Vanessa se despierta con el pánico fluyéndole por las venas. Ya es sábado. Dentro de un rato tendrá lugar el juicio. Y ella será el reo.
Son las cinco de la mañana pero le es imposible volver a conciliar el sueño.
¿Qué ocurrirá si el intercambio de cuerpos no les sirve de ayuda? ¿Si condenan a Anna-Karin? ¿Cuál será el castigo? ¿La ejecutarán como a Simon? ¿O «solo» la torturarán?
Vanessa da vueltas en la cama mientras los pensamientos le bailan más y más y más en la cabeza.
¿Qué pasará con ella si el cuerpo de Anna-Karin muere? ¿Morirá Vanessa entonces? ¿O regresará a su propio cuerpo? ¿Qué pasará con el de Linnéa, que se encuentra en él ahora mismo? ¿Y qué pasará con el alma de Anna-Karin?
Y entonces empieza a pensar en su madre. En Melvin.
¿Y si no vuelve a verlos nunca?
Si sigue tumbada un segundo más, no conseguirá salir de la cama. Solo puede hacer una cosa. Prepararse.
Vanessa camina de puntillas por el suelo frío de la habitación de Anna-Karin, abre la puerta y entra en la cocina. Siente la bofetada del olor a tabaco. La madre de Anna-Karin ya está despierta, sentada en la mesa de la cocina fumando con la mirada perdida puesta en la ventana. Ni siquiera se da cuenta cuando Vanessa sigue hacia el cuarto de baño.
Adriana llamó ayer y dijo que era importante que se arreglaran para el juicio. Vanessa se da una buena ducha caliente, se lava el pelo y se lo desenreda. Encuentra unas tijeras en la balda más alta del armario del baño y se corta las puntas abiertas.
Vuelve al dormitorio y saca el único sujetador de Anna-Karin que le queda medianamente bien. Usa la talla equivocada y Vanessa se dice que en algún momento debería darle unas instrucciones sobre el asunto. Si es que viven lo suficiente.
Cuando empieza a investigar en serio en el armario de Anna-Karin, casi pierde toda esperanza. Rebusca agobiada entre sudaderas y pantalones de chándal.
Debería haberlo previsto. Se insulta a sí misma y vuelve a la cocina.
—¿Ya estás levantada? —pregunta Mia Nieminen sin mirar a su hija.
—Mamá —dice Vanessa, aunque suena tremendamente mal—. ¿Puedo echar un vistazo a tu armario?
Mia vuelve la cabeza y la mira con curiosidad.
—¿Para qué?
—Tengo una cosa en el instituto.
Mia se levanta despacio y se dirige al dormitorio delante de Vanessa. Sobre la cama cuelga un cuadro bordado que dice HOGAR DULCE HOGAR.
—¿Pero hoy no es sábado? —dice abriendo las puertas del armario.
—Sí, pero es una cosa extra.
El contenido del armario de Mia es casi idéntico al de Anna-Karin. Pero encuentra un traje negro de falda y chaqueta. Serio y rancio, lo que debería equivaler a «arreglado».
—¿Me prestas esto? —pregunta Vanessa.
—¿Es que vas a un funeral?
Espero que no, piensa.
—Necesito algo un poco más serio.
Vanessa va al cuarto de baño y se recoge en un moño el pelo de Anna-Karin. Después de buscar un rato en el armarito, encuentra un rímel que no está del todo seco y se lo aplica en las pestañas. Luego estudia el resultado. Nunca había reparado en el verde intenso de los ojos de Anna-Karin. Si hubiera tenido un poco de brillo de labios, habría sido perfecto.
—Nos los vamos a merendar —se dice a sí misma en el espejo.
Mia se la queda mirando cuando vuelve a la cocina.
—Anda que no te has emperifollado —dice casi con desaprobación.
—Gracias —dice Vanessa, pasa a su lado y se pone leche agria y cereales en un cuenco.
Mia tose con fatiga al mismo tiempo que se estira en busca del paquete de tabaco.
Fuma tanto que probablemente se le podría encontrar petróleo en los pulmones, piensa Vanessa. Es peor que Mona Månstråle.
