Anna-Karin tiene un vago recuerdo de un viejo dicho según el cual hay que aprender a conocer a tus enemigos poniéndote en su pellejo.
Hasta ahora está siendo sorprendentemente agradable encontrarse en el pellejo de Ida. En su cuerpo, sobre todo.
Anna-Karin prueba a correr un poco por la urbanización y es como si estuviera volando. Es un cuerpo tan ligero y fuerte… Se diría que podría correr tanto tiempo como quisiera.
Después de pasar algunas manzanas, ve la casa de Ida y salva el último tramo hasta la valla. Oye su propia respiración. Hasta eso le resulta extraño.
¿Cuántas veces no se habrá preguntado qué ocurre en esa casa? ¿Si habrá oscuros secretos ocultos tras la fachada verde, secretos que podrían explicar el misterio de Ida Holmström?
Anna-Karin llega a la puerta de entrada. Ha olvidado qué llave de entre las del llavero tiene que usar y, mientras prueba con varias, trata de recordar todas las cosas que hay en la lista de Ida. Su padre se llama Anders; la madre, Carina; los hermanos pequeños, Rasmus y Lotta. La habitación de Ida es la que está más cerca de las escaleras, en el piso de arriba. Su cepillo de dientes es rojo. Utiliza una gama de productos para la piel cuyo nombre Anna-Karin no puede ni pronunciar, y duerme siempre con sujetador, para no tener el pecho caído cuando sea vieja.
Anna-Karin consigue abrir la puerta por fin y entra en el recibidor. Oye voces y ruido de cubiertos en el interior de la casa.
—¿Ida? —la llama una mujer.
Anna-Karin no encuentra ningún obstáculo a la hora de inclinarse y quitarse las botas. Al ponerse derecha se asombra una vez más de lo diferente que es el cuerpo de Ida. Es mucho más… obediente.
Su propio cuerpo parece más bien un apéndice de la cabeza. Una masa informe, necesaria para poder desplazarse de un sitio a otro. En cualquier caso, algo que ocultar bajo varias capas de ropa.
—¿Ida? —vuelve a llamarla la mujer.
—¿Sí? —responde Anna-Karin titubeante.
Sigue pareciéndole inusual oír la voz de Ida de este modo. Suena más apagada que de costumbre.
—Ya hemos cenado. ¿Vienes?
Anna-Karin respira hondo y entra en la cocina.
Todo es de color blanco. Tiene la impresión de que dejaría huellas de suciedad solo con rozar algo. Todo parece frío y caro. Y la familia que está sentada a la mesa transmite casi la misma impresión.
Anna-Karin ha visto a los padres de Ida antes y piensa que son demasiado perfectos. Como si los acabaran de sacar de un embalaje. Los hermanos pequeños son copias de Ida en miniatura. Anna-Karin se estremece al recordar la clásica procesión de molestos recuerdos infantiles. Se pregunta si Lotta y Rasmus se parecerán a su hermana en algo más que en el físico.
El padre de Ida levanta la vista y le da la sensación de que es bastante parecido a Erik Forslund. Un Erik Forslund rubio y de mediana edad. Vuelve a estremecerse.
—¿Qué haces ahí mirándonos?
—Se te van a salir los ojos del cráneo —dice Rasmus, y él y Lotta estallan en una carcajada, de ese modo tan exagerado que tienen a veces los niños, cuando se ríen por reír.
—Rasmus —dice la madre de Ida regañándole.
—Pero es que parecía que se le iban a salir —dice Rasmus enfurruñado—. De verdad, hay perros a los que se les caen los ojos.
Anna-Karin se sienta en el sitio vacío. La madre de Ida le pone delante un cuenco de ensalada.
—El pescado está en el fuego.
Anna-Karin se pone ensalada y vuelve a levantarse para servirse de la olla el pescado al vapor.
En cuanto empieza a comer se da cuenta de lo hambriento que está el cuerpo de Ida. Y la comida está riquísima. ¿Cuánto tiempo hace en realidad que Anna-Karin no ha probado una comida casera?
—¿Cómo estás? —dice la madre de Ida.
Anna-Karin se traga el pescado que tiene en la boca y levanta la vista.
—¿Bien? —responde.
Esa no era la respuesta adecuada, según adivina por las arrugas que se forman en la frente, por lo demás siempre lisa, de Carina Holmström.
—Niños, ya os podéis levantar de la mesa —dice sin apartar la mirada de Anna-Karin.
Rasmus y Lotta se levantan entusiasmados de un salto de las sillas, salen en tromba de la cocina y suben las escaleras.
—Pero, cariño, ¿por qué no nos has contado lo que ha pasado? —dice la madre de Ida.
