20

La luz matutina se filtra por las persianas de la sala de estar de Nicolaus.

Un rayo de sol le arranca un destello a los ojos azules de Ida cuando cambia de postura en la silla. No es la primera vez, y difícilmente será la última, que Minoo se pregunta qué esconden esos ojos. ¿Quién es Ida en realidad?

—¿«Peligro»? ¿No podría haber especificado un poco menos? —dice Linnéa.

—¿Estás segura de que era Matilda?

Ida asiente.

—No soporto a esa zorra de mierda. ¿No podría meterse con alguna de vosotras, por una vez?

—Déjalo ya —dice Vanessa—. Me da más pena ella que tú.

Ida resopla.

—¿Qué crees que estaba intentando decirte? —pregunta Minoo.

—¡Y yo qué sé! Sé tan poco como vosotras. Y sí, ya sé que no lo tuvo fácil cuando vivía pero, en realidad, ¡eso no le da ningún derecho a estar invadiéndome todo el rato! También lo intentó una vez en el comedor. Aunque entonces pude impedírselo.

—¿Que hiciste qué? —dice Linnéa.

—Perdona que no quisiera tener otro de esos ataques frikis delante de todo el instituto.

Linnéa suelta un suspiro.

—Vale —dice Minoo—. Sabemos que Nicolaus nos advirtió de que vendrían «tiempos difíciles». Y Matilda también parece asustada. Pero no tenemos ni la menor idea de cuál es el origen de la amenaza.

—¿Soy la única que supone que son los demonios? —dice Linnéa.

—A lo mejor deberíamos preguntárselo —dice Vanessa.

—¿A quién? —dice Minoo.

—A Matilda. Quizá deberíamos hacer una sesión de espiritismo.

Minoo la mira.

Ya saben que los muertos pueden ponerse en contacto con los vivos. Pero ¿es posible hacerlo a la inversa? ¿Cuáles serían las consecuencias, en ese caso?

A pesar del calor, a Minoo se le pone la carne de gallina.

Rebecka.

Al principio del verano, estaba segura de que Rebecka y Elias habían dejado este mundo para siempre, que estaban donde debían estar, aunque ellas no supieran dónde. ¿Pero y si fuera posible contactar con ellos otra vez? ¿Y si hablaran con Rebecka? ¿Solo una última vez?

Le parece un pensamiento prohibido. Y no puede abandonarlo.

—¡Claro, una sesión de espiritismo! —dice Ida con voz chillona—. Y como es lógico, querréis que me presente voluntaria para hacer de imán con los fantasmas.

—Si todavía no hemos decidido nada —dice Minoo—. Ni siquiera sabemos cómo se hace.

—Y no parece que el Libro de los paradigmas vaya a contarnos mucho —añade Anna-Karin.

—También tenemos a Mona Månstråle —dice Vanessa—. Ya sabéis que nos ayudará siempre y cuando le paguemos.

—Bueno —dice Minoo—. Que Ida y Linnéa comprueben el Libro, por si acaso, y Vanessa, tú vas a Kristallgrottan.

—¿Por qué tengo que…? —empieza Vanessa, pero se calla y suspira—. Vale, vale.

—En cualquier caso, una cosa sí sabemos. Que no podemos confiar en el Consejo —dice Linnéa—. Así que a la directora ni una palabra, ni de esto ni de lo que nos contó Nicolaus.

—Pero Adriana está de nuestra parte —dice Vanessa—. Bueno, o algo así.

—Si algo nos ha confirmado la historia de Nicolaus es que no podemos confiar en ninguno de los miembros del Consejo —dice Linnéa.

Minoo le echa una ojeada al móvil.

—Tenemos que irnos ya.

—Por supuesto —dice Vanessa—. No vamos a perdernos la primera clase de magia del semestre.

Minoo camina junto a Linnéa en dirección a Kärrgruvan. Las demás van detrás, cada una por su lado.

Linnéa no ha dicho ni una palabra desde que salieron del apartamento de Nicolaus. De vez en cuando, Minoo mira de reojo el perfil, el flequillo y la melena de color negro que le llega por los hombros y que lleva recogida en dos coletas. Esconde los ojos cargados de maquillaje detrás de unas gafas de sol enormes.

A menudo, a Minoo le molesta la rudeza y la agresividad de Linnéa, pero también la admira. Es el tipo de persona que a Minoo le gustaría tener de amiga. Pero sus vidas son terriblemente distintas. Su conversación nunca fluye sin obstáculos, hay desconfianza por ambas partes.

—¿Crees que es posible? —dice Linnéa de repente—. ¿Contactar con los muertos?

—Eso espero. O sea, es obvio que Matilda está intentando contactar con nosotras.

