13

Minoo mira fijamente a Nicolaus, que se pone de pie. Se pasa la mano por el pelo. Un gesto muy suyo. Y aun así no es él exactamente.

—Toda mi vida. Todo ha vuelto.

Guarda silencio. Se tambalea.

—Es demasiado…

—Intenta tomártelo con calma —dice Anna-Karin.

Nicolaus se echa a reír. Con una risa extraña.

Minoo lo mira preocupada. Ella conoce mejor que nadie el poder de los recuerdos. Y recuperar la vida entera de un plumazo… ¿Será que Nicolaus tiene el cerebro sobrecargado?

—Lo sabréis todo. Pero no aquí, donde cualquiera puede oírlo.

Levanta con cuidado el cuerpo sin vida de Gato. Le acaricia despacio la pelambre.

—Eso es lo que quería, ¿no? —dice Anna-Karin con voz ronca—. O sea, que te pidió que lo hicieras.

—Sí —responde Nicolaus—. La vida de mi familiaris debería haber concluido hace mucho tiempo. Pero ha permanecido fiel. Ahora puede descansar por fin.

Nicolaus deja con delicadeza el cuerpecito en la tumba. Después echa mano de una pala y empieza a cubrirlo de tierra. Minoo lo imita, aunque apenas le quedan fuerzas en los brazos. Con la ayuda de Vanessa y Linnéa rellenan el agujero rápidamente. Cuando terminan, tratan de aplanar la tierra lo mejor que pueden.

—Una idea estupenda —dice Ida—. Se ve a la legua que alguien ha profanado la tumba.

—Espera —dice Nicolaus.

Se arrodilla de nuevo e introduce los dedos en la tierra. Al principio no sucede nada. Pero entonces, empiezan a brotar unas manchitas verdes. Minoo nota el aroma a hierba. Hierba que crece y que cubre la tumba. Ve a Nicolaus temblar por el esfuerzo mientras las briznas crecen cada vez más altas, centímetro a centímetro, hasta que la tumba queda cubierta por una alfombra de grama fresca.

Capacidad de gobernar y dar forma a la materia viva. Eso es lo que la directora dijo del poder de quienes tienen la madera como elemento. El elemento de Elias. Y el de Nicolaus.

Nicolaus se pone de pie temblando y se sacude las perneras de los pantalones.

¿Quién es este hombre en realidad?, piensa Minoo.

¿Y si el Nicolaus que ha recuperado todos sus recuerdos no le gusta como persona?

Se sientan cada una en un rincón del salón de Nicolaus. Linnéa está encima del sofá con las piernas cruzadas. Nicolaus no ha dicho una palabra desde que salieron del cementerio. Ahora contempla en silencio la cruz de plata de la pared.

Linnéa no le lee los pensamientos, pero nota que su conciencia es otra. Es como si estuviera completo.

—No sé por dónde empezar —dice Nicolaus.

—Por el principio, es lo mejor, ¿no? —dice Linnéa.

Se vuelve hacia ella.

—Lo intentaré. Claro que sí. Lleváis demasiado tiempo esperando una respuesta de vuestro guía.

Las mira de una en una.

—Desde el principio —repite—. Han pasado casi cuatro siglos desde entonces.

—¿A qué te refieres? —dice Minoo.

—A cuando nací. Y debería haber muerto… Debería haber muerto hace más de trescientos años.

Un silencio compacto se cierne sobre la habitación. Linnéa trata de asimilar lo que ha dicho Nicolaus. Es imposible. Ida es la primera en abrir la boca.

—¿Qué pasa? —pregunta con voz chillona—. ¿Eres un vampiro?

—Claro que no —dice Anna-Karin.

—¿Cómo lo sabes? —refunfuña Ida—. Si hay brujas y demonios, ¿por qué no vampiros?

—Lo dicho —dice Linnéa—. Será mejor que empieces desde el principio, Nicolaus.

