—Ay, de verdad que odio este sitio —dice la madre de Anna-Karin al entrar en Solbacken.
Anna-Karin comparte su opinión. Aunque le ilusiona la idea de ver a su abuelo, la residencia es de lo más deprimente. Los olores, el ruido, el ambiente de abandono. Todo indica que Solbacken no es más que el almacén final. La última estación.
La madre juguetea nerviosa con los anillos cuando se meten en el ascensor.
—Yo preferiría morirme a acabar en un sitio así —murmura a la vez que pulsa el botón.
—¿Entonces por qué has metido aquí al abuelo? —dice Anna-Karin. Tenemos una habitación de sobra.
La madre parpadea. Hace mucho tiempo que no tenían esta discusión.
—El apartamento no está adaptado para minusválidos —dice cuando el ascensor da un tirón y se detiene.
Sale al pasillo antes que Anna-Karin.
—Lo he comprobado —dice Anna-Karin siguiéndola—. Las puertas son lo bastante anchas y si quitamos el escalón…
—Anna-Karin —la interrumpe la madre.
Se detiene. Suspira. Le da unas vueltas más al anillo.
—No puedo.
—Pero yo…
—Tú te vas al instituto —la vuelve a interrumpir—. Y yo… Yo no tengo fuerzas.
Levanta la vista y mira a Anna-Karin a los ojos.
—No tengo fuerzas —repite.
Anna-Karin no sabe qué decir. Sabe que es verdad. Su madre no tiene fuerzas. Por mucho que Anna-Karin quiera, no tiene fuerzas.
—Lo sé.
La madre asiente. Una anciana habla a voces por teléfono en una de las habitaciones.
—Pero mamá —dice Anna-Karin sintiendo que la voz casi no le aguanta—, por favor, mamá. ¿No puedes buscar ayuda? No tienes por qué estar así.
La madre menea la cabeza.
—Así es como soy yo. Así he sido siempre. No puedo evitarlo. Lo hago lo mejor que puedo.
A Anna-Karin le zumba la cabeza. Podría decirle mil cosas, pero ¿qué importa?, su madre ni siquiera la escucha.
—Voy a fumar —dice la madre, y roza fugazmente el brazo de Anna-Karin—. Adelántate tú.
—Vale —responde, y la madre desaparece otra vez en el ascensor.
En la sala de estar del abuelo no hay nadie. Anna-Karin está a punto de salir a buscarlo cuando oye la voz desde el dormitorio.
—Bonita mía, ¿eres tú?
Anna-Karin entra en la habitación. Ve al abuelo en la cama con el pijama puesto. Tapado hasta los hombros. Tiene las persianas echadas.
—¿Todavía estás acostado? ¿No han venido a levantarte?
—Sí. He estado levantado. Pero de repente sentí un cansancio enorme.
Con la mano que le asoma por debajo del edredón le hace un gesto para que se acerque. Ella se sienta en la silla que hay junto a su cama. Trata de no pensar en lo débil que parece, en lo mucho que le recuerda a cuando estuvo en el hospital después del incendio.
¿Qué pasará con él si ella no vuelve? Los protectores le han hablado a Minoo de un ritual que les ayudará en el juicio, pero no saben cómo funcionará. Si es que funciona.
—¿Ha venido Mia?
—No creo que tarde mucho. Está fuera fumando.
—Bien. Tengo que hablar contigo —dice acariciándole la mano. Tiene los dedos helados—. Aquí en Engelsfors está pasando algo. Algo va mal. Lo llevo sintiendo un tiempo, y va a peor.
Anna-Karin pone la otra mano sobre la de su abuelo, intenta calentársela.
—Y tú también lo sabes, ¿no? Sabes más de lo que me quieres decir —prosigue el abuelo—. Hay alguien que quiere hacerte daño.
Anna-Karin baja la vista. El abuelo le aprieta la mano con más fuerza.
—Me encantaría que me lo contaras, aunque te entiendo. Algunas cosas hay que llevarlas en soledad. Pero escúchame…
Se pasa la lengua por los labios resecos para humedecérselos.
—¿Quieres un poco de agua? —dice Anna-Karin, pero él responde que no con un gesto de impaciencia.
—Mi padre tenía sueños premonitorios. Yo mismo he tenido dos sueños así. El primero, la noche antes de que tú nacieras.
El abuelo mira la puerta de reojo. Luego baja la voz hasta que se convierte casi en un susurro.
—Soñé con una luna que se elevaba sobre Engelsfors. Se teñía de rojo con la sangre de un chico de pelo oscuro. Soñé con un zorro y una muchacha de ojos verdes. Una muchacha que tendría que afrontar muchas cosas. Pero era fuerte. Más fuerte y más valiente de lo que ella creía. Y no estaba sola. Tenía amigos. ¿Sabes de quién hablo, Anna-Karin?
A Anna-Karin se le llenan los ojos de lágrimas. Y lo único que puede hacer es asentir.