Anna-Karin ve la cara de preocupación de los padres.
Si hubieran sido malas personas… Entonces habría sido infinitamente más fácil comprender a Ida. Infinitamente más fácil perdonarla.
—Hemos oído lo de Erik y esa chica —dice Anders—. Es terrible.
—Sí, ¿cómo puede ir diciendo una cosa así? —dice Carina—. Está claro, tiene que tener alguna enfermedad mental.
—Eso no es excusa —dice el padre lanzándole una mirada a su mujer—. Los paños calientes no son ninguna ayuda.
—No, eso es verdad —dice Carina—. Tienes que estar destrozada, Ida.
Miran a Anna-Karin. Esperan que responda.
—Umm —es lo único que es capaz de articular.
—O sea, con lo bueno que es Erik —dice Carina—. Lo de Robin es caso aparte, su madre tiene sus problemas, así que se puede entender que se tuerza la cosa. ¡Pero Erik! ¿A quién se le ocurre?
—Erik es un líder, como Ida —dice Anders—. Siempre habrá quien los envidie.
Puede que sí que haya una explicación para lo de Ida, pese a todo, advierte Anna-Karin. Y no puede contenerse.
—Erik no es bueno. Y muchas veces yo tampoco lo soy.
—¿Pero qué dices?
—No se puede ser bueno todo el tiempo —dice Anders—. Las vacas son buenas y las sacrificamos.
A Anna-Karin le entran unas ganas locas de mugirle en la cara, pero llaman a la puerta.
—¡Yo abro! —grita Lotta corriendo escaleras abajo.
—¿Quién será? —dice la madre de Ida estirando el cuello para intentar ver al visitante por la ventana.
—¡Es Erik! —anuncia Lotta a voces.
—Mira por dónde —dice Anders.
Anna-Karin se levanta de la mesa, toma demasiado impulso gracias a la fuerza de las piernas de Ida y casi se cae de espaldas.
—No quiero verlo.
Oye a Erik decirle algo a Lotta en el recibidor y suena tremendamente agradable, el sueño de toda suegra, y eso lo hace todavía más aterrador.
Salta. O te tiramos nosotros.
Anna-Karin corre hacia la puerta que no conduce al recibidor.
—Pero Ida, ¿qué estás haciendo? —grita Carina.
Anna-Karin entra en el salón y mira desesperada a su alrededor. Oye a Erik preguntar por Ida en la cocina. No le da tiempo a oír qué responden los padres de Ida. Abre la puerta de la terraza y sale a toda prisa al entarimado, cierra la puerta sin hacer ruido y corre en calcetines sobre el suelo húmedo. Baja la escalera, llega al jardín.
El suelo está frío y mojado y se le empapan los calcetines. Pero apenas lo nota. Avista la casita de juegos, corre todo lo rápido que puede. Por encima del hombro, mira el chalé que se alza a su espalda. Por las ventanas iluminadas, ve a Erik entrar en el salón.
Anna-Karin da la vuelta a la esquina de la casita de juegos y se pega a la pared.
Ida nunca se escondería así. Pero Anna-Karin no puede verlo. Erik siempre le ha dado miedo y más ahora que es un asesino.
Si viene, trepo por la verja y sigo corriendo, se dice.
Oye abrirse la puerta de la terraza y tensa todo el cuerpo, se prepara para huir.
—Ida —la llama Erik, y resuena por el jardín—. ¡Ven aquí!
Está convencida de que en cualquier momento oirá pasos sobre la tarima. Pero no. Y al cabo de un rato, la puerta de la terraza vuelve a cerrarse.
Anna-Karin espera. El viento frío y crudo atraviesa la chaqueta fina de Ida, y cruza los brazos. Le gustaría poder huir a la conciencia del zorro, pero el vínculo ha desaparecido.
Finalmente, se abre la puerta principal y oye los pasos de Erik alejándose por la calle.
Solo entonces se atreve a entrar.
Antes de quitarse los calcetines, que se han convertido en dos trapos empapados y fríos, deja huellas en el suelo de parqué blanco del salón.
—Ida, ven ahora mismo y me explicas qué está pasando —vocifera Anders Holmström desde la cocina.
Anna-Karin no responde. Corre escaleras arriba subiendo los peldaños de dos en dos y cierra la puerta del cuarto de Ida. Con gran alivio, descubre que se puede cerrar con llave.
—Ida —grita Carina, y Anna-Karin oye sus pasos por la escalera.
Unos golpes furiosos hacen que se aparte de la puerta.
—Erik nos ha contado que eres amiga de esa chica —dice la madre de Ida—. ¡Dice que es drogadicta! Tu padre y yo no queremos que te relaciones con esa clase de gente. ¿Me oyes? ¡Abre la puerta!
