A base de súplicas, halagos y de ofrecer bonitos pluses, Georgette Grove consiguió encontrar a un jardinero dispuesto a arrancar el césped arruinado y replantar uno nuevo en la casa de los Nolan. Aquella misma tarde, también se aseguró la colaboración de un pintor que tapara la pintura roja de las tablillas. Aún no había podido encontrar a un albañil que reparara los daños ocasionados en la pared, ni un experto en carpintería que pudiera eliminar la calavera y los huesos grabados en la puerta.
Los acontecimientos del día habían desembocado en una noche de insomnio casi completa. A las seis de la mañana, cuando Georgette oyó que el servicio de reparto de los periódicos pasaba, se levantó de un salto. Cada noche, antes de acostarse, dejaba preparada la cafetera para que por la mañana no tuviera más que darle al botón. Y eso fue exactamente lo que hizo, sin pararse siquiera a pensar, cuando pasó a toda prisa por la cocina para salir por la puerta lateral y recoger los periódicos de la rampa de acceso.
El temor a que Celia Nolan la demandara exigiendo que se invalidara el contrato de venta de la casa la oprimía como una pesada losa. Es la cuarta vez que vendo la casa en veinticuatro años, se recordó Georgette. Jane Salzman la consiguió a muy buen precio gracias a la publicidad que se hizo del caso, pero nunca fue feliz en ella. Decía que cada vez que encendía la calefacción se oía como una detonación, y eso le hacía pensar en disparos. Ningún fontanero logró arreglarlo, y, después de diez años, decidió que ya había tenido bastante.
Pasaron dos años antes de que volviera a venderse, esta vez a los Green. Vivieron en la casa casi seis años, y luego la pusieron a la venta. «Es una casa muy bonita, pero no puedo evitar la sensación de que volverá a pasar algo terrible, y no quiero estar aquí cuando llegue el momento». Eso fue lo que le dijo Eleanor Green cuando la llamó para decirle que la pusiera en venta.
Los últimos propietarios, los Harriman, tenían una casa en Palm Beach y pasaban allí la mayor parte del tiempo. El año anterior, cuando los niños gastaron aquella broma en Halloween, decidieron repentinamente mudarse de forma permanente a Florida en lugar de esperar otro año. «Se respira un aire tan distinto en la casa que tenemos allí… —le había dicho Louise Harriman cuando le entregó las llaves—. Aquí tengo la sensación de que todo el mundo me ve como la mujer que vive en la casa de la pequeña Lizzie».
En los últimos diez meses, cuando Georgette enseñaba la casa y explicaba la historia, la mayoría de posibles compradores decían que les resultaba inquietante la idea de tener una casa donde se había cometido un asesinato. Y, si ya vivían en la zona y conocían la historia, se negaban directamente a verla. Hizo falta un comprador tan especial como Alex Nolan para desdeñar sus esfuerzos decididamente vagos por explicar los antecedentes de la casa.
Georgette se sentó a desayunar en la barra americana y abrió los periódicos. El Daily Record, el Star-Ledger y el New York Post. El Daily Record dedicaba la primera plana a una fotografía de la casa. En el artículo que la acompañaba, deploraba los actos de vandalismo que impedían que aquella tragedia local pudiera superarse. En la tercera página, el Star-Ledger publicaba una fotografía de Celia Nolan en el momento de desmayarse. Aparecía con la cabeza ladeada, las rodillas doblándose, y su pelo oscuro flotando detrás de ella. Junto a esta fotografía, aparecía otra en la que podían apreciarse los daños causados en la parte delantera de la casa. El New York Post publicaba en su tercera página un primer plano de la calavera y los huesos de la puerta, con las iniciales L y B en las cuencas de los ojos. Tanto el Post como el Star-Ledger volvían a recordar aquel caso sensacionalista. «Desgraciadamente, con los años la "casa de la pequeña Lizzie" ha ido adquiriendo una siniestra reputación», escribía el reportero del Daily Record.
