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Acuerdan dejar el apartamento a intervalos de cinco minutos. Linnéa sale la primera y espera a Vanessa en Storvallstorget. Está sacando un paquete de tabaco y un mechero del bolsillo del vestido cuando llega por fin.

—¿Quieres uno? —dice, y Vanessa niega con la cabeza.

Linnéa enciende el cigarro y aspira el humo intensamente. La verdad, debería dejarlo. Si no por otra razón, al menos porque no puede permitirse esa mierda.

Cruzan el centro de Engelsfors. El sol de la tarde les entibia la cara, se refleja en los escaparates de los locales desiertos.

Se paran en un pequeño parque infantil.

Solo tiene unos columpios de neumático que cuelgan de unas cadenas que chirrían y un castillo que parece una trampa mortal.

Vanessa camina sobre la arena y mete las piernas por uno de los neumáticos. Linnéa se sienta en el borde del columpio que hay al lado.

—¿De qué crees que estaban hablando Alexander y Adriana? —pregunta Vanessa.

—Ni idea. Pero no me gustaría participar en sus reuniones familiares.

Linnéa se agarra de las cadenas, se echa hacia atrás y mira al cielo.

—Qué típico de Anna-Karin no dejar en paz el helecho de Nicolaus.

—Pero cómo iba a saber ella que Alexander iba a presentarse allí —dice Vanessa.

—No, ya lo sé. Es solo que… Qué más da. A veces me saca de quicio.

—¿Por qué?

—No lo sé —responde Linnéa, que tira el cigarro a la arena y lo apaga de un pisotón.

Lo sabe perfectamente. Esa ingenuidad blandengue y contenida de Anna-Karin. Que siempre adopte el papel de víctima. Y el hecho de que ella misma bien podría haberse convertido en una Anna-Karin si no se hubiera propuesto ser dura e inaccesible.

—Por cierto, ¿quién era aquella chica? —pregunta Vanessa—. La que fue a tu casa ayer.

Linnéa se pone derecha, se da un poco de impulso en el columpio y le cuenta la visita de Diana. Luego le confiesa que tuvo que justificarse ante Jakob por la tarde. Por supuesto, Diana se lo había chivado todo.

Y Vanessa la escucha. Como nadie la había escuchado desde que murió Elias.

Por eso la quiere.

Quiere a Vanessa.

Es una certeza que siente en toda su intensidad. No es la primera vez, pero siempre la sorprende igual. Una euforia que le recorre el cuerpo. Tiene que recordarse a sí misma que es solo cuestión de neurotransmisores, esas sustancias que engañan al cerebro y que le hacen creer que todo es fantástico.

Y es que sabe que no hay esperanza. Igual que sabe que es una esperanza que nunca perderá.

—Imagínate que Helena también esté detrás de esto —dice Vanessa.

Linnéa trata de volver a concentrarse. Casi ha olvidado de qué estaban hablando.

—Como pensaba que fuiste una mala influencia para Elias… —prosigue Vanessa—. Si se ha vengado de Adriana consiguiendo que la despidan, ¿quién dice que no iba hacerte a ti una cosa así? Seguro que la tal Diana también es miembro de Engelsfors Positivo.

—Un poco rebuscado, ¿no? —dice Linnéa y planta los pies en el suelo para detener el columpio de golpe.

—No sé —dice Vanessa—. Parece menos rebuscado que decir que los vecinos que no tienes se quejen de las fiestas que no das.

—Espero que te estés equivocando —dice Linnéa—. Preferiría que fuera un malentendido y no una conspiración como una casa.

Piensa en aquello que solía decir Elias.

Puede ser que estés paranoico, pero también puede ser que vayan a por ti.

El equipo de redacción del Engelsforsbladet ha terminado la jornada. Todos menos su padre, que sigue sentado en el despacho escribiendo el editorial del próximo número. Minoo puede verlo a través de las ventanas. A veces levanta las manos del teclado y se queda mirando la pantalla con expresión insatisfecha. Mueve los labios en silencio. Arruga la frente. Ladea la cabeza. De pequeña, Minoo se reía de la cara que ponía su padre cuando lo veía escribir.

Está esperándolo en la sala de descanso mientras hojea la última edición del Engelsforsbladet. Ha venido a hablar con él de Helena. Le ha dicho que le quedaba un cuarto de hora. Ya han pasado cuarenta y cinco minutos.

El periódico es del viernes pasado y contiene un largo artículo sobre los problemas que han tenido en las últimas semanas con la electricidad. Los responsables se sienten «impotentes», según informa uno de los titulares. Nadie encuentra el menor fallo en el sistema. Minoo sigue pasando las hojas.

Helena Malmgren le sonríe a doble página. El becario del periódico le ha hecho una semblanza. Minoo echa un vistazo al texto, carente del menor atisbo de crítica. Al parecer, Helena se ha ganado otro admirador en el transcurso de la entrevista.

Minoo pasa la hoja. Un artículo sobre el riesgo permanente de incendios forestales. Una doble página de una señora que señala con gesto acusador un bache en la calle, a la puerta de su casa. Alguien que ha visto un lince y le ha hecho una foto borrosa con el móvil.

Minoo se salta las hojas de los resultados deportivos, los partes meteorológicos y los menús escolares. En la penúltima página están las necrológicas y no puede evitar leerlas. Es casi compulsivo. Recorre los símbolos con la mirada. Hay cruces, palomas, lirios de los valles, puestas de sol resplandecientes, barcos, emblemas de diferentes clubes deportivos…

Siempre siente un gran alivio cuando no ve a nadie de la edad de sus padres o más joven.

Pero hoy encuentra una edad que la inquieta y un nombre que reconoce. Leila Barsotti. De cuarenta y dos años. La primera profesora de Minoo.