Sacude el picaporte.
—No pensamos tolerar que te mezcles con delincuentes —dice Carina.
—¡No conoces a Erik! ¡No sabes quién es!
Vuelve a sacudir el pomo de la puerta. Con más fuerza esta vez.
—Pues allá tú —le regaña Carina—. Te quedas aquí el resto de la tarde.
—Por mí estupendo —grita Anna-Karin, y la voz de Ida le rasga los oídos.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿No habrás empezado a drogarte tú también?
—¡Pues claro que no!
—Eres demasiado mayor para tener esos modales. Ya hablaremos de esto mañana.
Los pasos de Carina Holmström se desvanecen al otro lado de la puerta y consigue que en el taconeo se oiga lo enfadada que está.
Si supieran quién es su amado Erik Forslund, piensa Anna-Karin.
Pero la madre de Ida nunca creería la verdad.
Se negaría, simplemente.
Linnéa toma un sorbo de té tibio y se contempla a sí misma al otro lado de la mesa.
Se ha preguntado tantas veces cómo la verá Vanessa… Y ahí está, literalmente, en la cabeza de Vanessa, mirándose con sus ojos.
Aunque no es que ahora sepa más que antes. No es Vanessa. Solo lo parece. Y no es a sí misma a quien mira, es a Minoo.
—¿Quieres otro bocadillo, Nessa? —dice Jannike Dahl ofreciéndole la cesta del pan.
—No, gracias —dice Linnéa.
—Estaba muy bueno, de verdad —dice Minoo—. Y el té también.
Esboza una sonrisa educada. Está totalmente fuera de lugar en la cara de Linnéa, pero eso la madre de Vanessa no lo sabe.
Linnéa toma un sorbo de té y trata de ignorar al perro que está sentado en el suelo a su lado. Frasse la mira fijamente resoplando fuerte y con la cabeza ladeada.
Jannike no parece sospechar que haya nada distinto en su hija. Pero el perro y Melvin se han dado cuenta. Cuando Jannike le pidió a «Vanessa» que le contara un cuento a su hermano pequeño para dormirlo, este protestó con un berrido.
—Te agradezco mucho que me acojáis aquí esta noche —dice Minoo.
—Pues claro —dice Jannike—. Está muy bien conocer a las amigas de Nessa. Y de ti he oído hablar mucho, Linnéa.
Linnéa baja la vista hacia la taza. Trata de no mostrar lo contenta que se ha puesto.
—Vaya, qué bien —dice Minoo—. Espero que solo cosas buenas.
Cuando habla con la madre de Vanessa, consigue que la falsedad de sus frases corteses suene amable y natural. Minoo debe de estar habituada a que los adultos la tomen en serio, incluso a caerles bien.
—Espero que no os importe compartir la cama —dice Jannike.
Linnéa y Minoo intercambian una mirada fugaz.
—¿No tenemos ningún colchón de sobra? —pregunta Linnéa.
—Se lo llevó Nicke cuando se mudó. También está el sofá, pero Melvin suele despertarse temprano. Dormiréis mejor si cerráis la puerta.
—Estaremos bien —dice Minoo, y se levanta—. Perdonadme un momento.
Linnéa intenta no pensar en que Minoo va a ir al baño con su cuerpo. Y en que, por primera vez, se queda a solas con una mujer a la que debe tratar como si fuera su madre.
—Nessa —dice Jannike en voz baja cuando Minoo no las puede oír, Nicke me ha llamado esta mañana.
—¿Ah, sí? —dice Linnéa tratando de sonar indiferente.
—Me ha dicho que te vio anoche en casa de Linnéa. Ha dicho algo de una fiesta que se desmadró. Y ahora te traes aquí a Linnéa y dices que fue un robo. No sé qué creer. ¿Estabas allí en plena noche? ¿Un día entre semana?
Lo que Linnéa haría por instinto es encerrarse en sí misma, dejar que Jannike crea lo que quiera. ¿Pero qué haría Vanessa?
—Me escapé anoche cuando supe lo que había pasado —dice como tanteando—. Fue una tontería. Te debería haber dicho algo. Pero estaba superpreocupada por Linnéa. Y Nicke lo ha malinterpretado todo.
Jannike la mira con inquietud, pero no la contradice.
—Y fue un robo —dice Linnéa—. Eso es verdad.
Se calla. Mira a Jannike insegura.
—Confío en ti —dice la madre de Vanessa—. No creo que me fueras a mentir sobre algo tan serio. Pero la próxima vez, cuéntamelo. No te escapes sin más.
Linnéa se limita a asentir.
—Me alegra que te preocupes por tus amigos —dice Jannike—. Y Linnéa parece una buena chica. Es demasiado educada, pero encantadora.