Iría mucho más rápido si le leyera el pensamiento. Pero ha prometido no volver a hacerlo nunca más.

Nicolaus asiente, se dirige a la silla vacía al lado de Minoo y se sienta.

—Nací aquí, en Engelsfors. Mi padre era pastor, lo que implicaba que yo seguiría sus pasos. Cuando mi padre murió, heredé el cargo. Me gustaba mi trabajo. Me casé con la mujer que me designaron. Hedvig. También era una de nosotros… Es decir… Miembro de las familias que pertenecen al Consejo.

—¿Tú eres miembro del Consejo? —dice Linnéa bajando los pies del sofá.

Si Nicolaus es uno de ellos, piensa salir de allí para no volver jamás.

—Ya no —dice Nicolaus.

Linnéa lo examina con la mirada. ¿Estará mintiendo? La tentación de leerle el pensamiento es más fuerte que nunca.

—Pero era uno de sus miembros más fieles —prosigue—. Entonces, como ahora, controlaban todo el uso de la magia. Pero su principal misión era encontrar, proteger y entrenar a la Elegida. Las diferentes profecías hablaban de diversos lugares en el mundo donde se podía sospechar que aparecería la Elegida. Engelsfors era uno de esos lugares. Y mi linaje tenía la honrosa tarea de velar por la región. Teníamos que aguardar la próxima era mágica y ver si la Elegida aparecía aquí.

—Y así fue —dice Minoo—. ¿La conocías?

Nicolaus asiente despacio. Baja la mirada.

—Era mi hija —dice.

Linnéa no está segura de haber oído bien.

—¿Tu hija?

—Matilda. Era nuestra tercera hija. Los dos primeros nacieron muertos. Matilda lo era todo para nosotros. Era inteligente y decidida. Y hermosa. Tanto Hedvig como yo éramos brujos de nacimiento y Matilda empezó muy pronto a dar muestras de poseer un gran talento congénito para la magia. Sus poderes florecieron por vez primera a la edad de quince años. Empezó a tener visiones y a provocar fenómenos sobrenaturales y no nos atrevíamos a dejarla salir de casa. En una ocasión hizo que lloviera a cántaros en su dormitorio. No podíamos permitir que algo así sucediera en público. En aquella época, la gente perseguía a las brujas.

Linnéa se lo queda mirando. Trata de imaginárselo como padre de familia, como pastor, como alguien que vivió en el siglo XVII. Se sorprende de lo fácil que le resulta.

—Una mañana la encontramos delante de la casa parroquial, aterida y cubierta de barro. Deliraba acerca de una luna de sangre, decía que había salido al bosque y que se le había revelado su destino. Se lo comunicamos de inmediato a los dirigentes del Consejo en la capital. Llegaron un par de días después y, tras diversas… pruebas…, concluyeron que Matilda era la Elegida.

Linnéa atisba en su conciencia uno de los recuerdos de Nicolaus. El grito de una muchacha. Sangre que salpica un suelo de piedra. Linnéa se resiste, no quiere saber, no quiere ver.

—Entonces, ¿le hicieron pruebas? ¿Como hizo la directora con nuestro pelo? —dice Minoo, y a Linnéa le entran ganas de zarandearla por ser tan ingenua.

—El Consejo ha refinado sus métodos desde entonces —dice Nicolaus—. Aquello fue más… primitivo. Ya entonces debería haber intervenido. Pero estaba ciego. Pensaba que era por el bien de la humanidad. Por el bien de Matilda. Estaba sucumbiendo a sus propios poderes.

A Linnéa le suena a excusa. Pero ha decidido darle una oportunidad. Dejar que lo cuente hasta el final.

—¿A qué te refieres? —pregunta Minoo.

—Por supuesto, habéis oído hablar de que los brujos solo pueden controlar un elemento —dice Nicolaus—. Pero eso no es del todo cierto. La Elegida domina todos los elementos. Los seis.

