Minoo sujeta con fuerza la bandeja de comida de color rojo mientras escruta el comedor del instituto. Hay un parloteo ensordecedor. Todo el mundo trata de hacerse oír a la vez por encima de los demás. Gritos, risas estridentes, timbres de teléfonos móviles, tintineos de cubiertos, arrastrar de sillas.
Por supuesto, hay muchísimos sitios libres, pero ¿dónde acomodarse sin sentirse como una intrusa?
Divisa a Linnéa con esa chica del pelo azul en una mesa en el centro de la sala. Están rodeadas de una pandilla de alternativos que parecen indignados. A Minoo le gustaría que hubiera una mesa a la que ella pudiera decir que pertenece claramente.
No ve a Anna-Karin por ninguna parte. Lo más seguro es que haya comido a toda prisa y se haya escabullido a algún sitio. Minoo la comprende. Que Viktor Ehrenskiöld te esté vigilando prácticamente en todas las clases le destrozaría los nervios a cualquiera.
Minoo se decide por fin. Se sienta en la mesa de unos frikis de la informática de otra clase. Están totalmente inmersos en su mundo digital y ni siquiera miran en su dirección. Justo lo que ella quiere.
Los medallones de patata están duros, signo de que los han tenido recalentándose durante horas. No acaba de dar el primer bocado cuando alguien viene a sentarse con ella. Levanta la vista y ve que es Viktor.
—Hola.
Minoo vuelve a bajar la mirada.
—¿Es que me he vuelto invisible? —dice tratando de parecer gracioso—. Me lo habrá pegado Vanessa, ¿no?
Minoo se concentra en cortar despacio los medallones de patata en pedacitos regulares. Es patético, pero le da vergüenza comer delante de Viktor. Su sola presencia acentúa la dimensión física de todo lo que hace. Como si ella no fuera más que un cuerpo humano desgarbado y torpe, con multitud de secreciones repugnantes, y él un ser etéreo que surca el aire flotando y se alimenta del néctar de las flores y del canto de los pajarillos. ¿Irá al baño siquiera? No se lo imagina.
Viktor se inclina sobre la mesa. Una vez más, a Minoo le sorprende que no despida ningún tipo de olor. Algo que contribuye a que toda su personalidad sea un poco desagradable. Ambigua. No del todo humana.
¿Y quién ha dicho que Viktor sea humano? Quizá Ida tenga razón. Si ahora hay demonios y brujas, puede existir cualquier cosa, ¿no?
—No soy tu enemigo —dice Viktor en voz baja—. No voy a ser yo quien os interrogue, lo único que hago es ayudar a mi padre. Y él tampoco es vuestro enemigo. Solo se ocupa de que se acaten las normas. Eso nos beneficia a todos. Si no, esto sería un caos.
Minoo guarda silencio. Nota las miradas de los frikis de los ordenadores desde el otro extremo de la mesa. No le sorprendería que empezaran a chismorrear sobre Viktor y ella.
—Venga, Minoo. Tarde o temprano tendrás que hablar conmigo —le susurra.
No me digas, piensa Minoo y sigue cortando los medallones de patata.
—Eh, ¿hola? —dice Viktor tocándole la mano.
Minoo la aparta bruscamente y suelta el cuchillo.
—Perdona —dice Viktor retirando la mano—. Pero es que no entiendo por qué te comportas de esta manera tan infantil. Eres la más lista. No me refiero solo de… tu grupo, sino de todo el instituto. Mira a tu alrededor. Eres la única persona con la que podría trabar amistad.
Minoo levanta la vista y lo mira a los ojos. No puede seguir callada.
—¿Y se supone que eso es un halago?
—Yo solo digo las cosas como son —dice Viktor con calma.
—Tú y yo jamás vamos a ser amigos —le responde Minoo con la misma calma—. Anna-Karin es amiga mía.
En el mismo momento en que lo dice se da cuenta de que es verdad. Acaba de tomar conciencia de ello. Se preocupa por Anna-Karin. No solo porque sea una de las Elegidas, sino porque es Anna-Karin. De repente, lo ve tan claro como que Viktor Ehrenskiöld es su enemigo.