Minoo vuelve a la cocina. Jannike rodea a Linnéa con el brazo, le da un beso en la frente y se va de la mesa.
A Linnéa le cuesta respirar.
Para el cuerpo de Vanessa ese contacto es muy natural, muy tranquilizador. Para Linnéa es un recordatorio de algo que jamás ha tenido. Y que jamás tendrá.
Minoo ha tomado prestada una camiseta vieja del armario de Vanessa. Se ha quitado todo el maquillaje de la cara de Linnéa, y ahora se la está humedeciendo con una toalla que huele fuerte a un detergente que no reconoce.
Siente cómo le vibran todos los nervios del cuerpo. Le pinchan hasta las yemas de los dedos. Y está tan nerviosa que quiere salirse de la piel, esa piel que no le pertenece.
Me voy a volver majara, piensa mirando la cara limpia de Linnéa en el espejo. Seguro que me vuelvo loca.
Es desconcertante.
Minoo nunca ha creído que cuerpo y alma pudieran separarse del todo. Y ahora está segura. Los sentimientos de Linnéa por Vanessa se manifiestan en todo su cuerpo. Cuando Minoo mira a Vanessa, que ni siquiera es la verdadera Vanessa, sino la propia Linnéa, el cuerpo de Linnéa siente un anhelo profundamente arraigado. Es tan intenso que casi cree que es ella la que está enamorada de Vanessa.
La cabeza le da tantas vueltas que tiene que apartar la vista del espejo.
Porque, ¿a quién está viendo en realidad y quién está pensando sus pensamientos? ¿No debería tener acceso a la mente y a los sentimientos de Linnéa si es que está utilizando su cerebro? ¿O serán su conciencia y su cerebro, aunque por alguna vía lleguen al cuerpo de Linnéa?
No importa a quién pertenezca el cerebro con el que piensa Minoo, ella tiene la sensación de que echa humo.
—¿Cómo vas? —dice Linnéa cuando Minoo entra en la habitación de Vanessa.
—Pues me siento muy rara. Tengo como pinchazos en los dedos y estoy mareada. Espero que no sea un efecto secundario del ritual.
Linnéa la mira. Y se echa a reír. Con la risa de Vanessa.
—Tienes mono de tabaco. O mejor dicho, yo tengo mono.
Linnéa sigue despierta en la habitación a oscuras mientras Minoo ronca levemente a su lado.
Minoo se quedó dormida en cuanto subieron de la calle, después de fumar. Linnéa también quería fumarse un cigarro, pero decidió ahorrarle el humo a los pulmones de Vanessa. Era evidente que el mono que sentía ella era solo psicológico.
Ha tenido que enseñarle a Minoo cómo se fuma.
—Esto es absurdo —resopló Minoo asqueada—. A mí me parece asqueroso, pero a mi cuerpo le apetece fumar cada vez más. Bueno, a tu cuerpo.
—Pues alégrate de que ya no me drogue —dijo Linnéa muerta de risa.
Minoo sonrió y le dio otra calada torpe al cigarro.
—Esto tiene que ser para ti el doble de raro. O sea, como has ido a parar a Vanessa… Y resulta que estás enamorada de ella.
—Trato de no pensar en eso —dijo Linnéa—. No tiene ni pies ni cabeza.
Es que no tiene ni pies ni cabeza. Allí está ahora, en la cama de Vanessa, entre sus sábanas. Es una cama bastante estrecha, y siente el calor de su propio cuerpo, que está a su lado.
El cuerpo de Vanessa reacciona.
Linnéa no sabe lo que eso significa. ¿Es solo por lo cerca que están? ¿O será que hay una parte de Vanessa que de verdad siente algo por ella?
Con independencia de cuál sea la respuesta, se siente como si Linnéa se excitara consigo misma, y eso es más que disparatado, y por eso no puede dormir a pesar del cansancio.
Sigue mirando fijamente la oscuridad. Oye el viento soplar fuera de la ventana. Está a punto de quedarse dormida cuando el móvil de Vanessa vibra en el suelo.
Se da la vuelta en la cama y lo busca a tientas. A su lado, Minoo murmura algo inaudible.
Linnéa mira el móvil.
Es un mensaje.
NO PUEDO DEJAR DE PENSAR EN EL BESO. QUIERO MÁS./WILLE
Linnéa vuelve a dejar el móvil en el suelo con cuidado.
Se tumba boca arriba.
Si quería alguna señal de sus posibilidades con Vanessa, ahí la tiene.
Cierra los ojos y dos lágrimas le ruedan por la sien y se le pierden entre el pelo.
Está dentro del cuerpo de Vanessa, pero la siente más lejos que nunca.