—¿Y con un fantasma que no esté intentando comunicarse con nosotras?

Lo dice deprisa, como para ocultar lo que siente. Minoo supone que está pensando en Elias. ¿O quizá en su madre? Se pregunta si la recuerda siquiera. ¿Cuántos años tendría cuando murió?

—No lo sé —dice Minoo con cautela—. A lo mejor podrías preguntarle al Libro.

Linnéa no responde.

Ya casi han llegado a Kärrgruvan. Minoo lleva desde fin de curso sin ir por el parque. Pero todo sigue igual. La cerca rota. La vieja taquilla cerrada con listones claveteados. Los arbustos sin podar. La pista de baile circular cuyo tejado puntiagudo sobresale por entre los árboles.

Cuando cruzan la entrada, la sensación de que todo sigue igual se intensifica. Es casi demasiado igual. Como si el viejo parque se hubiera congelado en el proceso de decadencia. Como si el lugar contuviera la respiración.

La directora está en la pista de baile.

Adriana López lleva una falda ceñida que termina por encima de la rodilla y una blusa de seda de color hueso, abotonada como siempre hasta el cuello. Tiene una mancha de sudor en el pecho. Minoo no entiende por qué no se desabrocha unos botones. Ya no tiene nada que ocultar. Ya le han visto las cicatrices.

El cuervo que encarna el familiaris de Adriana grazna a voz en grito desde el tejado; Adriana levanta la vista y les hace señas. Está más rígida y tiene la espalda más erguida que de costumbre.

Minoo y Linnéa suben hasta la pista de baile y las demás se les van sumando, una tras otra.

Aquí la enterró, por alguna parte, piensa Minoo, y pasea la vista por el parque.

Desearía haberle preguntado a Nicolaus el lugar exacto en que yace el cuerpo de Matilda, para marcarlo de alguna manera que nadie más pudiera entender. Para honrarla.

—Bienvenidas, chicas —dice la directora cuando se han reunido todas.

Tiene una sonrisa forzada.

Minoo intercambia una mirada fugaz con Linnéa. Han visto lo mismo. Adriana está intranquila.

—Tengo que deciros una cosa —prosigue, pero calla cuando se oye acercarse el ruido del motor de un vehículo, y la grava del camino cruje bajo el peso de los neumáticos.

Un coche verde oscuro se detiene al llegar a la verja.

El ruido cesa de pronto y sale el conductor, un hombre alto vestido de traje. Se abre la puerta del copiloto y aparece Viktor, que cierra de un portazo.

Kärrgruvan está borrado de las mentes de los vecinos de Engelsfors. Ya nadie viene por aquí. Ni siquiera se acuerdan de que existe.

Pero ahora entra al recinto un desconocido, seguido de cerca por Se ha convertido en la Adriana López que Minoo conoció hace un año. Por aquel entonces, Minoo no se podía imaginar que fuera capaz de abrigar ningún sentimiento.

Adriana mira a Viktor y al hombre desconocido mientras suben a la pista de baile.

El hombre tendrá unos cuarenta años, supone Minoo. ¿Será el padre de Viktor? En ese caso, sería un milagro genético. Este hombre tiene el pelo oscuro, los ojos castaños y la tez color aceituna. Totalmente distinto del pelo rubio ceniza, los ojos azules y la palidez de Viktor.

Y, aun así, se nota que los une algún parentesco.

Minoo intenta atraer la mirada de Viktor, pero este la ignora.

—Chicas —dice Adriana—. Estos son Alexander y Viktor Ehrenskiöld. Los ha enviado el Consejo.

Se aparta a un lado. Minoo advierte que Anna-Karin se ha puesto blanca. Parece como si fuera a desmayarse o a vomitar. O ambas cosas.

El Consejo. Ese cuyas reglas Anna-Karin desobedeció durante todo el primer semestre, a pesar de las advertencias.

Los que le grabaron la marca del fuego a la directora en la piel cuando los desobedeció. Los que permitieron que el fuego consumiera a la anterior Elegida.

Minoo le da la mano a Anna-Karin. Esta se estremece al notar el contacto, pero le devuelve el apretón.

Alexander recorre con la mirada la cara de todas. Se detiene en Anna-Karin.

—¿Anna-Karin Nieminen? —dice Alexander Ehrenskiöld.

A Anna-Karin no le sale la voz del cuerpo. Es como si se le hubiera olvidado hablar. De modo que asiente sin decir nada.

—Irás a juicio por tus delitos. De ahora en adelante, no podrás salir de Engelsfors y deberás estar disponible para que se te interrogue. Habríamos preferido ponerte bajo custodia, pero Adriana nos ha garantizado que vas a cooperar.

Aparta la mirada de Anna-Karin, que al menos recobra la respiración.