Pincha tres trozos de patata con el tenedor, se los mete en la boca y los mastica.
—Adiós —le dice.
Viktor menea la cabeza, como si le diera pena, antes de levantarse de la mesa.
La voz de Ida se eleva hacia el techo. Llena la sala de música.
Amazing grace, how sweet the sound, that saved a wretch like me. I once was lost but now am found, was blind, but now I see.[2]
Cierra los ojos, tiene la certeza de que llegará a la nota más alta y se esfuerza todavía más. La sala de música se convierte en un auditorio, está sola bajo los focos. Se imagina al público, miles de ojos fijos en ella.
I shall possess within the veil, a life of joy and peace…
Ida termina con un vibrato y abre los ojos.
Julia y Felicia y el resto del coro del instituto gritan de júbilo y aplauden. Ida suspira satisfecha y le da las gracias a su público.
Pero luego ve la sonrisa preocupada de Kerstin Stålnacke.
—Pero por Dios santo, Ida —dice la directora del coro—. ¿Qué vamos a hacer contigo?
A Ida se le hace un nudo en el estómago. Siente todas las miradas puestas en ella.
—¿He hecho algo mal? —dice sonriendo.
Ha entonado bien todas las notas. ¿Qué tiene que criticar la tía esa?
—Tienes una técnica asombrosa. Pero debes dar rienda suelta a tus sentimientos.
Ida mira la ropa de Kerstin, que parece una tienda de campaña, y el peinado, claramente de lesbiana. No quiere ni pensar qué tipo de sentimientos espera que exprese.
Qué típico que sea esa perturbada la que dirija el coro. Si ni siquiera sabe de lo que habla. Todo el mundo sabe que Ida es la que mejor canta del instituto, probablemente de todo Engelsfors. No es un alarde, es un hecho.
Pero es lo de siempre, que los mediocres quieren pisotear a los buenos, solo para que no se note que son tan mediocres, piensa Ida. Kerstin no podría cantar ni en la ducha.
—¡Eso es! —dice Kerstin señalándola.
—¿Qué?
—¡Un sentimiento! ¡Ira! Estás enfadada conmigo. Te lo veo en los ojos.
—Yo no estoy enfadada en absoluto —dice Ida—. Solamente estoy concentrada. Trato de escuchar lo que dices y de asimilarlo.
Kerstin se acerca a Ida dando zancadas con la tienda de campaña ondeando a su alrededor. La agarra con fuerza de los hombros y la mira fijamente a los ojos.
—No tengas miedo de mostrar quién eres cuando cantas. Exprésate. Incluso si es algo feo. O arriesgado. Atrévete a expresarlo. Tu sensibilidad. Tu vulnerabilidad. Atrévete a mostrárnoslo, Ida.
Ida está tan estupefacta que no puede pronunciar palabra. En cuanto Kerstin la suelta, se va junto a Felicia y Julia, y empiezan a cuchichear que Kerstin es tonta de remate. Eso es justo lo que Ida quiere oír, pero aun así, no se siente mejor.
—Adelante, Alicja —dice Kerstin invitando con un gesto a una tierna alumna de primero cuya melena oscura necesita desesperadamente una mascarilla.
Las lámparas del techo relampaguean al irse la luz, que no tarda en volver. Una idea empieza a atormentar a Ida.
A lo mejor es fallo mío. A lo mejor esa es la razón de que Ge no me quiera.
Pero aparta ese pensamiento. Tiene que creer en sí misma.
No es fallo suyo, sino de la cerda de Kerstin Stålnacke.
Minoo se queda un rato más en la biblioteca del instituto. Tiene que prepararse para un examen de lengua y no le apetece estudiar en su casa en mitad de una discusión.
Pero aquí tampoco la dejan tranquila. Los pensamientos persisten, reclaman su atención martilleándola como pequeños pájaros carpinteros. Viktor. El Consejo. Alexander. Adriana. Anna-Karin. Nicolaus. Los demonios. Matilda. Los pájaros carpinteros picotean una y otra vez, pero todas esas ideas no conducen a ninguna parte.
