Jonte está muerto. Jonte está muerto. Jonte está muerto.
Vanessa lo repite una y otra vez, pero sigue sin comprenderlo. No parece bastarle el entendimiento.
Y puede que Helena y Krister vayan de camino a casa de Wille en estos momentos, puede que ya hayan llegado.
La carretera de Riddarhyttan serpea por entre los bosques de abetos, de una oscuridad tenebrosa. Los faros van iluminando el asfalto desgastado de la carretera que se extiende delante. El reflejo blanco de las estacas que señalizan la nieve contrasta con la negrura.
Jonte está muerto. Jonte está muerto. Jonte está muerto.
Vanessa se vuelve hacia Ida, que conduce con la espalda muy recta y las manos firmes al volante. Parece una alumna de autoescuela ejemplar.
—¿Puedes acelerar un poco? —pregunta Vanessa.
—Umm —dice Ida—. Como nos matemos, vamos a serle superútiles a tu ex.
Vanessa saca el móvil y vuelve a llamar a Wille, pero salta directamente el contestador.
—¿Por qué no se nos ocurrió el sábado? Podríamos haberles avisado entonces, antes de que fuera demasiado tarde.
—Ya casi hemos llegado —dice Ida—. Mira.
Vanessa le sigue la mirada. Un letrero surge de la oscuridad al borde de la carretera.
RIDDARHYTTAN, reza en letras grandes sobre fondo azul.
—Por favor, Ida —dice Vanessa.
Ida no responde. Pero pisa el acelerador.
Giran al llegar al estrecho camino de grava que conduce a casa de Elin.
Una rama baja barre el parabrisas. Un objeto afilado araña los bajos del coche.
—Por Dios —resopla Ida—. Cómo podrá vivir aquí nadie voluntariamente.
Siguen adelante mientras Vanessa intenta descifrar los números de las fachadas, que se agazapan medio olvidadas entre los árboles. Parece como si el bosque fuera a tragarse las casas.
Por fin ve el número 16 resplandeciente en un muro blanco.
—¡Para! —grita, e Ida da tal frenazo que Vanessa casi sale despedida.
—¡Joder, qué susto! —dice Ida.
Vanessa abre la puerta del coche y sale corriendo hacia el camino empedrado que conduce hasta la casa. Un farol irradia su luz desde la pared, junto a la puerta de entrada. Cuando llega pulsa el timbre decidida con el pulgar. Dentro de la casa suena Para Elisa a todo volumen y Vanessa mantiene pulsado el botón.
Ida se queda detrás de ella.
—¿Cómo le vas a explicar esto si es la novia la que abre?
Vanessa no responde. Ni siquiera sabe cómo se lo va a explicar a Wille.
Linnéa y ella están de acuerdo en que no habría que contarle lo que le ha pasado a Jonte. Es imposible predecir cómo reaccionará Wille y lo importante es sacarlo de allí cuanto antes.
Oye pasos acercarse a la puerta y retira la mano. El último ring del timbre resuena por la casa. La cerradura hace clic y se baja el pomo de la puerta.
Que sea él, piensa. Que sea él.
Y es él. Wille la mira desconcertado.
—¡Nessa! ¿Qué coño haces aquí?
Mira a Ida.
—Espera aquí —le dice Vanessa a Ida, aparta a Wille y entra en el recibidor.
No puede contenerse. Se le echa al cuello. Él la rodea con los brazos y la atrae hacia sí. Tiene el cuerpo cálido. Vivo. Tenía tanto miedo de que fuese demasiado tarde… De no poder volver a sentirlo cerca.
—No puedes presentarte aquí sin avisar —le susurra suavemente—. Elin está en casa de su madre, pero podría haber estado en casa.
Vanessa se retira.
—Tengo que contarte una cosa que te va a parecer una locura. Pero debes creerme.
Wille la mira preocupado.
—¿Qué pasa?
—Tienes que venir conmigo. Te lo explico por el camino.
—¿De qué estás hablando?
—Por favor. Tú ven conmigo.
—¿Pero qué te pasa?
—Unas personas vienen por ti. Están vengando la muerte de Elias Malmgren. Tienes que salir conmigo de aquí ahora mismo.
—Pero si yo no tengo nada que ver con Elias —dice Wille de pronto a la defensiva.
—¡Tú le pasabas droga!
—¿Desde cuándo te preocupa a quién le vendo?
—No se trata de mí —dice, y tiene que reprimirse para no zarandearlo de pura frustración—. Los que vienen a por ti piensan que Elias se suicidó por tu culpa.
—¿Esto es algún tipo de broma? En serio, ¿qué coño quieres?
—¡Quiero salvarte la vida, gilipollas! Tienes que irte de aquí. ¡Ya! ¡Vete con tu tío de Estocolmo, haz ese puto viaje a Tailandia, vete adonde sea!