El citado reportero había entrevistado a Ted Cartwright. El hombre había posado para el diario en su casa, en la cercana localidad de Bernardsville, con su bastón en la mano. «Nunca he podido superar la muerte de mi esposa, y me sorprende que haya gente tan retorcida como para recordarnos aquel terrible suceso —había declarado—. No necesito que me lo recuerden, ni física ni emocionalmente. Aún tengo pesadillas en las que veo la expresión de aquella cría cuando empezó a disparar. Era como una encarnación del diablo».
La misma historia que ha estado contando durante casi un cuarto de siglo, pensó Georgette. No quiere que nadie lo olvide. Fue una pena que Liza estuviera demasiado traumatizada para defenderse. Daría lo que fuera por escuchar su versión de los hechos. He visto la forma en que Ted Cartwright lleva su negocio. Si se saliera con la suya, en Mendham y Peapack tendríamos zonas comerciales en vez de pistas para pasear a caballo, y piensa seguir intentándolo hasta el día que se muera. A lo mejor engaña a otros, pero yo he estado en el comité de zona y le he visto en acción. Detrás de esa fachada de caballero y desconsolado esposo es un hombre implacable.
Georgette siguió leyendo. Obviamente, Dru Perry, del Star-Ledger, había investigado a los Nolan. «Alex Nolan, socio de Ackerman y Nolan, un bufete de abogados de Nueva York, es miembro del Club Hípico de Peapack. Su esposa, Celia Foster Nolan, es la viuda de Laurence Foster, anterior presidente de Bradford y Foster, una empresa de inversiones».
Aunque traté de advertir a Alex Nolan sobre el estigma que pesaba sobre la casa, pensó Georgette por enésima vez, sigue estando a nombre de su esposa, y ella no sabía nada. Si descubre que existe una ley, podría exigir que se invalide la venta.
Con lágrimas de impotencia en los ojos, Georgette contempló la fotografía de Celia Nolan en el momento de desmayarse. Seguramente podría defenderme diciendo que se lo advertí al marido y dejar que me llevaran a juicio, pero, desde luego, una fotografía como esta impresionaría mucho a un juez.
Cuando acababa de levantarse para ponerse otro café, el teléfono sonó. Era Robin.
—Georgette, supongo que habrás visto los periódicos.
—Sí, los he visto. Te has levantado temprano.
—Estaba inquieta. Sé que estás muy preocupada por lo de ayer.
Georgette agradeció el tono de preocupación que notó en la voz de Robin.
—Gracias. Sí, he leído todos los artículos.
—Lo que me preocupa es que cualquier otra inmobiliaria podría ponerse en contacto con Celia Nolan y contarle que puede invalidar el contrato, y luego añadir que estarían encantados de ayudarla a encontrar una nueva casa —dijo Robin.
Sus esperanzas de que de alguna forma las cosas acabaran bien se desvanecieron.
—Por supuesto. Tienes razón. Lo más probable es que alguien lo haga —repuso ella lentamente—. Nos veremos en la oficina, Robin.
Georgette dejó el auricular en su sitio.
—No hay escapatoria —dijo en voz alta—. No tengo salida.
Y entonces frunció los labios. Lo que está en juego es mi sustento, pensó. Quizá los Nolan no presenten cargos, pero si pierdo esta venta, alguien va a salir muy mal parado. Cogió de nuevo el auricular, llamó a la comisaría y preguntó por el sargento Earley. Cuando le dijeron que hasta dentro de una hora no llegaría, se dio cuenta de que aún no eran las siete.
—Soy Georgette Grove —le dijo a Brian Shields, el agente de la recepción, a quien conocía desde que era un crío—. Brian, sin duda ya sabe que yo vendí la casa de Old Mill Lane que fue objeto de los actos vandálicos de ayer. Es posible que pierda la venta por culpa de lo que pasó, y quiero que Clyde Earley comprenda que hay que encontrar a los responsables e imponerles un castigo ejemplar. En Halloween, Mike Buckley confesó que él había pintado las letras en el césped y había dejado la muñeca. Me gustaría saber si ya le han interrogado.
