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Minoo no sabe qué es más desagradable. Si cuando sus padres discuten a voces o el momento inmediatamente anterior. Como ahora. Cada frase hierve de irritación contenida. Una sola palabra o una mirada pueden hacer saltar la chispa.

Antes se alegraba cuando se acercaba la hora de cenar en familia. Ahora es un alivio cada vez que su madre tiene turno de noche en el hospital o que su padre hace horas extra. Cenar con ellos es tan agradable y tranquilo como un picnic en una trinchera.

—Vaya calor más asqueroso… —dice su padre secándose la frente con una servilleta—. Minoo, ¿me pasas la sal, por favor?

Ella le alarga el salero con un gesto mecánico. No le hace falta mirar a su madre para saber que está poniendo cara de desaprobación. No le hace falta mirar a su padre para saber que está poniendo cara de decir «es cosa mía». Parece que le esté dando unas vueltas de más al molinillo de la sal para subrayar que no piensa darse por aludido. El silencio que hay alrededor de la mesa es tan denso que suena como si el molinillo estuviera lleno de piedras.

Los granos de sal llueven sobre el pescado y las patatas. Su padre pronto cumplirá cincuenta y cuatro. La misma edad que tenía el abuelo de Minoo cuando murió de un infarto.

Minoo empuja con el tenedor el trozo de salmón seco y espera que su madre no diga nada de la sal o de que su padre se ha dejado las verduras.

—¿Qué tal el primer día de clases? —pregunta la madre.

—Muy bien. Tenemos una tutora nueva, Ylva. Parece muy aburrida. Nos da mates y física.

—No puede compararse con Max, ¿no? Profesores como él no crecen en los árboles.

Su madre parece comprensiva pero en realidad no entiende nada. Minoo le da grandes sorbos al vaso de agua para poder pasar el salmón reseco.

—Es una historia tristísima —prosigue la madre—. ¿Cuánto lleva allí? ¿Un año? Debe de ser más bien…

—¿No podemos hablar de otra cosa? —dice Minoo.

—Sí, déjala tranquila. No creo que Minoo quiera pararse a pensar en esas cosas —dice el padre.

—Por supuesto —responde la madre con suavidad pero la mirada que le dirige al padre es afilada como una cuchilla—. Solo digo que entiendo que debe de ser difícil comparar a Ylva con un profesor que tanto le gustaba a Minoo. Y, a diferencia de lo que tú piensas, Erik, creo que a veces es importante hablar de cosas difíciles.

—También hay un chico nuevo en clase —dice Minoo antes de que su padre tenga tiempo de responder—. Viktor Ehrenskiöld. Es de Estocolmo.

—Ehrenskiöld. Son los que han comprado el caserón —dice el padre.

Como redactor jefe del Engelsforsbladet, su padre está enterado de todo lo que sucede en la ciudad, desde la menor disputa entre vecinos hasta cada una de las partidas del presupuesto municipal.

—¿Sabes algo de ellos? —dice Minoo.

—Padre e hijo. El padre es agente de bolsa. Uno de esos que se pasan las veinticuatro horas conectados, comprando y vendiendo acciones, y que gana muchísimo dinero. He hablado con Bertil, el que les vendió la casa, y me ha contado que tanto el padre como el hijo son unos prepotentes de tomo y lomo.

—Y, en el mundo de Bertil, ¿existen otros tipos de ciudadanos de Estocolmo? —dice la madre con ironía.

—La verdad es que parece un enterado —se apresura a cortar Minoo—. Viktor, me refiero.

—Puede que solo sea inseguro —dice la madre.

—O que simplemente sea un gilipollas —dice el padre—. No se puede andar continuamente haciendo análisis psicológico y explicándolo todo.

—No, claro, ¿para qué vas a intentar entender a tus semejantes? —pregunta la madre—. Por encima de todo, son de Estocolmo. Por Dios, Erik, cada año que pasa eres más de pueblo.

Ya estamos. Ahí está la chispa. Se clavan la mirada. La cara del padre pasa en un momento del rosa al rojo semáforo.

—¿Y qué quieres decir con eso, Farnaz?

—No grites —dice la madre con esa superioridad fría con la que se turnan en las peleas. Cuando uno grita, el otro se comporta con frialdad.

—¡No estoy gritando! —vocifera el padre y lanza el tenedor, que sale volando por encima de la mesa y aterriza en el suelo al lado de Minoo con un tintineo.

A Minoo le gustaría devolvérselo. Pero se levanta y lleva el plato al fregadero. Ni el padre ni la madre parecen darse cuenta siquiera de que se ha ido de la cocina.

Minoo sube corriendo la escalera, cierra la puerta de su cuarto y pone música. Sube el volumen hasta que las voces dejan de llegarle desde abajo.

Se tumba en la cama. Trata de respirar con calma, de concentrarse en la canción.

¿Les quedará algo de amor a sus padres?

Siempre le están dando besos y abrazos, pero ellos ya no se tocan, ni se dicen «te quiero».

A lo mejor solo siguen juntos por mí, como los padres de Gustaf, piensa Minoo. A lo mejor solo están esperando a que me vaya de casa para poder separarse de una vez.

Es una idea horrible y humillante. Como si ella fuera los grilletes que los tienen encadenados.

La puerta del despacho del padre se cierra en el piso de abajo. Minoo siente el portazo en todo el cuerpo. La madre le grita. Se comportan como dos adolescentes, mucho más que Minoo.