—Y anoche volví a soñar… Un sueño que no era un sueño. Me vi en la tierra fronteriza entre los vivos y los muertos. Me encontraba con una joven de cara pecosa. Vivió hace cientos de años, pero aún sigue en esa tierra fronteriza. Quería contarme muchas cosas, pero le era imposible. Lo único que dijo fue que tenéis que reconciliaros con vosotras mismas y con las demás de una vez por todas. Todas y cada una de vosotras. El camino por el que transitamos es oscuro y peligroso, y debéis atreveros a confiar las unas en las otras y a conocer los secretos de las demás para poder enfrentaros a aquellos a quienes han bendecido los demonios.
—¿Los demonios? —dice Anna-Karin—. Abuelo, ¿qué sabes tú de los demonios?
El abuelo vuelve a mirar la puerta de reojo.
—No, nada, pero la joven me habló de ellos.
—¿Te dijo quién era el bendecido?
—No sé si lo sabía. O si es que no podía decirlo.
Anna-Karin reconoce los pasos lentos de su madre acercándose por el pasillo.
—Gracias por contármelo, abuelo —dice Anna-Karin en voz baja.
Ida sabe que no debería.
Pero ha cenado en casa de Erik y su familia. Y luego él le preguntó por enésima vez si quería acompañarlo al centro de EP.
Había algo en su tono de voz que le hizo comprender que no era simplemente una pregunta. Si le decía que no, se lo habría negado demasiadas veces. Y entonces todo habría terminado.
A Erik se le iluminó la cara y le dio un abrazo cuando le dijo que sí.
Y ahí van ahora, cruzando Engelsfors camino del centro de EP. Caminando de la mano. Novio y novia.
Es agradable hacerlo feliz. Y resulta liberador pasar de las advertencias del Libro y de Matilda y de las otras Elegidas. Decidir ella, por una vez.
—Mira —dice Erik cuando llegan al centro.
Ida le sigue la mirada y ve a Anna-Karin con su madre. Van hacia el portal que hay enfrente. La madre parece uno de los ejemplares típicos de Engelsfors, una de esas mujeres que se abandonaron hace ya mucho tiempo. Se pasean por la calle en pantalón de chándal lleno de bolsas, zapatillas de casa y camisetas viejas y arrugadas. Y sin el mínimo asomo de amor propio.
—Pero qué pinta tienen —dice Erik—. Por lo menos podían esforzarse un poco.
—Será que en las granjas siempre ha habido mucha endogamia —dice Ida.
Erik se echa a reír y le aprieta la mano. Le encanta estar en el mismo lado que él, en el de los fuertes, los ganadores, los que no van por ahí aterrorizados por si los fantasmas te invaden la cabeza y por si va a acabarse el mundo.
Esta noche Ida piensa fingir que es la misma de siempre. Puede que mañana sea demasiado tarde. No se fía ni por un momento de que ese misterioso ritual sea buena idea.
El centro de Engelsfors Positivo está casi vacío. Los carteles de la fiesta de primavera del lunes siguiente refulgen desde todas las paredes. Erik le suelta la mano, le da un beso en la mejilla y se adentra en el local. Allí está Robin aporreando los botones de una máquina recreativa.
Ida ve a Julia sentada en el sofá, trasteando con el móvil. Cuando se acerca, Julia se queda boquiabierta y ríe nerviosa.
—Por Dios, qué guay —dice la muy traidora—. ¿Tú también te has apuntado?
—¿También?
—Sí, o sea, mi madre tenía muchas ganas de que me asociara, siempre me estaba dando la lata. Y además, Felicia iba a venir hoy y ahora vienes tú con Erik…
—Entiendo —dice Ida.
Y lo dice de verdad. Si le hubiera sido posible, ella también se habría apuntado a Engelsfors Positivo.
—¿Está aquí Felicia?
Julia aparta la mirada.
—Bueno, la verdad es que no salgo mucho con ella, solo a veces, cuando tú no puedes…
Se le ha desvanecido esa sensación de triunfo tan agradable. Detrás solo queda un vacío enorme. Y allí resuena una vocecita, que cada vez reconoce más en estos últimos tiempos.
¿Merece la pena merece la pena merece la pena merece la pena?
Es como si se hubiera pasado la vida representando un papel y ahora no encajara en la obra. Los demás actores han cambiado y no se comportan como debieran.
O soy yo, piensa Ida. Soy yo la que ha cambiado. Me estoy convirtiendo en un monstruo, como las demás Elegidas.
—No pasa nada. Felicia y tú podéis veros tanto como queráis. Podéis pasaros los días haciéndoos peinados. Me da igual.
—Estás enfadada, te lo noto —dice Julia insegura.
—No, lo digo en serio. Ya apenas recuerdo por qué nos peleamos Felicia y yo.
Julia la observa preocupada, como si se hubiera colocado encima de una trampilla y tratara de averiguar si Ida tiene intención de abrirla.
—Qué bien —dice, y esboza una sonrisa prudente—. Entonces por fin podemos volver a ser amigas las tres. Y además estamos en EP las tres juntas.