—¿No debería habernos dicho algo de eso la directora? —dice Minoo.

—Quizá tenga motivos para ocultároslo —responde Nicolaus—. O el Consejo ya no tiene conciencia de ello. No me sorprendería lo más mínimo.

—Pero si Matilda dominaba los seis elementos… ¿No habría explotado o algo así? —dice Vanessa.

Tiene una franja de polvo en la frente, por donde se pasó la mano mientras estaba cavando.

—En teoría, sí —dice Nicolaus—. Pero la Elegida, como sabéis, está rodeada de una protección mágica, que cataliza sus poderes y la protege de la mirada de los demonios. Sin embargo era una carga muy pesada de llevar. El Consejo aseguraba que podrían ayudarla y me vi forzado a confiar en ellos.

Linnéa no puede seguir más tiempo callada.

—No te obligó nadie. Fue una elección tuya.

A Nicolaus se le ensombrece la cara.

—Sí —dice Nicolaus—. Lo elegí yo. Y me pasaré toda la eternidad deseando no haberlo hecho, créeme.

El arrepentimiento de Nicolaus es tan intenso que Linnéa no puede evitar captarlo. Y la expresión «toda la eternidad» tiene un significado diferente cuando la dice una persona que lleva viviendo cuatrocientos años.

—Una noche me desperté con la sensación de que a Matilda le había sucedido algo —dice Nicolaus—. No estaba en su cama. La encontré en un lugar del bosque al que le gustaba ir de pequeña. Estaba medio muerta, mucho más grave que la noche de la luna roja de sangre. La llevé a casa. En ese momento sentí que algo había cambiado, pero cuando despertó lo confirmé. Se le había consumido la magia.

—¿Consumido? —dice Ida de pronto—, ¿cómo que consumido?

—Ya no le quedaban poderes.

—¡Entonces eso es posible! ¡Es posible deshacerse de los poderes! —exclama Ida.

Linnéa le lanza una mirada de irritación. A nadie se le escapa que no quiere pertenecer a las Elegidas. Y, como de costumbre, en lo primero que piensa Ida es en la propia Ida.

—Sí —dice Nicolaus—. Pero no sé cómo fue. Se negó a contárnoslo a Hedvig y a mí. Solo dijo que lo había hecho por el bien de todos, que era demasiado débil para enfrentarse a la batalla. Y entonces llegó el enviado del Consejo…

Guarda silencio. Se mira las manos. Y Linnéa se queda helada por dentro. Sin saber exactamente lo que ocurrió, ha acompañado a Matilda en su viaje hacia la muerte. Al igual que las demás, en sueños.

—Fui un insensato —dice Nicolaus en voz baja—. Debería haberla escondido, haberla protegido. Pero la puse en manos del Consejo. La acusaron de arriesgar el destino del mundo. Matilda dijo que en el futuro nacería otro Elegido, un Elegido que sería más fuerte que ella y que podría vencer a los demonios de una vez por todas. Pero el Consejo consideraba que los había traicionado. Si hay algo que no toleran es la deslealtad…

Nicolaus hace una breve pausa.

—En aquella época tenían lugar las peores cazas de brujas del reino. Por supuesto, no afectaron a ninguna bruja de verdad. Excepto a aquellas de las que quería deshacerse el Consejo. Se ocuparon de que Matilda fuera a juicio. Acusada de haber aprendido artes satánicas. Y el tribunal la encontró culpable.

Los remordimientos de Nicolaus son tan intensos que lo desbordan y alcanzan a Linnéa, que tiene que luchar para que no le afecten.

—Yo conocía al juez desde mis tiempos de estudiante —continúa Nicolaus—. Ocupaba un alto cargo en el Consejo, pero eso no lo sabía el resto del tribunal. Le rogué que exculpara a Matilda y él dijo que solo le conmutarían la pena de ejecución si confesaba… Mi mujer y yo lo dejamos en sus manos.