—Me temo que tengo que cerrar.
Minoo levanta la vista de la mesa. La bibliotecaria del instituto, Johanna, sonríe a modo de disculpa desde la sección de teatro. Encima de su barriga de embarazada descansa una pila de ejemplares de la versión de Romeo y Julieta para la representación de clase.
—Perdona —dice Minoo—. Ya me voy.
Cierra el libro y lo guarda en la mochila, que ya está llena a reventar.
—Que pases un buen fin de semana —dice Johanna y cierra con llave la puerta cuando sale.
Minoo se queda allí parada. Una voz de chica resuena por el hueco de la escalera.
Ave Maria! Jungfrau mild, erhöre einer Jungfrau Flehen…[3]
Minoo sopesa las alternativas y las descarta una a una. El Café Monique está muerto y enterrado. Y, siendo viernes por la tarde, en la colina de Olsson habrá un montón de borrachos y adolescentes como ella bebiendo cerveza. Se plantea ir a las esclusas, pero está demasiado cerca del caserón y de Viktor como para relajarse. Le gustaría ir a casa de Gustaf, pero la ha estado evitando desde que tuvieron la «discusión» sobre Engelsfors Positivo. Y es demasiado cobarde como para acercarse a él.
O Mutter, hör ein bittend Kind! Ave Maria!
La canción concluye y le sigue un corto aplauso, y el instituto se sumerge en el más absoluto silencio.
A Minoo no le queda otra opción que irse a casa. Con un poco de suerte, sus padres estarán tan ocupados pensando que la tía Bahar llega mañana que puede que se olviden de discutir. En caso contrario, siempre le queda su rincón en el jardín.
Como un perro en la zona del parque reservada para animales, piensa.
De repente, otra voz rompe el silencio. Una mujer que habla en voz alta e indignada, y que se calla cuando se cierra una puerta.
Tarda un segundo en darse cuenta de que era la directora.
Se apresura hacia la escalera de caracol y la baja con tanta cautela como puede, para que no se oiga el eco de sus pasos. Abre la puerta y sale al pasillo, a la altura del despacho de la directora.
—¡No tenéis ningún derecho a hacer esto! —oye decir a Adriana detrás de la puerta cerrada.
Otra voz le responde, demasiado bajo como para que Minoo pueda distinguir ninguna palabra.
Minoo pasa de puntillas por el despacho del subdirector, Tommy Ekberg. La puerta está abierta de par en par. No hay nadie. Dentro hay otra puerta que comunica ese despacho con el de la directora. Está entreabierta. Una rendija minúscula, pero suficiente.
Minoo nunca ha deseado tanto como ahora tener los poderes de Vanessa. En realidad no se atreve. Pero tampoco podría irse de allí sin haberlo intentado.
Se cuela en el despacho de Tommy Ekberg. Tiene la mesa llena de papeles sueltos y de archivadores abiertos. En medio del desorden hay una chocolatina a medio comer.
Minoo da los últimos pasos que la separan de la puerta y se agacha para que no la vean. Luego se pone a espiar.
Ve a la directora detrás de la mesa. Tiene las persianas bajadas y la única luz de la habitación procede de la lámpara de libélulas que hay encima del escritorio.
Al otro lado de la mesa hay tres personas. Tommy Ekberg, el profesor de dibujo, Petter Backman, y una mujer de melena corta y rubia vestida de traje.
—Es completamente absurdo —dice Adriana—. ¿Quién está detrás de todo esto?
—Es una resolución municipal —dice la mujer de traje.
—También entre los profesores hay un descontento generalizado —añade Petter Backman—. Como representante sindical…
—Las cosas no se pueden hacer así —dice Adriana.
—Naturalmente, tú y tu representante sindical podéis recurrir la decisión del tribunal laboral, pero ahora queremos que recojas tus pertenencias y dejes el despacho —dice la mujer del traje—. Tommy Ekberg te sustituirá como director, al menos de momento.
—Adriana, lo siento muchísimo, de verdad… —murmura Tommy, atusándose el denso bigote.
—Me niego.