Ida le sonríe con frialdad.
—Voy a charlar con Felicia, para que sepa que estás aquí y que quieres hacer las paces y eso —dice Julia y se marcha.
Ida suspira y da una vuelta por el local. Una de las paredes está totalmente cubierta de dibujos infantiles. Grandes soles resplandecientes, familias enteras de monigotes que sonríen de la mano delante de sus casas, abejorros, gatos y perros que ríen. En muchos de ellos aparece el nombre de Rasmus, allí plantado orgullosamente en mayúsculas trazadas con ceras.
Una puerta se abre de par en par en el local. Ida se da la vuelta y ve a Gustaf cruzando la sala, de camino a la salida con pasos enérgicos. Ni siquiera se ha dado cuenta de su presencia.
¡Ge!, le gustaría llamarlo, pero ahoga el nombre en la garganta.
¡Por favor, Ge! ¡Ge! ¡Porfa, Ge, mírameeee! ¿Puedo lamerte los zapatos, Ge?
La ve y se para.
—¿Tú también te has apuntado?
Parece muerto de asco. Ida no acierta a encontrar las palabras. Nunca lo ha visto tan enfadado.
—No, yo… vengo a acompañar a Erik.
Le sale una vocecita débil que odia. Carraspea y se da unos golpes un poco exagerados en el pecho, como para sugerir que está resfriada.
—¿Ha pasado algo? —dice luego.
Gustaf mira de reojo en la dirección de la que venía. Rickard está en el umbral de la puerta y les hace gestos a Erik y a Robin para que se acerquen. Antes de que Rickard cierre la puerta, le lanza a Gustaf una sonrisa y le enseña el pulgar levantado.
—Menudo cerdo —murmura Gustaf.
—¿Qué pasa? —dice Ida.
—Ha dicho una cosa de Rebecka… —Gustaf guarda silencio y niega con la cabeza—. No puedo hablar de esto contigo.
—¿Por qué no?
La mira cansado.
—Porque tú eres tú —dice, y sale a la calle.
Ida lo mira. Tiene que resistirse para no salir corriendo detrás de él, agarrársele a la pierna, dejarse arrastrar por las calles de Engelsfors hasta que responda a la pregunta viva en que se ha convertido.
¿Y qué tengo yo de malo?
¿QUÉ TENGO YO DE MALO?
Erik la llama. Se traga las lágrimas antes de darse la vuelta.
—Tenemos que hacer una cosa —dice Erik—. Se está haciendo tarde. Sería mejor que te fueras a casa.
—¿Qué vais a hacer?
—Vete a casa, nos vemos mañana.
No quiere irse a casa. La idea de estar sola le produce escalofríos. No sabe si podrá superarlo. Que primero te rechace el amor de tu vida y luego, tu novio. Ida nunca ha estado tan lejos de sentirse como una triunfadora.
—¿Y por qué no puedo ir con vosotros?
—No es para todos los miembros.
Ida reconoce la expresión de Erik. Es la misma que tenía cuando le dio las tijeras aquella vez, en octavo, cuando le cortaron el pelo a Elias. Y cuando le dio la contraseña de la cuenta de Anna-Karin y le escribieron todas aquellas cosas en su muro. Ha visto a Erik así muchas veces. Siempre la ha llenado de expectativas. La emoción y la tensión irresistibles de ver a alguien que piensa ir demasiado lejos.
Por primera vez, esa expresión le da miedo.
Y de repente, la siente.
La magia.
No estaba allí hace un momento, pero ahora llena todo el local, ondea por las paredes.
Hay brujería en la sala. Brujería poderosa.
Ida mira a su alrededor.
—¿Quién más hay aquí? —pregunta.
—Rickard, Robin, Julia, Felicia… Helena y Krister seguramente estarán en el piso de arriba, supongo. No sé si habrá alguien más, ¿por qué?
A Ida se le pone la carne de gallina, siente unos escalofríos por la espalda, por el pecho, por el cuello, por la cara. Como una fiebre que se le hubiera extendido por el cuerpo en tan solo unos segundos. El aire empieza a chisporrotear a su alrededor, cargado de electricidad.
—¿Qué pasa? —pregunta Erik y alarga el brazo hacia ella.
Un rayo blanco y minúsculo atraviesa el aire antes de que le haya rozado la chaqueta siquiera. Suelta un grito.
—¡Mierda! Me has dado un calambre.
Las bombillas del techo empiezan a parpadear y entonces se va la luz por completo. El local se queda como boca de lobo y las farolas de la calle se apagan.
—No, otra vez no —protesta Erik.
La magia de la habitación ha desaparecido súbitamente.
—¡Erik! —se oye la voz de Rickard en la habitación de al lado.
—Tengo que irme —dice Erik.
—Espera —dice Ida.
Quiere pedirle que no haga lo que piensan hacer.
—No hagas nada que no hiciera yo —dice, y trata de sonar graciosa.
Erik se echa a reír.
—Te lo prometo —dice y desaparece en la oscuridad.