Se vuelve a callar y traga saliva antes de seguir.

—Aquí en Suecia, por lo general se decapitaba a los condenados y después se quemaban los cuerpos. Pero a Matilda la llevaron directamente atada a la hoguera… Me acerqué y le dije que si confesaba la dejarían libre. Y ella me hizo caso. Sentí un alivio enorme. Mi amigo le hizo una señal al verdugo y yo estaba convencido de que iba a soltar la cuerda. En cambio, cogió la antorcha encendida…

Un torrente de lágrimas recorre las mejillas de Nicolaus. Linnéa casi no puede respirar.

—Me abalancé a la hoguera. Los guardias me detuvieron, me sujetaron. Pero no consiguieron atrapar a Hedvig… Se arrojó a las llamas. Sus gritos…

Se pasa por los ojos el dorso de la mano. Linnéa huele el humo de un incendio. No sabe si es su imaginación o si procede de los recuerdos de Nicolaus.

—Esa misma noche abrí el Libro de los paradigmas y le rogué que me mostrara cómo expiar mis culpas y cómo vengarme. Respondió a ambas plegarias. Me enseñó a seguir viviendo y a ayudar al siguiente Elegido, para así hacer penitencia por mi traición. Pero una magia tan poderosa exigía grandes sacrificios.

Se seca las lágrimas de las mejillas.

—Ni a Matilda ni a Hedvig podían enterrarlas en tierra consagrada. Una bruja y una suicida. Pero soborné al verdugo y me dio sus restos. El Libro me dijo que enterrara a Matilda donde la encontré la noche en que perdió sus poderes. El lugar al que llamáis Kärrgruvan. Escondí debajo los huesos de mi mujer. Los miembros más poderosos del Consejo habían asistido al juicio y seguían en Engelsfors. Se habían reunido en la iglesia. Atranqué las puertas. Y entonces le prendí fuego. Era un edificio de madera y enseguida ardió hasta los cimientos. Había dibujado unos círculos alrededor, y cada vida que se extinguía prolongaba la mía propia. Entonces le prendí fuego a la casa parroquial y fingí mi propia muerte. Los huesos calcinados que yacían en la tumba con mi nombre pertenecían a mi mujer.

Linnéa recuerda lo que les dijo la directora el año anterior.

La iglesia y la vicaría ardieron en 1675, y se destruyeron gran cantidad de documentos importantes.

—La directora nos habló del incendio —dice Minoo.

—Lo oí —dice Nicolaus—. Estaba escuchando detrás de la puerta de su despacho, como tal vez recordéis. Pero no creo que el Consejo tenga presente que su guía pereció en las llamas en Engelsfors. Al menos, no los miembros que tengan el mismo rango que Adriana.

—Pero ¿cómo pueden haberlo olvidado? —pregunta Minoo—. Debió suponer un gran trauma para toda la organización.

—Puede que sea justo por eso por lo que lo han olvidado —dice Linnéa mirando a Nicolaus—. A los poderosos no les gusta reconocer su vulnerabilidad.

—Exacto —dice Nicolaus—. El Consejo detesta quedar mal. Quieren aparentar que son invulnerables y omniscientes. El fracaso con la Elegida ya fue en su día inexplicable y embarazoso. Y después el incendio… Por supuesto, después de lo que hice no me atreví a acercarme al Consejo, pero me llegaron ciertos rumores en mis idas y venidas. Los nuevos dirigentes se hicieron cargo de inmediato y acallaron el escándalo de Engelsfors. Los que lo recordaban guardaron silencio, envejecieron y murieron. La profecía de Engelsfors se convirtió en una más. Seguramente, por eso el Consejo estaba tan mal preparado ante el hecho de que aparecierais aquí precisamente. Porque lo habían olvidado.

Linnéa recuerda todo lo que oyó de los pensamientos de la directora el año pasado. Cómo se dio cuenta paulatinamente de que Adriana sabía mucho menos de lo que aparentaba.