—Tienes dos opciones —dice la mujer del traje—. O te vas voluntariamente. O viene la Policía a buscarte.
—¿La Policía?
—Tu responsabilidad en el asunto de Elias Malmgren y Rebecka Mohlin debe investigarse. En principio, queremos llevar a cabo una investigación interna pero, si no cooperas, tendremos que tomar medidas. Seguro que lo comprendes.
Se diría que Adriana está a punto de desmayarse. Tiene las palmas de las manos apoyadas en la mesa.
Petter Backman gira la cabeza y Minoo tiene el tiempo justo de esconderse detrás de la puerta antes de que él tire y la cierre. Sale con sigilo del despacho de Tommy, continúa por el pasillo y baja la escalera principal. Está tan indignada que le cuesta respirar.
Es demasiado horrible. Demasiado injusto.
Y allí pasa algo raro, muy raro.
Anna-Karin está sentada en el banco de cocina grisáceo de la pequeña sala de estar que tiene el abuelo en Solbacken. Aunque se ha llevado sus muebles, no parece que viva allí realmente.
El abuelo pasa con cuidado el dedo índice por las marcas de color rojo rabioso que tiene Anna-Karin en la mano izquierda. Todavía no se le ha curado del todo la herida de la mordedura del zorro. Por las noches siente unos pinchazos sordos y dolorosos. Durante el día, le pica. Y a veces, como en este momento, tiene una sensación heladora, como de escarcha que se le fuera extendiendo por todo el brazo. Le han puesto la antitetánica, pero ese frío la asusta, le vienen a la cabeza palabras como «gangrena» y «amputar».
—Deberías volver a ponerte un emplasto de hojas de llantén —dice el abuelo—. Pero acuérdate de lavarlo antes a conciencia, para eliminar todas las bacterias que haya en la tierra. Si no se te alivia, pregúntale a tu madre si le queda algo de mi pomada de caléndula.
Anna-Karin duda.
Le ha contado al abuelo algo de lo que sucedió el año pasado, de sus poderes y de cómo los usó. De todas formas, él ya tenía sus sospechas. Pero nunca le ha hablado de las Elegidas. Ni del Consejo. Ni del Apocalipsis.
—¿Cómo sabes tú de estas cosas?
—Mi padre me enseñó a usar las plantas.
—Pero no solo eso. Siempre has sabido… un montón de cosas. Como lo de las varillas de zahorí. Y viste la luna de sangre. Y siempre has tenido presentimientos. El año pasado, con todo lo que me ocurrió… Sabías que tenía que ver con la magia.
El abuelo cruza las manos sobre las rodillas y se inclina hacia ella.
—Puede que algunos lo llamen magia. Pero para mí siempre ha sido parte de la naturaleza. Para mi familia no era nada raro. Lo llevamos en la sangre.
—¿Sabes qué es el Consejo? —susurra Anna-Karin.
Casi contiene la respiración. Pero el abuelo la mira con extrañeza.
—¿Qué consejo?
—No, nada. Yo qué sé. No importa —contesta bajando la vista.
Se lo cuenta. Empieza desde el principio, la primera vez que lo vio junto al árbol muerto, continúa hablando de cuando el trueno cruzó el cielo y el día se oscureció solo unos minutos, como si estuviera atardeciendo.
—No entiendo por qué lo hizo. Me refiero al zorro.
—¿Te acuerdas de la familia de zorros que tenía la madriguera justo en el lindero del bosque? —pregunta el abuelo.
Anna-Karin se estremece, como si el frío del mordisco se le estuviera extendiendo por todo el cuerpo. Es un recuerdo de antaño, que no tiene nada que ver con ella.
—Abuelo, soy yo. Anna-Karin. Solo tenía unos meses cuando lo de a familia de zorros.
No está segura todavía de si cree que está hablando con ella y no con su madre o con la abuela Gerda.
—¿Qué quieres decir? —le pregunta.
Tiene la expresión ensimismada. Se ha retirado a ese lugar donde ella no puede alcanzarlo. Anna-Karin se levanta y le da un abrazo con cuidado.
Espera que él también vuelva. Que no se extravíe sin remedio.