Ida ve que Minoo adopta su expresión de catedrática dándose importancia.
—Yo tengo tres palas e Ida tiene una —dice, como si no fuera obvio que Ida solo tiene una pala—. No hay suficientes para todas, pero alguien tiene que montar guardia también.
—Eso puedo hacerlo yo —dice Linnéa.
Nadie se opone. Y menos aún Ida, que agradece quitarse de en medio a ese bicho raro que se dedica a leer las mentes.
No hay nadie a quien Ida deteste más. Linnéa es pesada, bocazas y molesta y, sobre todo, es un caso patológico. Se cree tan original, con esa ropa y esa forma de maquillarse, y no comprende que para la gente normal todos los frikis tienen la misma pinta.
Ida va sujetando con fuerza la pala por el mango de madera mientras sigue a las demás hacia la tumba. Va la última de la fila, y cuando piensa en la oscuridad que reina a su espalda, en todo lo que podría esconder, tiene la sensación de que alguien le estuviera haciendo cosquillas en la nuca con una pluma.
Clava la mirada en la cabeza rubia de Vanessa. No quiere ver las tumbas que dejan atrás. No quiere ni pensar en los cadáveres que están pudriéndose bajo tierra, en los gusanos que se arrastran por las cuencas de los ojos y por entre las costillas. No quiere pensar en lo que hay en la tumba que van a desenterrar. En resumidas cuentas, no quiere pensar en que van a desenterrar una puta tumba.
No quiero, no quiero, no quiero, no quiero, no quiero…
Ida siempre ha detestado la oscuridad, de toda la vida. Cuando era pequeña podía tardar horas en dormirse. Se quedaba en la cama, atenta al menor ruido, bien tapada con el edredón, sin atreverse a sacar el brazo o la pierna. Demasiado asustada para cerrar los ojos, demasiado asustada para salir de la cama, demasiado asustada para quedarse allí.
A veces llamaba a sus padres. Ellos resoplaban todavía medio dormidos desde la puerta de su cuarto, le decían que la oscuridad no encerraba ningún peligro. Que todo era como durante el día.
Como si la vida diurna fuera totalmente inofensiva y no albergara nada aterrador. Como si no fuera peor que todo lo que quiere hacernos daño, además, pueda esconderse al amparo de las sombras. Asesinos y pederastas. Perros de pelea rabiosos y drogadictos.
Ni Erik ni Julia ni Felicia se han dado cuenta de nada. Ida se ha convertido en una experta en fingir que duerme. Respira profundamente como en sueños mientras permanece con los ojos abiertos observando la penumbra.
Desde luego, no piensa dejar que las demás integrantes del Círculo sepan que le da miedo la oscuridad, pero apuesta a que Linnéa ya lo ha pescado leyéndole la mente.
Sí. Seguro que Linnéa se ha aprovechado de su poder para pillarla.
Vanessa se para de golpe e Ida está a punto de estamparse con ella.
Han llegado a la tumba.
Todas se quedan inmóviles un momento. Ida vuelve a notar la pluma en la nuca y da unos pasos hacia la lápida, para que Vanessa se interponga entre ella y la noche.
Minoo abre la bolsa de deporte.
—He mirado en Internet, y dice que el ataúd debería estar a unos dos metros bajo tierra —explica Minoo y echa mano a la pala.
—Dos metros —protesta Vanessa, y remueve la tierra con una pala—. Anna-Karin, joder, tu elemento es la tierra, ¿no puedes echar un abracadabra para quitarla de en medio y ya está?
—Tú eres aire, también podrías hacer que se vuele —dice Anna-Karin en voz baja.
Vanessa empuja con la pala y levanta un terrón enorme coronado de hierba seca.
Ida se estremece en la cálida noche veraniega. En este caso, está de acuerdo con Nicolaus. El viejo tiene razón. Esto está mal, por muchos motivos.
Anna-Karin y Minoo también clavan las palas en la tierra y empiezan a cavar.
Ida traga saliva y se recuerda por qué está aquí, lo que le ha prometido el Libro. Se pone al lado de Minoo y empieza a cavar.
Cuesta más de lo que esperaba y su pala y la de Minoo se estorban continuamente. Pero igual que cuando monta a caballo, el esfuerzo físico la conduce a una especie de trance. Se transforma en un robot excavador que levanta la pala, la clava, arranca trozos de tierra y los aparta a un lado.
