Mi escritorio es una antigüedad que compré cuando tenía mi negocio de interiorismo, y lo elegí sobre todo por una razón. Uno de los grandes cajones para guardar archivos tiene un panel oculto que se asegura mediante una cerradura con combinación que parece un adorno. El panel solo puede abrirse si conoces la combinación.
Saqué los archivos del cajón, marqué el código con el índice y el panel se abrió. El grueso archivo sobre la pequeña Lizzie Borden estaba allí. Lo saqué, lo abrí y cogí la fotografía de periódico que había encontrado sujeta al poste del cobertizo.
Si Jack finalmente se lo contaba a Alex, evidentemente, Alex querría verla. Y entonces Jack quizá se acordaría de que me había prometido no decírselo y seguramente también se le escaparía. «Ay, se me había olvidado, le prometí a mamá que…».
Y yo tendría que cubrirme con más mentiras.
Después de meterme la fotografía en el bolsillo de los pantalones, bajé. Como sé que a Alex le encanta, había comprado salmón ahumado en el supermercado. Y, en aquellos seis meses, había conseguido que a Jack también le gustara. Así que lo puse en una ensalada con alcaparras, cebolla y rodajas de huevo duro que había cocido mientras Jack se comía su sándwich. El juego de mesa y sillas de hierro forjado que Alex había comprado para que pudiéramos celebrar mi cumpleaños estaba ahora en el patio. Coloqué los manteles individuales, los cubiertos, las ensaladas, el té helado y el pan caliente.
Cuando les llamé porque la mesa estaba puesta, Alex dejó al poni atado a un poste del cercado. Lo dejó ensillado, lo que significa que tenía intención de dejar que Jack siguiera montando más tarde.
Cuando llegaron al patio, se había producido un cambio tan grande en el ambiente que el aire se podía cortar. Alex parecía serio, y Jack estaba al borde de las lágrimas. Hubo un momento de silencio y luego, con tono neutro, Alex preguntó:
—¿Hay alguna razón por la que no quisieras hablarme de la fotografía que habéis encontrado en el cobertizo, Ceil?
—No quería preocuparte —dije—. Solo era una fotografía de los Barton que sacaron de algún periódico.
—¿Y no crees que me preocupa descubrir por casualidad que alguien ha entrado en nuestra propiedad durante la noche? ¿No crees que la policía tendría que saberlo?
Solo había una respuesta plausible.
—¿Has visto los periódicos de hoy? —le dije muy tranquila—. ¿Crees que quiero que esto continúe? Por favor, dame un respiro.
—Jack me ha dicho que salió a ver al poni antes de que te levantaras. ¿Y si se hubiera encontrado con alguien en el cobertizo? Empiezo a preguntarme si no habrá un loco suelto por aquí.
Lo mismo que pensaba yo, pero no podía decírselo.
—Jack no hubiera podido salir si hubieras vuelto a conectar la alarma —dije muy cortante.
—Mamá, ¿por qué estás tan enfadada con Alex? —preguntó Jack.
—Por qué, sí, eso digo yo —preguntó Alex echando su silla hacia atrás, y entró en la casa.
No sabía si seguirle y disculparme u ofrecerme a enseñarle la fotografía arrugada que tenía en el bolsillo. La verdad, no sabía qué hacer.