La madre de Anna-Karin ha vuelto a quedarse mirando fijamente por la ventana, y Vanessa se pregunta qué le estará pasando por la cabeza. Por fuera es todo vacío y languidez. Resignación. ¿Estará igual por dentro? ¿Siempre? A Vanessa le da pena. Pero le da más pena Anna-Karin.
Comprende por qué usó la magia para cambiar a su madre. Y si Vanessa hubiera tenido el mismo poder, si hubiera podido conseguir que su madre dejara a Nicke mucho antes, ¿habría podido resistirse?
Se levanta y enjuaga el cuenco en el fregadero. Mira el reloj. Se le ha hecho tarde. Adriana la recogerá dentro de unos minutos.
—Me voy —dice Vanessa.
Mia ni siquiera levanta la vista. Y Vanessa se pregunta qué será de ella si a Anna-Karin le ocurriera algo. Si esta fuera la última vez que ve a su hija.
Se acerca a Mia. La abraza. La madre de Anna-Karin se sobresalta. Pero Vanessa no desiste.
—Espero que tengas un buen día, mamá. Eres estupenda.
No es capaz de decir que la quiere. Pero algo es algo. Mia baja la mirada y responde con un murmullo.
—Que lo pases bien —le dice dándole una palmadita torpe en la mano.
El coche azul la está esperando cuando baja a la calle.
Adriana arranca en cuanto cierra la puerta.
—¿Cómo estás? —dice Adriana.
—Bien —responde Vanessa.
En el coche hace calor y se quita la trenca de Anna-Karin.
—Qué elegante te has puesto —dice Adriana.
—Si me van a sentenciar a muerte, tendré que ir tan guapa como pueda.
Adriana la mira de reojo desconcertada. Y Vanessa comprende que ha sonado demasiado a lo que diría ella.
Mientras cruzan el centro, Vanessa ve banderines y banderas ondeando en el exterior del ICA. En el escaparate hay carteles que dicen
PRECIOS POSITIVOS Y FIESTA DE PRIMAVERA.
Pasan por el puente del canal y Vanessa mira nerviosa el agua.
El odio que siente hacia Erik y Robin la desborda.
Cuando esto acabe tendrán que pagar, piensa.
Y en el mismo instante comprende que ya no tiene miedo. Está demasiado enfadada. Con el Consejo y con todos los que van en contra de ellas.
Vanessa piensa ganarles la partida. Cueste lo que cueste.
Anna-Karin pedalea hasta el caserón tan rápido como puede en la bicicleta de Ida.
No veía la hora de alejarse de la casa de la familia Holmström. Carina y Anders trataron de retenerla después del desayuno, querían «hablar en serio». De ninguna manera podían «quedarse mirando» mientras ella «destrozaba todo su futuro y toda su vida social». Anna-Karin tuvo la intensa sensación de que a lo que se referían en primera instancia era a vida social de ellos dos.
Hay coches aparcados por toda la explanada. Pero las únicas personas a la vista son Minoo, Linnéa e Ida. Cuando se acerca a ellas las mira.
—¿Dónde está…? —empieza a decir cuando frena a su lado.
—Anna-Karin ya ha entrado con Adriana —dice Minoo rápidamente. ¿Estás lista, Ida?
Anna-Karin asiente en silencio.
Lleva tanto tiempo temiendo que llegara este día que es casi imposible asumir que ya está aquí de verdad.
Al entrar en el enorme vestíbulo el olor a pintura le da en plena cara. Las contraventanas siguen cerradas a cal y canto, pero en las paredes blancas recién pintadas palpita el cálido resplandor de unas lámparas.
Viktor las está esperando en la antigua recepción. Tiene el pelo peinado hacia atrás y un aspecto más formal que de costumbre. Las saluda con expresión grave.
—¿Por qué estás tan sombrío? —dice Linnéa—. Seguro que te morías por que llegara este momento.
—No, Vanessa. Nada más lejos. Seguidme.
Recorren el pasillo hacia la biblioteca y Anna-Karin no puede quitarse de la cabeza a las pobres vacas camino del matadero.