—Ya, así que ese es el plan, ¿no? —dice Wille—. Conseguir que deje a Elin, ¿verdad?
Wille no lo entiende. Tiene que decírselo.
—¡Jonte está muerto!
Wille se queda perplejo.
—Linnéa acaba de salir de su casa. Iba a avisarle. Pero ha llegado demasiado tarde.
—Te estás pasando —dice Wille en voz baja.
—Llama a Lucky —dice Vanessa—. Si no me crees, llama a Lucky.
—Vete de aquí.
Vanessa saca el móvil, llama a Lucky y le da a Wille el teléfono cuando oye la señal.
—No me voy hasta que no hables con él.
Wille se lleva el teléfono a la oreja a regañadientes.
Por favor, contesta, piensa Vanessa. Por favor, por favor…
Lucky contesta. Vanessa oye la histeria en su voz desde donde está. Y ve que la expresión de Wille pasa del enfado al miedo.
De repente, Ida se precipita al recibidor. Wille baja la mano.
—Están aquí —susurra Ida, al tiempo que todas las bombillas parpadean y se apagan.
Se oye el clic de aparatos al apagarse del todo y la casa se sume en la oscuridad más absoluta.
Vanessa siente la magia. Está en algún lugar del jardín. Y se va acercando.
La verdad es que está cansada de huir. Le gustaría enfrentarse a Helena y a Krister. Pero no delante de Wille.
—Arranca el coche —susurra Vanessa, e Ida sale por la puerta.
En la oscuridad que reina en la casa se oye algo que rasca. Un bisbiseo metálico, como el de una puerta al abrirse.
Vanessa tira de la mano de Wille. Hasta ahora nunca ha conseguido hacer invisible a nadie, pero la magia fluye sin obstáculos entre ellos dos. Se hacen invisibles e inaudibles. Espera que Wille no se dé cuenta.
—Ven —le dice, y le aprieta con fuerza la mano mientras salen a tientas a la noche.
No puede soltarlo. No puede hacerlo visible.
Vanessa y Wille corren a ciegas entre las sombras hasta el coche, y casi tropiezan el uno con el otro.
Se meten en la parte de atrás y Vanessa anula la protección de invisibilidad.
—¡Arranca! —grita.
Ida pisa el acelerador hasta el fondo. El coche sale derrapando por la grava del camino. Vanessa mira la casa por última vez a través de la luna trasera.
Las bombillas relampaguean cuando vuelve la electricidad. Y en el césped, bajo las luces del alumbrado de la calle, ve dos figuras.
Helena y Krister.
Los pájaros carpinteros están de vuelta, le picotean el cerebro a Minoo mientras se dirige a casa de Gustaf. Un viento gélido procedente del canal sopla barriendo la pradera, le alborota el pelo.
Acaba de recibir un mensaje de Vanessa. Ahora hay cuatro muertos. Han estado a punto de ser cinco.
¿Habríamos podido salvar a más? ¿Deberíamos haber caído en la cuenta antes de cuál era la conexión?
Dentro de siete días ejecutarán a Adriana. Otra muerte que tendrán que impedir, otra solución que no han logrado encontrar. Minoo trató de volver a contactar con los protectores en el parque, pero no lo consiguió.
Se le está cayendo el mundo encima, le pesa tanto que apenas puede respirar.
Se detiene junto a la casa de Gustaf. Hace mucho que no va por allí y de pronto se da cuenta de cuánto lo ha echado de menos.
Le gustaría que la reconciliación hubiera sido con ella de verdad. Ahora es como si se hubiera perdido un capítulo importante de la serie televisiva de su vida.
Llama al timbre y Gustaf abre casi de inmediato.
—Hola.
—Hola.
Entra, se quita la chaqueta y se descalza.
Gustaf le da un abrazo, la retiene más tiempo de lo habitual. ¿O se lo habrá imaginado?
—¿Es Minoo? —grita Lage Åhlander desde el salón.
—Deberías saludar a mi padre —dice Gustaf en voz baja—. Estaba emocionadísimo con tu visita.
Minoo sonríe y va al salón, saluda a Lage e intercambia unas palabras con él. Luego sigue a Gustaf hasta su dormitorio.
—Me alegro de que me hayas llamado —dice sentándose en la cama—. Estaba empezando a preocuparme.
—¿Por qué? —pregunta Minoo cerrando la puerta.
—Se ha hablado mucho de ti y de tus amigas en EP. Sobre todo de Linnéa y de Ida, claro. Pero también de ti. Todo el mundo odia a tu padre por lo que escribe. Y eso significa que también te odian a ti. Y a Vanessa y a Anna-Karin, porque siempre están con vosotras.
