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Vanessa abre los ojos y ve al pájaro.

Al principio cree que es un sueño, pero no, allí está, mirándola desde la mesita de noche.

Es un herrerillo común, una de las pocas especies que sabe reconocer. Con la coronilla azul y la cara blanca, y un trazo negro que le cruza los ojos. Tiene el pecho amarillo, como los pollos.

Vanessa lo espanta adormilada dando manotazos hacia la ventana abierta de par en par para que se vaya.

—Sal por ahí —le dice irritada.

El herrerillo ladea la cabeza y sigue escrutándola con los ojos negros. Vanessa deja escapar un suspiro. No le apetece lo más mínimo empezar el día persiguiendo por la habitación a un pájaro chiflado que se vaya cagando en todas sus cosas.

Se tumba boca arriba y se queda mirando al techo. Solo ha dormido un par de horas.

Nada le apetecía más que darse una ducha cuando llegó a casa, pero no quería correr el riesgo de despertar a todo el mundo. Así que se quitó la capa de tierra y sudor como pudo con una toalla. Todavía siente la suciedad, y la pesadilla de la noche no la abandona. La tumba. El relato de Nicolaus. Fragmentos de los sueños que tuvo hace un año, unos sueños que eran los recuerdos de Matilda.

Y hay otro dolor, más cotidiano, que no ha podido pararse a digerir todavía.

He estado con otra.

Vanessa nota las arcadas subiéndole por la garganta y se incorpora de golpe. El pájaro aletea y vuela hacia el techo, se da con la lámpara, llega a saltitos hasta el alféizar y sale por la ventana para desaparecer en el cielo azul.

He estado con otra.

Cree que va a echarse a llorar de un momento a otro, pero no. Se siente como ese lago seco de Rusia que vieron en geografía, que fue en su día uno de los lagos más grandes del mundo, pero que en la actualidad no era más que un charco en medio del desierto.

Como un puto charco en la estepa rusa. Así se siente.

Vanessa va y abre la puerta del armario. Lo primero que ve es una camiseta de color amarillo pálido que suele ponerse para dormir. Es de Wille. La saca. El estampado desvaído de la parte delantera representa un bote de kétchup y una salchicha chocando los cinco.

Vanessa mira la camiseta y piensa que debería sentir algo. Debería sentir ganas de ir a por las tijeras y destrozarla en pedacitos muy pequeños. O prenderle fuego. O sumergirla en sangre menstrual y realizar algún tipo de rito de brujería perverso. Probablemente podría lanzarle a Wille una maldición de verdad, podría ir a Kristallgrottan y sobornar a Mona Månstråle para que le cuente cómo se hace. Hacerle vudú a ese puto osito de peluche tan feo que le regaló. O también podría hacerse invisible, ir a la habitación de Wille y destrozar todas sus cosas. O chivarse a Nicke de los trapicheos de Wille y Jonte…

Pero no encuentra satisfacción en los sueños de venganza. Así que se acuerda de las zapatillas, que seguramente siguen entre los trastos de Wille, bajo la cama, donde fueron a parar de una patada.

Quiere esas zapatillas. Y cae en la cuenta de que su brillo de labios preferido también está en casa de Wille. Ahora tendrá que comprarse otro. Aunque también puede pedírselo, ¿no? No, mejor compra uno nuevo. No merece tanto la pena como para tener que volver a ver a Wille. No quiere verlo nunca más. Pero no está segura de que sigan vendiendo ese brillo de labios. A lo mejor es el último de ese color que queda en el mundo y está en casa del asqueroso y repugnante de Wille, y nunca podrá recuperarlo.

El primer sollozo es tan repentino que casi no se da cuenta de que está llorando.

—¿Nessa? ¿Quieres una tortilla?

Vanessa se da la vuelta. La madre acaba de entreabrir la puerta y se asoma a la habitación.

—¡Pero, hija mía! —dice cuando le ve la cara.

El charco del desierto ruso se está desbordando. Un mar entero de agua salada.

La madre entra y cierra la puerta. Se queda allí con la mano a medio extender, como si quisiera tocar a Vanessa pero no se atreviera del todo.

—¿Qué ha pasado?

Y Vanessa manda a la mierda el orgullo, la posibilidad de que su madre le recuerde «ya te lo decía yo».

Se lo cuenta. Se va parando cuando le falla la voz.

La madre la abraza. La envuelve en uno de esos abrazos largos y cálidos que dan las madres, y Vanessa se lo devuelve con la misma fuerza, y hunde la cara en el albornoz.

—Mi niña —dice la madre—. Mi niña…

—No quería decirte nada porque sé que no te gusta Wille —dice Vanessa entre hipidos.

La madre le acaricia el pelo.

—Bonita mía —dice con tal sentimiento que parece que fuera a echarse a llorar—. Ya sabes que puedes contármelo todo, ¿no?

Vanessa piensa en Nicke y en la mujer del coche de Policía. Quizá debería contárselo ahora, puede que esta sea la ocasión, pero entonces, en un segundo, se invertirían los papeles. Entonces sería ella la que tendría que consolar a su madre.

