Minoo cierra el puño y manotea en el aire para defenderse de la enorme pelota blanca que viene hacia ella.
Nota perfectamente que Viktor se ríe burlón al otro lado de la red y está segura de que se la ha tirado a ella a propósito.
La pelota le da en los nudillos y sale disparada en la dirección errónea. En su trayectoria, rebota fuera de la pista. El resto del equipo protesta a voz en grito mientras corre para recuperarla.
Siente sus miradas en la espalda. Los odia. Odia todo lo que tenga que ver con esa enorme cámara de tortura llamada gimnasio que apesta a sudor. Y además, la pelota se ha metido rodando debajo de las gradas. Se estira para alcanzarla, pero solo consigue que se aleje aún más. No puede dominar el balón ni cuando está parado.
—¡Qué bragas más bonitas! —grita Kevin, y Minoo se tira de los pantalones de deporte, que se le han bajado unos centímetros.
Minoo se mete debajo de las gradas y consigue por fin recuperar el dichoso balón. Cuando logra salir, ve la mirada compasiva de Anna-Karin desde la pista contigua.
En comparación, el Apocalipsis es una minucia. El voleibol es sin duda lo peor a lo que puede enfrentarse un ser humano. En todos los demás deportes de pelota, Minoo puede dedicarse a correr con entusiasmo de un lado a otro por el borde de la pista, lo justo para que la profesora de gimnasia, Lollo, crea que «por lo menos lo intenta». Pero en el voleibol son tan pocos en cada campo que Minoo no puede esconderse entre la multitud. Y pronto le llegará el turno de sacar.
El balón pasa de un lado a otro por encima de la red y Minoo intenta con toda su fuerza de voluntad que no vuelva a caer cerca de ella.
Y esta vez, el destino se muestra clemente. La salvación llega cuando Lollo hace sonar el silbato.
—Vale, por hoy lo dejamos aquí, ¡gracias! —grita.
Minoo se apresura hacia las gradas y recoge la mochila, tratando de evitar las miradas de los demás.
Pero al darse la vuelta casi tropieza con Viktor, que la mira con expresión divertida. Y, por supuesto, sin una gota de sudor.
—No se puede ser bueno en todo —dice impidiéndole el paso.
Minoo no responde. Desde la reunión del parque, hace ya casi tres semanas, no le ha respondido ni una sola vez cuando se ha dirigido a ella. Ha sido bastante difícil, teniendo en cuenta que se sientan juntos en todas las clases de Ylva.
—Da la casualidad de que se me dan bien los juegos de pelota, pero te aseguro que odio los deportes tanto como tú.
No soporta ni mirarlo. Alza la vista hacia las pequeñas ventanas que hay cerca del techo. Fuera ve un cielo gris sobre el asfalto del patio y unos vaqueros que pasan de largo.
—Es que es tan absurdo, ¿no? —prosigue Viktor—. Vamos, que no me parece que tenga ninguna importancia. Puedo llegar a entender que alguien como Kevin necesite sentirse ganador a veces, pero…
Minoo lo aparta para abrirse paso y echa a andar hacia los vestuarios.
—Nos vemos luego —le grita mientras ella se aleja.
Vanessa se hace sombra en los ojos con las manos y pega la cara al escaparate de Kristallgrottan. En la penumbra de la tienda se vislumbran atrapasueños, bustos egipcios y delfines.
CERRADO POR INVENTARIO, puede leerse con letras de los colores del arcoíris en una nota pegada con cinta adhesiva por dentro de la puerta. Pero no hay ni el menor signo de actividad en el establecimiento. Solo el aroma del incienso que se difunde por el centro comercial.
Las últimas semanas Vanessa se ha pasado por allí todos los días a diferentes horas, pero siempre se encuentra la tienda cerrada. Y no es posible dar con Mona Månstråle. No hay ni rastro de su existencia. Minoo ha llamado incluso a la oficina tributaria, y la ha estado buscando en algo así como una base de datos del trabajo de su padre. Ni el menor indicio.
Vanessa suspira y se aleja del escaparate. ¿Qué coño van a hacer si no consiguen dar con Mona? Por supuesto, el Libro de los paradigmas no responde a ninguna pregunta acerca de cómo comunicarse con los muertos. No es la primera vez que Vanessa piensa que el Libro se comporta como una vieja gruñona.
La ya débil iluminación de Citygallerian parpadea con un chisporroteo. Desde la gran tormenta, la electricidad en Engelsfors no ha ido muy fina. Además de ser irritante, a Vanessa le recuerda un poco más de la cuenta a las películas de miedo.
