Linnéa llega a su barrio tan cansada que casi anda sonámbula.
Pero es un cansancio bueno. Se siente más liviana por dentro. Hasta ahora no se había dado cuenta de cuánto le pesaba guardar en secreto los sentimientos por Vanessa.
La niebla se ha tragado la mitad del edificio donde vive y parece que continúa alzándose directamente hacia arriba entre las nubes. En algún lugar del barrio hay una fiesta. La música retumba a todo volumen, dura y agresiva. Reverbera entre los muros de los edificios y es más nítida conforme Linnéa se va acercando a su casa. Incluso reconoce la canción. Es una que le gustaba a Elias.
Cuando llega al portal, oye ruido de cristales rompiéndose en algún lugar por encima de ella. Del cielo llueven vidrios rotos. Consigue protegerse con los brazos y unos trozos de cristal más grandes caen a su lado.
Esos deben de ser los imbéciles por los que Diana le está endilgando toda esa mierda.
Linnéa abre la puerta de un tirón. La música llena todo el hueco de la escalera, resuena en las paredes cuando se mete en el ascensor.
Empieza a subir despacio. Mira por el ventanuco en cada piso que pasa, trata de ver signos de fiesta en algún lugar.
La música procede de más cerca. El ritmo pesado martillea con tanta intensidad por el edificio que parece como si el propio corazón de Linnéa empezara a latir con la misma cadencia.
El ascensor pasa el sexto piso. El séptimo. Cuando llega al octavo, la música se ha convertido en un estruendo. Y comprende de dónde viene.
Hay alguien en su casa.
Ni siquiera se asusta. La rabia es tan intensa que supera al miedo. El ascensor se detiene con una sacudida y el dispositivo de bloqueo automático emite un clic. Linnéa empuja la puerta con tanta fuerza que sale despedida y corre hacia el rellano.
Sin lugar a dudas, la música procede de su apartamento. Baja el picaporte pero la llave está echada. Saca las llaves del bolso, abre con manos temblorosas.
Entra en el recibidor. La música está tan alta que le duelen los oídos. Tropieza con una botella vacía, nota el olor a alcohol, continúa hasta el salón.
La tapicería del sofá está hecha jirones por todas partes, el relleno amarillento sobresale de las rasgaduras, han arrancado los carteles de las paredes, los han arrugado y los han roto, y las lámparas están volcadas pero encendidas todavía, y ve a Erik al resplandor rojo de la lámpara, delante de la ventana destrozada, con un bate de béisbol en las manos.
Erik.
Le brillan en el jersey negro fragmentos de vidrio, y la mira sin inmutarse.
Hija de puta.
La paraliza el odio que impregna sus pensamientos. Transforma la ira en terror.
Entonces ve a los otros dos, no, a los otros tres, que salen del dormitorio y la cocina. Kevin le dirige una mirada vacía y sorprendida, y Robin y Rickard se cubren la cara con pasamontañas, pero ya los ha visto, y ellos lo saben; y a la cabeza de Linnéa llega un torrente de pensamientos y de pánico.
¿De dónde coño ha salido?
La hemos jodido. Mierda, esto se va a la mierda.
Tenemos que arreglarlo… Tenemos que arreglarlo…
Deberíamos habernos dejado los pasamontañas puestos, tendría que haberme quedado vigilando, por qué nunca me hacen caso…
Erik agarra el bate con más fuerza y le sonríe, y el pánico de Kevin es casi tan palpable como el de la propia Linnéa.
No, no, no, se le ha ido la cabeza.
Rickard le grita algo pero Erik se cubre la cara con el pasamontañas y va hacia ella, la parálisis no cede, está como congelada aunque el terror le arde en el cuerpo, y cruza la mirada con Robin y ve la resolución en sus ojos, ve que se coloca al lado de Erik.
No tenemos otra opción. No tenemos más cojones.
Erik levanta el bate de béisbol y por fin, por fin, por fin, el mundo empieza a dar vueltas otra vez, recupera el control de su cuerpo.
Linnéa sale corriendo del apartamento, cierra la puerta y gira la llave, que sigue puesta en la cerradura, antes de precipitarse hacia la escalera. Hay que saber cómo empujar la cerradura para poder abrirla desde dentro y eso tal vez le dé unos segundos de ventaja.
Baja corriendo los escalones de dos en dos, agarrándose a la barandilla por temor a resbalar.
La música le martillea los oídos y sus pasos retumban en el hormigón, no puede oír si hay alguien cerca. Pero de repente, ahí están los pensamientos de Erik.
¡Joder, no podemos dejar que se escape!
Tercer piso. Segundo. Primero. De un momento a otro sentirá un golpe en la espalda, un empujón entre los omoplatos, un impacto con el bate de béisbol en la cabeza.
La idea le produce tanto pánico que baja la mitad del último tramo de la escalera de un salto, las suelas de las botas resuenan alto contra el suelo de cemento verde, tropieza y se le cae la mochila.
…voy a matarte hija de puta, zorra, voy a matarte…
Se lanza hacia la puerta y sale a la noche gélida, corre entre la niebla y oye los pasos a su espalda.