Puede que sea egoísta, pero no tiene fuerzas. Se siente pequeña y asustada, y lo único que quiere en esos momentos es que su madre sea su madre.

Minoo se observa las manos bajo la luz intensa del cuarto de baño y constata que sigue teniendo tierra debajo de las uñas. Por mucho que se frote, no terminan de quedar limpias.

Y por más que lo intenta, no acaba de entender lo que pasó anoche.

Abre el grifo y vuelve a echar jabón en el cepillo de uñas.

Todos los sueños trataban de Nicolaus y Matilda.

Minoo toma conciencia, como nunca hasta ese momento, de que la anterior Elegida era una persona, no solo un ser misterioso que habla a través de Ida y las visita en sueños.

Principalmente, se da cuenta de lo sola que tuvo que sentirse Matilda. Una chica de la edad de Minoo cargando con el mundo entero sobre los hombros. Al menos, Minoo y las demás se tienen las unas a las otras.

Se le viene a la cabeza continuamente la expresión «caza de brujas». De repente, los procesos por brujería se le presentan como algo real, no solo como las fotos de unos grabados en un libro de historia. Eso sucedió. De verdad. Aquí, en Engelsfors.

Minoo sigue acordándose de qué se siente al despertar con el pelo oliendo a humo. Estuvo con Matilda en aquella mazmorra. Viajó con ella, atada de pies y manos, hacia la muerte.

Quemada viva.

Tiene los músculos de los brazos doloridos después de haberse pasado la noche cavando, sin embargo sigue frotándose con el cepillo. Las puntas de los dedos se le enrojecen muchísimo, pero la suciedad se le ha quedado demasiado incrustada bajo las uñas.

Anoche obtuvo muchas respuestas, aunque también se hizo nuevas preguntas.

¿Qué pasó aquella noche en que Matilda perdió todos sus poderes?

¿Por qué son siete Elegidas esta vez en lugar de una? ¿Sabía Matilda que iba a ser así? ¿Lo haría por eso, lo que quiera que hiciera? ¿Porque era una carga muy pesada para una sola persona? ¿Pero por qué son siete cuando solo hay seis elementos?

Minoo sigue frotando.

Obviamente, Matilda murió antes de poder detener el Apocalipsis. ¿Por qué no se hicieron los demonios con el control del mundo entonces? ¿Acaso se aplazó la batalla final cuando Matilda rehuyó la lucha y dejó toda la responsabilidad en manos del futuro? ¿Qué significa, en ese caso, que solo queden cinco Elegidas? ¿Tienen alguna posibilidad de salir victoriosas?

¿Y por qué no puede deshacerse de la sensación de que Nicolaus no se lo ha contado todo?

Sale al pasillo y se encuentra con su madre. Lleva puesta la bata roja raída que tiene desde que le alcanza la memoria.

—Bahar va a venir a visitarnos dentro de un par de semanas —dice la madre—. A lo mejor también vienen Shirin y Darya.

A Minoo le gustaría poder alegrarse también. Aunque quiere mucho a su tía y a sus primas, exigen demasiada atención. Y ya tiene bastantes problemas en la vida.

—¿No estaba Darya en Londres?

—No, ha vuelto a casa y está haciendo prácticas en una agencia de publicidad. Pero Bahar está segura de que empezará a estudiar Derecho en otoño. O Medicina. O secretaría general de las Naciones Unidas.

La madre resopla y Minoo se echa a reír. Bahar y Reza, su marido, siempre han tenido planes grandiosos para sus hijas.

—Date prisa, no llegues tarde a clase —dice la madre y se mete en el cuarto de baño.

Minoo baja la escalera, se cuelga la mochila y sale por la puerta. El sol le da de lleno en los ojos. Hasta que no se pone las gafas de sol no ve que Anna-Karin está esperándola.

—Hola —dice Anna-Karin cuando Minoo llega a la acera.

Echan a andar hacia el instituto. Anna-Karin viste una camiseta amplia de color negro y, pese al calor, lleva una sudadera de chándal atada a la cintura. Como si quisiera estar preparada para un golpe de frío inesperado. Y lleva puestas unas zapatillas de deporte. Debe de tener los pies cocidos a estas alturas. Incluso Minoo ha capitulado y va enseñando unos pies anormalmente grandes con las sandalias.

—¿Has podido dormir algo?

—No mucho.

Minoo no puede verle la cara bajo el velo de la melena, pero se nota que algo la tiene preocupada.

—Estaba pensando… en lo del Consejo. Es verdad que el año pasado la directora dijo que habían llevado a cabo una investigación sobre mí, por todo lo que hice…

Se calla. Minoo se da cuenta de que el relato de Nicolaus debe de haber sido incluso más terrorífico para Anna-Karin.

Está a punto de decirle que no cree que el Consejo se dedique a quemar gente hoy día, cuando se acuerda de lo que le hicieron a Adriana.

—Pero eso fue en el siglo XVII —dice intentando animarla—. En un año no hemos oído nada de la investigación.

—No, claro —dice Anna-Karin, aunque no parece demasiado tranquila.

—Y no estás sola —dice Minoo—. No pensamos dejar que te pase nada.

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