Sale deprisa del centro comercial y camina calle adelante. Unas banderas del ICA ondean solitarias al viento en el exterior del enorme supermercado. Todavía hace calor, aunque están a mediados de septiembre.
Lo primero que ve Vanessa al doblar la esquina hacia la plaza de Storvallstorget es que alguien se acerca caminando.
Y es una de las últimas personas a las que le apetece encontrarse en este momento.
Se plantea darse la vuelta, fingir que no lo ha visto. Pero son las únicas criaturas vivientes a la vista. Él debe de haberla visto también y si tratara de evitarlo, se daría cuenta.
Sigue caminando.
Tiene la sensación de que pasan cien años hasta que al final se encuentran. Jonte parece tan incómodo como ella.
—Hola —dice Vanessa.
—Hola. ¿Cómo va eso?
—Bien, muy bien.
—Ajá, qué bien.
Silencio.
—¿Y tú qué?
—Yo, bien —dice Jonte mirando a su alrededor, como si esperara que alguien viniese a rescatarlo—. Cuánto tiempo.
—Sí.
Porque eso parece, aunque solo han transcurrido tres semanas desde que lo dejó con Wille. Y con él, también le dijo adiós a toda su pandilla. No es que los eche de menos, pero sí que añora lo fácil que era la vida. Siempre podían pasar el rato en casa de Jonte, siempre podían convencerlo de que montara una fiesta. Sin Wille, de repente tiene un montón de tiempo con el que no sabe qué hacer, y en esta ciudad es muy difícil ocuparlo.
—Qué pena que las cosas hayan salido así —dice Jonte—. Joder, todo es mucho más aburrido ahora que no estás.
Parece incómodo y aparta la vista.
Vanessa está asombrada. Jonte nunca ha dado muestras de que ella le cayera bien. Más bien parecía soportarla. Por otro lado, rara vez ha demostrado un verdadero interés por nada, excepto por la plantación que tiene en el sótano.
—¿Tú lo sabías? ¿Sabías que estaba con otra?
Jonte tiene tal cara de culpabilidad que no hace falta que conteste.
Dios, ¿cuánta gente lo sabía? Si Jonte lo sabía, ¿Lucky también? ¿Pensarán que es una de esas tías con la cabeza hueca que no se enteran de nada? Vanessa se avergüenza, y no soporta sentir vergüenza cuando el capullo es Wille.
—Espero que no estés mosqueada conmigo —dice Jonte colocándose la gorra—. Como fue culpa mía y…
¿Culpa suya? Esto sí que es una noticia. Noticia que Jonte supone que Vanessa ya conocía; de otro modo, no habría dicho eso.
Trata de mantenerse impasible y lo deja que siga hablando.
—Elin y yo estábamos en la misma clase. Siempre me ha caído bien. Por eso la invité a la cabaña de mi padre. Nunca pensé que ella y Wille…
Las piezas del rompecabezas empiezan a encajar en su sitio en el cerebro de Vanessa. Clic, clic, clic. Componen una imagen que no había visto antes.
Ese fin de semana del año pasado que Wille se largó sin más. Que volvió y le dijo que había estado en la cabaña del padre de Jonte. Le contó que solo había ido a pensar, que había comprendido cuánto la quería. Entonces fue cuando le dio el anillo.
Pero todo era mentira.
Se le declaró a Vanessa porque tenía cargo de conciencia. Se había acostado con la tal Elin. Y Vanessa se lo tragó todo sencillamente. Hasta dejó a su madre y a Melvin por él.
Incluso cuando lloraba en el sofá de Sirpa y le decía que «quería ser sincero» le estaba mintiendo. Le dijo que solo la había engañado con Elin dos veces. Pero fueron tres. O más. ¿Quién sabe cuántas?
De repente, Vanessa tiene ganas de vomitar.
—Me tengo que ir. Tengo que… Tengo que recoger a Melvin.
Ve el pánico en los ojos de Jonte al comprenderlo todo.
—Mierda, no lo sabías. Perdona.
—Estoy harta de perdones.
Por si fuera poco, Melvin está de lo más caprichoso. Primero quiere sentarse en el carrito, luego quiere ir andando, después otra vez al carrito. Al final, Vanessa ya no aguanta más y lo lleva en brazos el último tramo, tratando de hacer oídos sordos a sus gritos. Al llegar a casa, se calla por fin. Consigue aparcar el carrito en el portal y, cuando entran en el ascensor, el niño se pone a llorar otra vez.
—¿Dónde está papá?
Genial. Justo lo que necesitaba.
—Tu padre no está en casa.
—¿Por qué?
—Ya lo sabes, Melvin. Ya no vive con nosotros. Va a vivir en otro sitio.
—¿Por qué?
—Esas cosas pasan a veces.