—Pero entonces, ¿y tu memoria? —dice Minoo—. ¿Qué es lo que ha pasado en realidad en la tumba?

—No estamos hechos para vivir tanto tiempo como yo —dice Nicolaus—. Sabía que iría olvidando cada vez más. Que estaría más perdido cada día. El Libro me enseñó a almacenar magia en la tumba. Magia que pudiera devolverme la memoria. Guardé otros recuerdos en mi familiaris, unos recuerdos que esperaba que pudieran guiarme por el buen camino llegado el momento.

—O sea, ¿hiciste algo así como una copia de seguridad de ti mismo y la dejaste aquí en Engelsfors? —dice Vanessa—. Y entonces, ¿la magia te reinició el cerebro o algo así?

En la mirada de Nicolaus se vislumbra algo del desconcierto de siempre.

—No estoy completamente seguro de a qué te refieres, pero una copia para guardarla por seguridad… Sí, ciertamente.

—¿Qué has hecho en estos últimos siglos, entonces? —dice Linnéa.

—He vagado por el mundo. He visto pasar épocas de guerra y de paz. Llevaba conmigo la cruz de plata para protegerme. A veces, mi entendimiento se aclaraba, y entonces recordaba mi propósito, mis culpas. En esos períodos podía echar mano de las costumbres y la lengua del momento y aprender cosas nuevas. Pero siempre acababa por sumergirme en la niebla. De vez en cuando regresaba a Engelsfors para dejarme a mí mismo otras pistas. Como la susodicha caja de seguridad del banco. Y la carta.

—Pero… —dice Minoo, y Linnéa casi puede ver cómo le saltan chispas de los engranajes del cerebro—. Cuando te escribiste esa carta a ti mismo, lo recordarías todo, pero tendrías miedo de volver a olvidarlo. ¿Por qué no abriste la tumba en aquel momento?

—Exacto —dice Linnéa—. Habría sido muy práctico que te hubieras acordado de todo el otoño pasado, cuando sentimos la llamada.

Nicolaus aparta la vista.

—No sé por qué no quise tocar la tumba.

—O sea, que te acuerdas de todo menos de eso, ¿no? —dice Linnéa.

Nicolaus la mira a los ojos.

—No, no me acuerdo. Pero lo importante es que tanto vosotras como yo sabemos quién soy. Les fallé a mi hija y a mi mujer. Asesiné a sangre fría, preferí la venganza al perdón. Y no estoy seguro de que pueda expiar mis culpas algún día.

Parece desdichado, y Linnéa comprende por qué era tan reacio a desenterrar la tumba. Seguramente el subconsciente quería evitarle todo aquello.

—Lo siento. Siento que sucediera, y siento que te hayas visto obligado a recordarlo todo otra vez.

—Es duro soportar todos estos recuerdos de nuevo —dice Nicolaus. Lo reconozco. Pero antes que la oscuridad, prefiero la luz por despiadada que sea. Por dolorosos que sean los recuerdos, al menos las recuerdo a ellas. A las personas que más amaba. Hedvig. Matilda.

Linnéa asiente. Tiene que apartar la vista. Podría decir exactamente lo mismo con respecto a Elias.

—Yo creo que te ha perdonado —dice Anna-Karin—. Me refiero a Matilda. Aquella primera noche en Kärrgruvan dijo que podíamos confiar en ti.

—No sé si me merezco el perdón —dice Nicolaus.

Se ha ido viniendo abajo durante el relato. Ahora parece a punto de desmayarse.

—Me temo que tengo que descansar.

—Gracias —dice Minoo—. Por contárnoslo.

—Entiendo que estéis decepcionadas —dice Nicolaus.

Anna-Karin niega con la cabeza.

—Esto no cambia nada. Sabemos quién eres. Lo hemos sabido todo el tiempo.

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