Lleva muchos años sin ver a Leila. Sin pensar en ella siquiera. Pero en primaria era su ídolo. Lloró su primer fin de curso porque no quería separarse ni de ella ni de aquellos libros escolares tan fantásticos.

La nota dice que Leila deja marido y dos hijos. Minoo cierra el periódico cuando ve que su padre se sienta a su lado con gesto de cansancio.

—¿Qué tal?

—Acabo de ver que se ha muerto Leila Barsotti.

—Es verdad. Leila. Lo siento, se me olvidó contártelo —le dice y la mira apenado—. Está claro que últimamente no hablamos tanto como de costumbre.

—Sí, está claro que no —le dice pero no tiene fuerzas para repetir la escena de esa mañana en el coche. Cambia de tema—. ¿Sabes que Engelsfors Positivo ha iniciado una colaboración con nuestro instituto?

El padre se yergue en la silla y mira a Minoo tan fijamente que quien no lo conociera pensaría que está enfadado.

—No. ¿Cómo te has enterado?

—Esta mañana ha habido una reunión en el salón de actos. Tommy Ekberg, que ahora es el director interino, ha presentado la nueva orientación «positiva» del instituto. Luego ha venido Helena y nos ha soltado un discurso. Nos ha animado a todos a acudir a su centro.

Ahora el padre parece enfadado de verdad.

—Por Dios, es un instituto público.

—Ya, pero ella está casada con Krister Malmgren, así que supongo que puede hacer lo que le dé la gana —dice Minoo—. ¿Crees que es ella la que está detrás del despido de Adriana López? ¿Como represalia por lo que le pasó a Elias?

—No lo sé —dice el padre resuelto—. Pero pienso averiguarlo.

Anna-Karin no quiere irse a casa, pero no sabe adónde ir. Ya no se atreve a refugiarse en el bosque. Y es muy tarde para visitar al abuelo. Ni siquiera el apartamento de Nicolaus es un lugar seguro. Y la culpa es suya. Debería haberse llevado el helecho a casa.

No sabe cuánto tiempo lleva dando vueltas por las callejuelas del centro de Engelsfors pero ha oscurecido y empieza a tener hambre. Tarde o temprano tendrá que regresar a casa. Su madre y ella no se han dirigido la palabra desde la discusión de ayer. Anna-Karin siente claustrofobia solo de pensar en volver al apartamento.

Cuando cruza Storvallstorget ve a Minoo debajo del letrero luminoso de color azul del Engelsforsbladet.

—Hola —dice Minoo saludándola con un gesto.

—Hola —dice Anna-Karin—. ¿Has venido a ver a tu padre?

Minoo asiente.

—Ha ido a por el coche. ¿Quieres que te llevemos?

—No, gracias —responde Anna-Karin.

Prefiere no volver a ver al padre de Minoo. Ya tuvo bastante con el primer encuentro, el invierno pasado.

—Vivo muy cerca —añade mirando al suelo.

—¿Cómo estás? —dice Minoo.

Anna-Karin se concentra en el adoquinado de la plaza.

—Así, así —murmura.

Se quedan calladas un rato. Unas chovas pasan sobrevolándolas. Se comunican con graznidos estridentes.

—Mi madre y yo hemos estado en el centro de Engelsfors Positivo, ya sabes —dice Anna-Karin—. Mi madre… Parece que odia todo lo que tiene en la vida y no hace nada. Apenas sale. Y Helena le dijo justo lo que necesitaba oír. O al menos, eso pensé yo. Pero ella no quiso hacerle caso. Y es que…

Anna-Karin se calla. Está a punto de contarle lo mucho que le preocupa el tema del dinero, pero le parece humillante.

—Es que no lo entiendo —dice al fin—. He probado con todo, pero es como si no quisiera cambiar. Por eso intenté… ayudarle el otoño pasado.

Anna-Karin termina por levantar la vista para mirar a Minoo. Tiene los brazos cruzados, como si se estuviera helando con la camiseta azul oscuro.

—Vale, ya sé que no es lo mismo para nada. Pero mi padre se está quitando la vida. Mi abuelo se murió de un infarto cuando tenía su edad, pero es como si mi padre pensara que es inmortal. No para de comer y no hace deporte y tiene la tensión altísima, solo hay que verlo. Y mi madre y él están todo el rato discutiendo y creo que se van a separar.

Minoo se ha quedado casi sin aliento y hace una pausa.

—Perdona —dice a continuación—. Me estabas contando tus problemas. Y voy y te suelto los míos.

—No pasa nada. No está mal oír que los demás también tienen problemas.

—Podemos fundar una alternativa a Engelsfors Positivo —dice Minoo—. «¡Engelsfors Negativo! Escucha a la gente que lo pasa peor que tú y te sentirás mejor.»

Las dos se echan a reír.

Un coche se aproxima. Anna-Karin mira en esa dirección y ve al padre de Minoo en el asiento del conductor. Oye las noticias de la radio a todo volumen. La voz tranquila de la locutora llega incluso fuera del coche.

—Tengo que irme —dice Minoo—. Y, bueno, no es que yo sea una experta en psicología, pero creo que lo que le pasa a tu madre es que tiene una depresión. ¿Quieres que intente conseguir algún número de teléfono? ¿Para que llame y pida ayuda? Seguro que mi madre sabe a quién recurrir.

—Gracias —dice Anna-Karin—. Pero no llamaría jamás.

—Piénsatelo de todas formas —dice Minoo.

Le acaricia el brazo a Anna-Karin con torpeza, y la pilla tan desprevenida que no tiene tiempo de reaccionar antes de que Minoo se meta en el coche.

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