—¿Por qué?
Se pone en cuclillas y lo mira a los ojos.
—Va a ser estupendo. Piensa lo chulo que es tener dos sitios donde vivir. Tu padre se ha buscado un apartamento con una habitación preciosa para ti.
Melvin la mira con cara de no entender nada. El ascensor se detiene en su piso y Vanessa lo aúpa en brazos.
Abre con llave la puerta de la entrada y oye el zumbido del extractor de humo. El olor del tabaco llega hasta el recibidor.
Vanessa acaba de imaginarse a su madre llorando con un cartón de vino y un paquete de tabaco cuando la oye reírse. Por primera vez desde que Nicke se mudó, se está riendo. Y no se ríe sola. A la suya se une una risa ronca y cascada por el humo.
Vanessa solo conoce a una persona que se ría así.
Sienta a Melvin en una de las cajas de mudanza del recibidor y le ayuda a quitarse los zapatos. Luego, entran juntos a la cocina. La madre, que acaba de dar una buena calada a un cigarro bajo el extractor, pone una expresión de culpabilidad tremenda cuando los ve. Apaga el cigarro rápidamente en el cenicero lleno de colillas.
—Vaya, ¿ya es tan tarde? Hemos perdido la noción del tiempo por completo.
Vanessa se vuelve hacia la mesa de la cocina, donde Mona Månstråle fuma tranquilamente. Lleva el pelo rubio, destrozado por la permanente, recogido a media altura con una pinza en forma de mariposa. Tiene delante el cartón de vino y dos copas. Una de las copas tiene el borde embadurnado del lápiz de labios de Mona.
—¿Te acuerdas de Mona? —dice la madre—. La que te leyó el futuro en Kristallgrottan.
Mona Månstråle saluda a Vanessa con la mano y las pulseras de plata tintinean.
—Te llamabas Vanessa, ¿no? —dice con una sonrisa burlona.
Vanessa observa en silencio mientras la madre levanta a Melvin para que Mona lo vea, y esta le pellizca con fuerza las mejillas y le hace carantoñas. Parece como si Melvin quisiera morderle y Vanessa tiene la esperanza de que lo haga. Al final el pequeño consigue escabullirse y sale corriendo a la sala de estar. Inmediatamente después, oyen la televisión.
—¿Tú qué haces aquí? —dice Vanessa mirando a Mona.
—Jannike es una de mis mejores clientes. Y la más agradable. Hacía tiempo que no nos veíamos, así que no he tenido más remedio que llamarla y ver qué tal estaba.
Vanessa está convencida de que Mona no ha tenido más remedio que salir a ganarse un poco de dinero fácil.
—Mona es totalmente increíble —dice la madre—. Sabía exactamente lo que había hecho Nicke. Y dice que dentro de un año volverá con el rabo entre las piernas, pero no le servirá de nada.
Por supuesto. La especialidad de Mona es decir lo que sus clientes quieren oír. Ese es su auténtico talento, el que tanta fama le ha procurado. En Engelsfors hay mucha gente necesitada de esperanza.
La madre de Vanessa le pasa el brazo por los hombros y apoya la cabeza en la suya, apretando un poco más de la cuenta. Huele a tabaco y a vino agrio.
—Todo va a salir bien, Nessa. Un momento, que tengo que ir al aseo.
Suelta una risita y se marcha al cuarto de baño. Vanessa se acerca a Mona de inmediato y se sienta en la silla que tiene al lado.
—¿Dónde has estado? —le chilla—. La tienda lleva cerrada no sé cuánto tiempo.
—Eso no es asunto tuyo, encanto —le dice Mona mientras enciende otro cigarro. Después le sonríe—. He oído que tú también te has quedado soltera. Tendrías que haberlo dejado cuando te dije que lo vuestro no tendría futuro. Te habrías ahorrado todo esto. Y, por cierto, esa chica con la que te ha engañado… Tú la has visto una vez, pero ella nunca te ha visto a ti.
Vanessa oye a su madre trajinando en el baño. No tiene tiempo de interpretar los acertijos de Mona.
—Necesitamos tu ayuda. ¿Cómo se puede contactar con los muertos?
Mona la mira con curiosidad.
—Eso depende —dice, seria de pronto—. De si el alma ha seguido adelante o se ha quedado estancada. Y hay que saber el nombre del muerto.
—Esta alma está estancada, sin duda —dice Vanessa—. Y sabemos cómo se llama.
La cerradura del cuarto de baño hace clic.
—Ya lo hablaremos después del fin de semana —dice Mona.
—¡Pero es que es urgente!
—En mi mundo, no. Pásate por la tienda el lunes. Y ponte algo bonito.