—Vuestras clases de magia quedan suspendidas hasta que se haya celebrado el juicio. Las demás también deberéis estar disponibles para que se os interrogue. Yo seré el fiscal; Viktor, mi asistente…

—Perdona —lo interrumpe Vanessa sin que haya ni rastro de disculpa en su voz—. Pero esto no tiene ni pies ni cabeza. Cuando intentaron matarnos, no hicisteis absolutamente nada. Pero a llevar a juicio a Anna-Karin sí que venís, ¿no?

Anna-Karin intenta asimilar lo que dice Vanessa. Que se le meta en la cabeza que no está sola, tal como dijo Minoo. Le aprieta la mano un poco más fuerte, aunque seguramente la tiene sudada.

Alexander mira a Vanessa con desprecio.

—¿Quién es esta? —le pregunta a Viktor.

—Vanessa Dahl —responde Viktor al instante.

—Oye, que «esta» puede hablar por sí misma —dice Vanessa echando chispas.

—Estamos aquí para ayudaros —dice Alexander—. Sois de capital importancia para nosotros. Para el mundo entero.

Alexander no se cree ni una palabra de lo que dice, advierte Anna-Karin. Al contrario. Se expresa con un matiz de burla, un matiz que ni siquiera trata de ocultar.

—Pero este juicio es necesario, los delitos cometidos contra las leyes de la magia son demasiado graves —prosigue Alexander.

—¿Y cuáles son en concreto las acusaciones que hay contra Anna-Karin? —dice Minoo.

Alexander enfila a Minoo con la mirada.

—Minoo Falk Karimi —le apunta Viktor.

—Ajá —dice Alexander con un brillo de interés en los ojos castaños. Adriana López le ordenó a Anna-Karin que dejara de usar la magia en su propio beneficio. Pero ella continuó a pesar de todo. Conocéis las leyes del Consejo.

Alexander dirige la vista hacia Anna-Karin y el terror vuelve a atenazarle la garganta.

—Tres leyes muy sencillas. No podéis practicar la magia sin la aprobación del Consejo. No podéis utilizar la magia para contravenir leyes no mágicas y no podéis daros a conocer como brujas ante la gente normal. Tenemos la certeza de que has incumplido al menos dos de esas leyes. Probablemente las tres.

Anna-Karin jadea, le falta el aire. Confesaría lo que fuera con tal de librarse de esa mirada fría y despiadada.

—Pero…, si adquirimos nuestros poderes antes de saber que el Consejo existía siquiera… —dice Minoo—. No es que esté admitiendo que Anna-Karin haya cometido ningún delito, pero no te pueden acusar de haber contravenido unas leyes mágicas cuya existencia ni siquiera conoces.

Anna-Karin mira a Minoo de reojo. Tiene las mejillas encendidas y es evidente que Alexander le da tanto miedo como a ella. Aun así, se atreve a contradecirlo.

—Por supuesto que no —dice Alexander con calma.

—Bien —dice Minoo—. Solo quería aclararlo.

—Puedo aseguraros que todo este proceso será justo y minucioso —prosigue Alexander—. Después, Adriana continuará con vuestra formación.

La directora no se mueve ni un milímetro de donde está. Recuerda a una estatua de cera.

—Una cosa más —dice Alexander—. Hasta que el Consejo dicte sentencia, está estrictamente prohibido que utilicéis la magia. En el instituto estaréis bajo la vigilancia de Viktor, y tenemos métodos para supervisaros incluso durante el tiempo libre. Nos pondremos en contacto con vosotras cuando llegue la fecha del interrogatorio.

Se dirige a las escaleras. Pero alguien se le pone delante y le impide el paso. Linnéa. Naturalmente.

El corazón le da un vuelco a Anna-Karin. Siente ganas de gritarle a Linnéa que no se entrometa. Alexander es peligroso, ¿es que no lo ve?

—Linnéa Wallin, supongo —dice Alexander—. ¿Qué problema tienes?

—Solo una cosita. El Apocalipsis.

—Hay tiempo de sobra para resolver este asunto y entrenaros para la batalla que se avecina.

—¿Por qué íbamos a haceros caso? Nos necesitáis más de lo que os necesitamos nosotras.

A los labios de Alexander asoma un atisbo de sonrisa.

—¿De verdad? Si eso es lo que crees, actúa en consecuencia. Pero tendrás que asumir los riesgos.

Clava los ojos en ella y Linnéa se sujeta la cabeza entre las manos, gime como si hubiera recibido un golpe. Se le caen las gafas de sol al suelo.

—Yo que tú no volvería a intentarlo —dice Alexander.

Dicho esto, se dirige al coche, seguido de Viktor y Adriana.

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