Mira la enorme bolsa de deporte, que está en el suelo. En ella hay tres palas, un par de linternas, una palanqueta y una botella de agua grande. Nunca habría podido imaginarse que saldría corriendo de mil amores a medianoche para desenterrar una tumba, solo por alejarse de casa.

Pero tiene que esperar a que se duerman.

Abre el cajón de la mesilla de noche y saca el Libro de los paradigmas junto con el localizador. Puede que esté estropeado, pero ella se niega a darse por vencida.

Desliza los dedos por las tapas de cuero, oscuras y desgastadas, en las que aparecen dos círculos labrados, uno pequeño dentro de otro algo más grande. Abre el Libro y va pasando las páginas al mismo tiempo que se concentra en la pregunta.

¿Cuál es mi poder?

Se pone el localizador en el ojo y comienza a ajustar los distintos segmentos.

¿Cuál es mi poder?

Algo le revolotea en la conciencia. Vuelve a fijar la vista en la página. Espera. Pero no ocurre nada.

Linnéa camina por la calle iluminada que conduce al cementerio. Va atenta a los sonidos nocturnos. Los grillos que cantan en la hierba seca. El traqueteo lejano de un tren que pasa en dirección al sur.

Y, de repente, algo a su espalda. Algo que se arrastra por el asfalto.

Linnéa se da la vuelta.

Allí no hay nadie.

Pero está muy segura de haberlo oído.

Se concentra en su magia. Es más fácil captar los pensamientos cuando sabe a quién leerle la mente, pero sondea varias veces las sombras.

Nada.

Se gira y aprieta el paso un poco más.

Todavía no ha llegado nadie al cementerio. Se apoya en el muro y espera mientras contempla el cielo estrellado de agosto.

Piensa en todas las noches que pasó con Elias, cuando caminaban por los lugares más solitarios de Engelsfors. Podían pasarse las horas muertas hablando. Elias nunca le daba consejos atrevidos, pero conseguía que todo resultara más fácil. Era el único ante el que se permitía llorar. El único a quien permitía que la consolara. Y él también la necesitaba. Quiere volver a sentir que la necesitan.

Si estuviera aquí ahora. Si pudiera contarle…

Se queda paralizada al sentir que se acerca la energía de Vanessa. Enseguida aparece en la carretera una figura resplandeciente.

Se incorpora. Los pensamientos le bullen en la cabeza. Lleva todo el verano esperando estar a solas un rato con Vanessa. Pero ahora que el momento ha llegado, no sabe qué hacer.

—Hola —le dice yendo a su encuentro.

Vanessa afloja el paso y se detiene. Le brillan los ojos entre los churretes de rímel.

—Hola —le dice en voz baja.

Linnéa solo quiere tocar a Vanessa, abrazarla y consolarla.

—¿Qué ha pasado? —dice.

—No quiero hablar del tema.

Pero Linnéa ya lo ha visto. Ya no lleva el delgado anillo de compromiso.

—¿Has cortado con Wille? —le dice.

Se arrepiente en ese mismo instante. Pero es demasiado tarde. Vanessa la mira con rabia.

—¿Puedes dejar de hurgarme en la cabeza?

Linnéa podría hablarle del anillo, decirle que no tenía por qué leerle el pensamiento, pero la indignación se lo impide. Vanessa ya la ha sentenciado.

Si supiera el esfuerzo que supone no leerle el pensamiento, resistir la tentación; aunque podría averiguar lo que Vanessa siente en lo más hondo de su ser, y si hubiera alguna posibilidad remota de que…

—No hace falta leer el pensamiento para darse cuenta de que lo habéis dejado —se oye decir Linnéa.

Vanessa la mira fijamente. Luego le da la espalda. Pero Linnéa alcanza a ver que ha empezado a llorar otra vez.

Mierda, mierda, mierda. ¿Por qué pasan estas cosas?

Linnéa cierra los puños hasta que las uñas se le clavan en las palmas. Era su oportunidad de hablar con Vanessa, de acercarse a ella, de pedirle perdón de verdad, y entonces va y lo estropea todo, como siempre, lo estropea todo; todo lo que toca se hace pedazos.

Vanessa está temblando y Linnéa siente cada sollozo como una puñalada. Detesta pedir perdón, pero en ese momento querría decirlo hasta que se agotaran los «perdones» en todo el universo.

Pero de pronto Vanessa deja de llorar. Por el camino se acercan Minoo y Anna-Karin. Llevan una bolsa de deporte enorme entre las dos y detrás se ve a Ida, pala en mano.

Minoo y Anna-Karin miran a Vanessa con curiosidad al llegar a su altura.

Ida sonríe con sarcasmo. Es la misma sonrisa que cuando Erik Forslund, Robin Zetterqvist y Kevin Månsson se metían con Elias. La misma sonrisa que cuando se dedica a difundir mentiras y falsedades como la peste bubónica por el instituto. A Linnéa le gustaría quitarle la pala a Ida y arrancarle a golpes esa sonrisa burlona de la cara.

Sabe que debe aceptar que es una parte del Círculo, pero jamás podrá olvidar quién es Ida en el fondo: algo tan maligno como lo que las Elegidas tienen que detener.

—¿A qué esperamos? —dice Vanessa con voz ronca—. ¿Desenterramos una tumba o qué?

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