La adrenalina le fluye por las venas como combustible y corre más rápido que nunca.
Robin piensa que todo está a punto de salirse de madre por completo, que después de esto no volverá a hacerle caso a Erik, que no volverá a hacer lo que le diga nunca más, que jamás… Tiene miedo, miedo de lo que pasará si no la atrapan, miedo de lo que pasará si la atrapan.
Erik ha dejado de pensar del todo. Solo tiene en mente la cacería.
Linnéa entra en el Storvallsparken, corre por la hierba húmeda, tiene la esperanza de que la oculte la niebla. Robin está en alguna parte detrás de ella, hacia la derecha. Erik está a la izquierda.
Sale del parque, sigue corriendo por las calles vacías de Engelsfors.
—Hija… de puta —jadea Erik, y Linnéa lo oye cerca, demasiado cerca.
—¡Socorro!
Linnéa grita, aunque apenas le queda aire en los pulmones.
Nadie le responde. Engelsfors es un ser silencioso que observa indiferente lo que está sucediendo. Y tiene el móvil en la mochila, que se le cayó en la escalera.
Vuelve a gritar. Esta vez no pronuncia ninguna palabra. Ve la luz de un televisor en un apartamento, pero cuando grita nadie se asoma a la ventana y tiene que seguir corriendo, corriendo sin parar.
La casa de Anna-Karin no está lejos, pero Robin podría interceptarla fácilmente antes de llegar. E incluso si lo consiguiera, ¿y si el portal está cerrado?
La única alternativa es ir hacia delante.
El sabor de la sangre le sube a la boca.
Linnéa corre.
Anna-Karin está sentada en su cama. Siente la suavidad del colchón, el elástico de los pantalones del pijama en la cintura, pero ve a través de los ojos del zorro. Al amparo de la niebla, se han atrevido a acercarse a la fachada iluminada del caserón.
Hay varios coches aparcados en la explanada. Los últimos días ha habido un flujo constante de forasteros. A Anna-Karin le gustaría poder ver lo que sucede detrás de las contraventanas.
Sabe que el zorro está constantemente al acecho de los topillos. Están cerca, en algún lugar entre los setos asilvestrados que hay más allá, y las ganas de cazar son tan fuertes que las siente como si fueran suyas.
Después, le promete. Después.
El zorro obedece y se queda en su sitio.
Se abren las puertas y Viktor baja los escalones de delante de la casa. Llega al patio. Le da una patada a la grava. Después se inclina y se examina el zapato.
De pronto se pone derecho, como si hubiera oído algo que ni siquiera los oídos del zorro pueden percibir. Viktor cierra los ojos, parece serenarse antes de volver a entrar y cerrar la puerta.
Todo vuelve a sumirse en el silencio.
Anna-Karin deja que el zorro camine sigilosamente por entre los setos a la caza de su cena.
Linnéa está convencida de que le va a dar un infarto. Es imposible que el corazón le siga latiendo así de rápido mucho más tiempo. Se pega a la barandilla del puente, se tapa la boca con ambas manos, trata de respirar tan en silencio como puede, pese a que el cuerpo le pide oxígeno a gritos.
Lo único que se oye es el chapoteo del agua del canal. Ha dejado de percibir los pensamientos de Erik y de Robin, y no le quedan fuerzas para localizarlos. Tiene que invertir toda la energía en mantenerse de pie.
Por encima de su cabeza se extiende sobre el agua el metal pintado de verde del puente del canal. Entre la niebla, al otro lado, vislumbra las luces del caserón.
Quizá debiera ir allí. Buscar cobijo entre sus enemigos.
El puente del canal está iluminado, pero ahora la niebla es más densa. Tiene que correr el riesgo. A Linnéa le tiembla todo el cuerpo. Le aterroriza desmayarse. Si la encuentran aquí, no tendrá escapatoria.
Mira a su alrededor por última vez, escucha concentrada en la oscuridad. Luego se permite respirar profundamente unas cuantas veces y empieza a trepar por la pendiente. Al adentrarse entre los arbustos, las ramas delgadas le arañan la cara. Las botas le resbalan en el suelo mojado. Huele a tierra y a humedad.
Le tiemblan los brazos del esfuerzo al subir el último trecho. Le flojean las piernas, permanece agachada a la luz amarilla de las farolas.
Corre hacia el puente al origen de la luz.
Sabe que ha llegado arriba cuando la débil pendiente se aplana bajo sus pies. Mitad de camino. Tiene que aguantar. Tiene que hacerlo.
¡La tenemos! ¡Ya la tenemos, coño!
Linnéa oye el pensamiento y se para de golpe. Se da la vuelta y ve una silueta acercarse caminando hacia ella entre la niebla, bate en mano.
¡Ya es nuestra!
Mira hacia el lado opuesto del puente y ve otra figura que surge de la bruma. Robin. Lo oye respirar desde donde está aunque ya ha dejado de correr. Camina con tanta calma como Erik. No tienen ninguna prisa. Saben que no puede huir.