Cuanto más profundo llegan, más húmeda y pesada se vuelve la tierra. Las lombrices y los insectos tratan de apartarse reptando, pero la pala de Ida no les da tregua. Los aplasta en cuanto los alcanza, se imagina que son enemigos que va aniquilando uno a uno.
Felicia. Robin.
Linnéa. Todas las Elegidas reciben su palazo correspondiente.
Erik también. Y Julia, por ser tan irritante.
Tienen que hacer turnos de dos en dos para bajar a la fosa, que cada vez es más profunda. Anna-Karin resopla y jadea, como la gorda que es, y Minoo seguramente no ha hecho en su vida otro ejercicio que levantamiento de libros.
Al final, solo cavan Ida y Vanessa. Se convierte en una competición. Lo único que se oye es el ruido del metal al arañar la tierra y cómo jadean al respirar.
Ida apunta a una lombriz especialmente gorda y le clava el filo para partirla por la mitad. La pala encuentra una superficie dura. Tanto ella como Vanessa se quedan petrificadas.
—El ataúd —susurra Minoo.
A Ida le entra el pánico. Tiene que salir de la tumba. Ya, ya, ya. Suelta la pala y extiende los brazos.
—Ayúdame a salir —chilla.
Minoo y Anna-Karin titubean. Intercambian una mirada hasta que Minoo por fin se pone de rodillas y le tiende la mano a Ida que se agarra con fuerza y trata de sujetarse con los pies a las paredes, mientras la tierra va cayendo al fondo de la fosa. Finalmente consigue salir a la superficie, siente la hierba fresca en las rodillas desnudas. Tiene el corazón acelerado.
Vanessa comienza a limpiar con tranquilidad la tapa del ataúd, como si se dedicara a profanar tumbas una vez por semana.
—Procura no cargártelo —dice Minoo—. La madera vieja puede ser frágil.
—No parece tan vieja —responde Vanessa.
Tiene razón. La madera oscura de la tapa brilla a la luz de la luna. Se ve completamente nueva, como si el ataúd llevara enterrado solo unas horas.
Vanessa suelta la pala en la hierba, se inclina y pasa las manos por la superficie lisa.
—Aquí hay magia. Lo noto —dice palpando los bordes—. ¿Cómo coño lo abrimos?
—¿Pero es que no entendéis lo macabro que es esto? —dice Ida—. ¡No podemos abrir un ataúd! ¡No me apetece nada ver un cadáver putrefacto!
La voz se le quiebra al final. La traiciona siempre que se enfada.
—¿Pero tú qué te creías que iba a haber en la tumba? ¿Un huevo de Pascua? —dice Vanessa irritada.
Tiene los brazos y las piernas salpicados de tierra, y al pasarse la mano sucia por la frente, se ha dejado una franja de barro. Minoo saca la palanqueta de la bolsa de deporte y se la da a Vanessa.
—No sabemos lo que hay en el ataúd. Puede que no contenga ningún cadáver —dice Minoo.
Pero Ida detecta el miedo bajo el tono de marisabidilla.
Vanessa coge la palanqueta y trata de forzar la tapa.
—¡Está muy duro!
De repente, Ida nota algo suave en la pierna. No puede reprimir un grito. Resuena por todo el cementerio. Da zapatazos como una loca y mira al suelo. El ojo verde de Gato la mira fijamente. Le sonríe socarrón. Los gatos no pueden sonreír con socarronería, pero Ida está completamente segura de que eso es lo que está haciendo el animalito de las narices.
—¿Qué haces? —dice Vanessa, tira la palanqueta fuera del hoyo y trepa para salir.
Ida nota que le hierve la sangre de rabia. Lo que más le apetecería es darle una patada a ese bicho asqueroso pero, a pesar de ser un gato sarnoso y feo, sigue siendo un animal.
Anna-Karin coge a Gato en brazos. Le pasa los dedos por el pelaje enmarañado y lleno de calvas. Ida es incapaz de mirar.
—¿Qué haces aquí? —le pregunta Anna-Karin con tono mimoso.
Entonces se calla de golpe.
Ha visto algo. Ida se da la vuelta y siente en el acto un alivio enorme.
Nicolaus.
Él parará esto.
Gato empieza a revolverse en los brazos y Anna-Karin lo suelta enseguida. El animal se desliza detrás de la lápida y a Anna-Karin le gustaría poder esconderse ella también.