La puerta de doble hoja de la biblioteca está abierta de par en par. A cada lado hay dos hombres vestidos de traje y semblante inexpresivo. Siguen con la mirada a Anna-Karin, Linnéa, Ida y Minoo mientras caminan por el suelo de tablero de ajedrez. Anna-Karin cree ver algo parecido a la funda de una pistola bajo las chaquetas, pero puede que sea su imaginación que se desboca al ritmo del pánico.
Porque ahora no hay marcha atrás. Están atrapadas. Tendrán que participar en este asunto hasta el final.
Y todo es culpa suya.
Alguien le da la mano. Minoo. Juntas, atraviesan la puerta de doble hoja.
Cada vez que Anna-Karin ha pensado en el juicio, se ha imaginado algo parecido a lo de las series de televisión, con paneles de madera oscura y jueces con pelucas blancas. Pero la sala del juicio no es más que una sala de reuniones normal, en la que todo es de color blanco y abedul, y los asistentes bien podrían ser participantes de un congreso. Hombres y mujeres vestidos de traje llenan las filas de sillas.
Anna-Karin se pregunta si tendrá algunos aliados o si todos están deseando declararla culpable. Viktor les indica unos sitios vacíos detrás de la mesa en la que ya está sentada Adriana. Esta se da la vuelta y les hace un gesto callado de asentimiento. Un gran broche antiguo de plata le brilla en la solapa de la chaqueta. Tiene aspecto serio pero tranquilo. Es imposible imaginarse que es la misma mujer que vieron hace unos días en el parque. La fachada vuelve a estar intacta. Y Anna-Karin se pregunta cómo se aprenderá ese arte.
Mira el sitio vacío junto a Adriana.
Ahí es donde debería estar sentada yo, piensa, y nota cómo se acrecienta el pánico.
Viktor se sienta en la misma mesa que Alexander, que hojea concentrado unos papeles. Se prepara para su gran espectáculo. Es su oportunidad de brillar, de ganar más consideración y más aprecio aún ante el Consejo. No es de extrañar que pareciera disfrutar en los interrogatorios, dado que sabía que las estaba conduciendo directamente a una trampa.
En la parte delantera de la sala hay una puerta, y junto a ella, una mesa con cinco asientos. A la derecha de la mesa, una silla solitaria. Es distinta de las demás sillas de la sala. Tiene el respaldo alto y está hecha de un metal oscurecido por el paso del tiempo. Anna-Karin lo entiende enseguida. Ahí es donde declaran los testigos.
Aprieta la mano de Minoo con más fuerza.
La puerta de delante se abre y, como a una señal, todo el mundo se levanta. Anna-Karin los imita y, junto a ella, Minoo, Ida y Linnéa hacen lo mismo.
Los cinco jueces entran en la sala. Dos mujeres y tres hombres, todos en edad provecta, aunque en distinto grado. Uno a uno van sentándose a la mesa.
—Por favor, sentaos —dice la mujer que ocupa el asiento central.
Lleva un traje rojo oscuro que a Anna-Karin le recuerda a la sangre.
—Que entre la acusada.
Anna-Karin gira la cabeza al mismo tiempo que el resto del público.
Vanessa entra en la biblioteca con dos ujieres, uno a cada lado.
Anna-Karin nunca se ha visto a sí misma con ese aspecto. Lleva puesto el traje que su madre tiene reservado para los funerales. Camina con la cabeza alta. Se ha recogido el pelo en un moño. Casi podría decirse que está guapa.
Vanessa mantiene la mirada firme mientras la conducen hasta los jueces. Pero Anna-Karin ve que está nerviosa.
Pero qué lío he armado, piensa Anna-Karin. ¿Cómo he podido meter a las demás en esto?
Los ujieres dejan a Vanessa en la mesa de Adriana, y Alexander se pone de pie.
—Señorías. Esta es Anna-Karin Nieminen. Se la acusa de quebrantar las reglas del Consejo. Con la venia, quisiera que testificara ella primero.
—Como desee el señor fiscal —dice la mujer del traje rojo, que se pone de pie con una agilidad sorprendente para su avanzada edad—. Por la presente, se abre la causa contra Anna-Karin Nieminen.