Les brillan los ojos por los agujeros de los pasamontañas negros. Qué cabrones. Qué cabrones cobardes. No piensa demostrarles lo asustada que está.
—Hola Linnéa —dice Erik.
—Vete a la mierda —responde.
Erik se echa a reír y camina arrastrando el bate de béisbol por el suelo. Golpea pesadamente el asfalto, salta y rebota en las irregularidades del terreno.
—No pretendíamos que pasara esto. No deberías haber llegado a casa tan pronto. Creíamos que las putas trabajaban toda la noche. Pero está bien. De hecho, es mejor.
Se paran cada uno a un lado de ella y Linnéa trata de correr a la otra orilla de la calzada. Pero Robin la agarra. La sujeta con fuerza de los brazos, la arrastra hacia Erik, que la espera tranquilamente junto a la barandilla.
—Joder, Linnéa, qué aburrida eres. Pensaba que te iba la marcha.
Erik la agarra del flequillo y Linnéa suelta un grito. Se le saltan las lágrimas de dolor. Le tira hacia atrás de la cabeza y la mira a los ojos.
—¿Tienes miedo?
—No.
No quiere gritar, pero vuelve a tirar y el dolor es demasiado intenso. De repente, oye los pensamientos de Robin con toda claridad.
Que acabe ya, que acabe ya, que acabe ya…
—Soltadme, Robin —dice Linnéa con voz ronca—. Soltadme, Robin, por favor…
Detesta tener que rogar y suplicar. Pero Robin duda. Erik también lo ve.
Levanta el bate de béisbol.
—Salta —dice, y señala con la cabeza hacia la barandilla del puente.
Anna-Karin ve en sueños un relámpago blanco y se incorpora en la cama.
Vuelve a estar con el zorro. Corre por el canal, tiene toda la atención puesta en el puente. Hay tres figuras allí arriba, fuertemente iluminadas pero borrosas por la niebla. Los oídos del zorro captan sus voces.
—Salta —dice uno de ellos y Anna-Karin reconoce a Erik de inmediato—. O te tiramos nosotros.
—Venga, en serio —dice otro.
Robin.
—Venga, en serio —lo imita Erik—. Sé un hombre, coño. Tú odias a esta puta tanto como yo.
—Soltadme Robin, por favor, Robin —se oye suplicar a Linnéa.
Linnéa.
Anna-Karin se tira de la cama. La Policía. Tiene que llamar al 112. Parar lo que está ocurriendo. Saca el móvil pero se detiene. ¿Y si localizan la llamada? ¿Cómo podrá explicar que ve lo que pasa tan lejos? Quizá no la crean.
—Que te he dicho que saltes —dice Erik—. Los que estáis mal de la cabeza siempre queréis suicidaros, ¿no? ¡Pues esta es tu oportunidad!
Blande algo en el aire y Linnéa vuelve a gritar.
Anna-Karin se pone unos vaqueros debajo del camisón y va corriendo al recibidor, mete los pies en unas zapatillas de deporte viejas; mientras tanto, Erik empuja a Linnéa obligándola a acercarse a la barandilla.
—Alguien debería follarte antes como castigo, pero no queremos pillar el sida.
Anna-Karin no ve lo que hace, pero Linnéa vuelve a gritar.
—¡Voy a saltar, voy a saltar!
—Mierda, Erik —dice Robin.
Ayúdale, piensa Anna-Karin. ¡Ayúdale!
Sale del portal corriendo, hacia la plaza. Hay luz en el centro de Engelsfors Positivo pero no ve a nadie dentro. La cabina telefónica está justo a la vuelta de la esquina y descuelga el auricular.
La mitad de ella está en la cabina y, la otra mitad, en el canal, y tiene que parpadear varias veces para ver los botones y poder pulsar el 112.
Linnéa solloza, pero pasa una pierna por encima de la barandilla y queda a horcajadas.
—Por favor —le suplica Linnéa a Robin con la mirada, pero él vuelve la cabeza.
—Vamos —dice con voz ronca.
—Eso, Linnéa. Vamos —dice Erik.
Linnéa pasa la otra pierna por encima de la barandilla. Está agarrada con fuerza a la parte externa del puente.
Una voz ronca de mujer dice «Teléfono de emergencias» al otro lado del auricular y Anna-Karin le responde casi gritando:
—Tenéis que mandar a alguien al puente del canal de Engelsfors. Erik Forslund y Robin Zetterqvist… están a punto de matar a Linnéa Wallin.
Linnéa mira nerviosa las aguas negras. Aunque sobreviva a la caída, jamás resistirá el frío.
Observa a Erik y a Robin. Odia que sean ellos dos los últimos a los que vea en su vida, pero se obliga a mirarlos a los ojos.
Y entonces salta.
Cae, y cae, y cae, con la esperanza de que Elias venga por ella y la que siente.
¿Por qué le daba tanto miedo contárselo?, piensa.
Cuando por fin se estrella contra la superficie del agua, sufre tal conmoción por el frío que se le queda la mente en blanco y, luego, se sumerge y desaparece en la oscuridad y el silencio.