Minoo deja la mochila en el suelo al lado de la cama y se sienta con Gustaf. La foto en la que salen él y Rebecka sigue colgada en la pared, junto al cabecero. Rebecka, la que intentó que las Elegidas comprendieran que tenían que trabajar en equipo, aprender a conocerse, convertirse en un círculo.
Piensa en que Rebecka estaría orgullosa de ellas ahora.
—No deberíais ir al instituto mañana. Estoy seguro de que Erik y Robin traman algo —dice Gustaf.
—No podemos quedarnos escondidas en casa —dice Minoo—. Y además, ¿qué van a hacernos en el instituto?
—Pensarás que exagero.
—Pues no. La verdad es que no lo pienso.
—Por lo menos, prométeme que lo tendrás presente.
Minoo hace un gesto de asentimiento.
—¿De qué querías hablar? —pregunta Gustaf.
Minoo abre el bolsillo exterior de la mochila y saca el collar. Puede notar los restos de la potente magia que se ha canalizado a través del colgante. Siente un cosquilleo entre los dedos.
—¿Has visto algo parecido a esto antes? —le pregunta.
Gustaf mira el collar, se levanta y va hasta su escritorio.
Se da la vuelta y le enseña a Minoo una caja negra.
—Ábrela.
Minoo abre la tapa con cuidado. En una almohadilla recubierta de terciopelo negro hay un collar idéntico al que llevaba Diana.
—Me lo dieron ayer —dice Gustaf—. Después de que me volvieran a aceptar como miembro de EP. Rickard está considerando la posibilidad de permitir que forme parte del núcleo.
Minoo toca el signo de metal. No percibe en él ningún tipo de magia, pero seguramente tengan que activar el amuleto.
Vuelve a cerrar la caja.
—Es la entrada para la fiesta de primavera de mañana en el instituto.
—¿Y todos los miembros de EP tienen uno igual?
—Solo los que van al instituto. Y los profesores. EP repartió los collares la semana pasada, pero Rickard lo tiene desde el verano.
Minoo se queda petrificada.
—¿Rickard?
—Sí. Se lo he visto en los entrenamientos de fútbol.
Rickard, que fue el que empezó a hablar de EP en el instituto. Rickard, que no destacaba en nada el año anterior y de repente se convirtió en un líder. Lo deben de estar manipulando, igual que a Diana.
—¿Y Rickard es el único al que habías visto antes con un collar así? —dice Minoo.
—La verdad es que yo no se lo he visto a nadie más —dice Gustaf.
—Y ahora se lo han dado a todo el mundo, ¿no? A todos los que van a ir a la fiesta de mañana, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué te interesan tanto estos collares?
Si pudiera contárselo…
—¿Pero qué es lo que van a hacer en esa fiesta?
—Pues es solo una fiesta —dice Gustaf—. Comida y baile, supongo. También van a elegir al joven positivo del año. Y a celebrar el equinoccio de primavera, porque nos esperan días más luminosos.
Todo eso parece tan inocente, y ella no puede contarle el peligro que entraña en realidad. Ni siquiera ella lo sabe.
—Por favor, no vayas.
—Tengo que ir. Si no, jamás entraré en el núcleo de la organización. Ahí es donde está toda la información importante.
—Son más peligrosos de lo que crees —dice Minoo.
Guarda silencio. ¿Por qué nunca puede decirle a Gustaf lo que de verdad le importa saber?
—Por eso no puedo quedarme mirando —dice Gustaf—. Tú misma has dicho que uno no puede esconderse sin más.
Minoo comprende que no va a conseguir que cambie de idea.
—Sé que suena raro, pero por lo menos prométeme que no te vas a poner ese collar.
La mira dubitativo.
—Vale. Si es importante para ti…
Se quedan callados. Minoo cae en que están sentados muy juntos el uno del otro en la cama. Siente el calor de su cuerpo. Tienen las manos muy cerca sobre la colcha, tan cerca que casi se rozan.
Y de pronto, sin avisar, le da la mano.
Una sensación muy familiar le recorre a Minoo todo el cuerpo. Las muñecas le cosquillean y los brazos se le quedan sin fuerzas. Nota el calor en las mejillas y ni se atreve a mirar a Gustaf. Debe de tener la mano flácida, como una medusa muerta y pegajosa. Pero él la retiene. Un buen rato. Ella quiere que acabe; y quiere que no acabe nunca.
Aparta la mano. Trata de comprender lo que siente. Pero las palabras se le antojan muy peligrosas. Demasiado peligrosas. No se atreve ni siquiera a pensarlas.
—Tengo que irme a casa —dice poniéndose de pie.
—Perdona si he… —empieza a decir Gustaf.
—No —lo interrumpe, y la sangre le zumba en los oídos—. Quiero decir, que no es eso… Es que… Me tengo que ir.