—Señora Grove, eso se lo puedo decir yo mismo —se apresuró a decirle Shields—. El sargento Earley fue a la escuela donde estudia Mike Buckley y le hizo salir de clase. Tiene coartada. Su padre confirmó su versión de que no salió de la casa durante toda la noche de anteayer.
—¿Y estaba sobrio? —preguntó Georgette con tono mordaz—. Por lo que he visto, Greg Buckley se emborracha a base de bien con bastante frecuencia. —No esperó una respuesta—. Dígale al sargento Earley que me llame a mi oficina en cuanto llegue.
Colgó el teléfono, se dirigió hacia las escaleras con la taza de café en la mano y entonces se detuvo bruscamente, porque vio un resquicio de esperanza. Alex Nolan es miembro del club de hípica. Mientras estaban mirando casas, el hombre le había dicho que su bufete quería que dirigiera su nueva oficina en Summit, así que ya tiene un par de buenas razones para querer vivir en la zona. Hay algunas casas que podrían interesarles a él y su esposa. Si me ofrezco a enseñarle a Celia Nolan otras casas e incluso renuncio a mi comisión por la venta, quizá decidan seguir conmigo. Después de todo, Alex Nolan ha reconocido públicamente que traté de avisarle.
Era una posibilidad, desesperada, sí, pero al menos era una posibilidad.
Georgette entró en su habitación y empezó a deshacer el nudo de su bata. O quizá ya es hora de que cierre la agencia, pensó. No puedo permitirme seguir perdiendo dinero. La casa de madera que había comprado tan barata en Main Street hacía veinticinco años se vendería en un abrir y cerrar de ojos. A su alrededor todas las demás viviendas se habían convertido en oficinas. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?, se preguntó. No puedo permitirme retirarme, y no quiero trabajar para nadie.
Intentaré hacer que los Nolan se interesen por otra casa, decidió. Mientras se duchaba y se vestía, se le ocurrió otra posibilidad. La casa de Old Mill Lane tuvo unos comienzos muy felices cuando Audrey y Will Barton la compraron. Él vio las muchas posibilidades que tenía aquella mansión ruinosa y la convirtió en una de las residencias más encantadoras de la localidad. Recuerdo que a veces pasaba por delante con el coche para ver cómo avanzaban las obras y veía a Will y Audrey trabajando juntos, plantando flores mientras Liza jugaba en su corralito en el césped.
Nunca creí ni por un momento que Liza quisiera matar a su madre o tratara de matar a Ted Cartwright. No era más que una niña, por el amor de Dios. Si aquella ex novia de Ted no hubiera declarado que, después de cortar con él le dio una paliza, Liza seguramente habría acabado en un centro de menores. Me pregunto dónde estará ahora, y qué recuerda de lo sucedido aquella noche. La verdad, nunca entendí qué había visto Audrey en un hombre como Ted. No era digno de ocupar el lugar de Will Barton. Pero hay mujeres que necesitan estar con un hombre, y creo que Audrey era de esas. Si yo no hubiera animado a Will a tomar clases de equitación…
Media hora después, con el refuerzo de un zumo, una tostada y otra taza de café, Georgette salió de su casa y subió a su coche. Mientras bajaba marcha atrás por la rampa, dedicó una mirada apreciativa a la casa de tablillas amarillas que había sido su hogar en los últimos treinta años. A pesar de sus preocupaciones con el trabajo, nunca dejaba de alegrarle el aire acogedor de aquella antigua cochera, con el peculiar arco que presidía la puerta y que se había añadido de forma inexplicable al edificio original.
Quiero pasar el resto de mi vida aquí, pensó, y tuvo un escalofrío.