Nicolaus se acerca caminando por el cementerio. Linnéa va corriendo detrás.
Nadie dice nada. No hay nada que decir. Han actuado a espaldas de Nicolaus. Le han mentido. A Nicolaus, que nunca les ha fallado.
El guía de las Elegidas se detiene junto al hoyo. Se queda allí como si estuviera congelado, mirándolo fijamente.
—Perdón —dice Anna-Karin.
—De verdad que no teníamos elección —dice Linnéa sin resuello.
Nicolaus levanta la vista y mira a Anna-Karin a los ojos. No parece enfadado, más bien resignado.
—No puedo reprochároslo. Y no debería haber tratado de impedíroslo. Me faltó valor. Pero no sin razón. No sé lo que hay en el ataúd, aunque es algo que me aterroriza hasta el fondo de mi alma —exhala un hondo suspiro—. Pero sea lo que sea, es evidente que yo quería encontrarlo. No puedo huir.
Gato lo interrumpe con un largo maullido. Asoma la cabeza por detrás de la lápida y pasea con calma hasta Nicolaus, se aposenta justo delante de la tumba y lo mira. Mueve la cola de un lado a otro. Nicolaus se arrodilla.
Es como si el silencio se condensara a su alrededor. Nicolaus alarga la mano y Gato se frota la cabeza contra ella. Anna-Karin casi puede ver el vínculo mágico que existe entre los dos.
—No —murmura Nicolaus y se lleva la mano al cuello, como si de pronto le costara respirar—. No, no, no puedo…
Gato maúlla de nuevo y a Nicolaus se le llenan los ojos de lágrimas.
—No —susurra—. No puedo…
—¿Pero qué pasa? —dice Ida impaciente.
Nicolaus levanta la vista con la mirada vacilante, como si estuviera avergonzado.
—Tenéis que iros de aquí. Por favor. Os lo ruego.
Anna-Karin se queda completamente helada. No es que quiera irse. Quiere salir pitando. Algo va mal.
—No vamos a ninguna parte —dice Linnéa.
Gato se restriega en la rodilla de Nicolaus y empieza a ronronear con suavidad.
Nicolaus cierra los ojos y baja la cabeza. Entonces levanta a Gato y lo sostiene en sus brazos como si fuera un bebé. El gato ronronea más fuerte.
—Perdón, perdón, perdón —susurra Nicolaus una y otra vez con la boca pegada a la oreja de Gato.
Le tapa los ojos al animal con la mano.
Gato maúlla atormentado. Se le estremecen las patas un par de veces. Entonces relaja el cuerpo y la cabeza le cae a un lado. El vínculo entre Nicolaus y Gato se ha roto para siempre.
Cuando Nicolaus deja el cuerpo sin vida en la tumba, Anna-Karin no puede contener las lágrimas. El único ojo de Gato sigue abierto.
—Memento mori —susurra Nicolaus.
En el hoyo suena un chasquido. Y otro. Y otro más. Es como el repiqueteo del granizo en un tejado.
Anna-Karin da unos pasos hacia la tumba abierta. Los demás la siguen.
La tapa del ataúd empieza a resquebrajarse y a hacerse pedazos. Los trozos rotos se convierten en astillas y luego en virutas que se disuelven en el aire. Anna-Karin siente la magia fluyendo desde la tumba. Percibe que algo titila en el aire. Se arremolina en torno a Nicolaus, lo envuelve como un enjambre de chispas que después se apagan.
Anna-Karin vuelve a asomarse al hoyo.
En el ataúd solo quedan trozos de hueso agrietados, oscurecidos y porosos. Y un segundo después, los fragmentos también se descomponen hasta convertirse en finísimo polvo. Anna-Karin se cubre la nariz y la boca con las manos en un acto reflejo, para no respirar el polvo de la muerte.
Mira de reojo a Nicolaus, que escruta encogido la tumba vacía.
—Nicolaus —dice Anna-Karin—. ¿Qué ha pasado?
Nicolaus permanece en silencio un buen rato.
—Ya me acuerdo —dice al fin.
—¿De qué te acuerdas?
Nicolaus levanta la cabeza despacio y la mira.
Es Nicolaus y, sin embargo, no lo es. No queda ni rastro del desconcierto. En su lugar ha aparecido una pena infinita.
—De todo —responde.