Vanessa está en el salón de la madre de Wille, y casi destroza el mando cuando se carga a los soldados enemigos que van corriendo hacia ella en la pantalla del televisor.
Ha entrado con la llave que conserva desde que estuvo viviendo allí el invierno anterior. Wille le prometió que lo encontraría en casa cuando acabara las clases, pero lleva horas esperándolo. Se ha dejado el móvil en su habitación. Lo ha oído sonar cuando lo ha llamado.
Vanessa selecciona un lanzallamas y se imagina que el soldado al que apunta es Nicke.
El secreto ha ido creciendo en su interior a lo largo del día. Ahora siente que va a estallar de un momento a otro.
Tiene que hablar con alguien. Y Wille es la única opción.
Oye la llave en la cerradura, da un salto del sofá de cuero y corre a la entrada. Wille la mira sorprendido.
—Mierda, Vanessa. Perdona. Había olvidado…
—No pasa nada —se apresura a cortarlo. Está enfadada, pero la necesidad de hablar es más fuerte—. Ven, tengo que decirte una cosa.
—¿Puedo beber agua primero?
—No.
Wille parece asustado. Se quita las sandalias de un puntapié y la sigue a la sala de estar.
Ella apaga el televisor y se sienta en el sofá.
—¿Qué ocurre, Nessa? —le pregunta sentándose a su lado—. ¿Ha pasado algo?
De repente, no puede hablar, por más que lo intenta. Wille pone los ojos como platos.
—¿Qué ha pasado?
Ella mueve la cabeza. Wille la rodea con los brazos y Vanessa se acurruca a su lado.
—Nessa… —dice—. Tienes que contarme qué pasa. Me estás preocupando.
Y entonces estalla. Siente la cabeza como el hongo de una bomba atómica, pero de mocos y lágrimas. Apenas consigue respirar entre sollozos. Con esa clase de llanto que hace que duela todo el cuerpo. Y sin embargo, es de lo más agradable. Wille le acaricia el pelo, le da palmaditas en la espalda y el hecho de que esté con ella, de que exista, es suficiente.
Luego se le pasa. El llanto se esfuma tan rápido como vino. Vanessa se siente vacía, sin lágrimas y sin fuerzas. Se seca los ojos deprisa y se incorpora.
Wille aún parece asustado. Debe de pensar que se ha vuelto loca. Puede que tenga razón.
—¿Es que te han dicho algo? —le pregunta.
—¿Que si me han dicho algo?
Vanessa vuelve a secarse los ojos y las mejillas. Se mancha los dedos del rímel que se le ha corrido. Los mocos le han bajado al paladar. Se aclara la garganta.
—No, es que he visto una cosa… —empieza.
Wille se levanta bruscamente, va a la cocina y vuelve con el paquete de tabaco de su madre y un cenicero. Casi nunca fuma cigarros normales, solo a veces, cuando está de fiesta. Las manos le tiemblan un poco cuando se sienta de nuevo en el sofá y enciende uno de los mentolados de Sirpa.
—De verdad que me gustaría no haberlo visto —dice—. No sabes cómo me gustaría haberme ido a tiempo.
Wille da una calada sin mirarla.
—He visto a Nicke —dice—. Con una… mujer. Y estaban… Ella…
Vanessa no suele tener dificultades a la hora de hablar de sexo, pero la combinación de sexo y Nicke es otra historia.
—Estaba siendo infiel —dice al fin.
—Joder —dice Wille—. ¿Y tú los has visto?
—He visto lo bastante como para estar segura. Estaban en mitad del asunto cuando yo llegué.
Vanessa se estremece al recordar la sonrisita de Nicke en el asiento del conductor.
—Es tan asqueroso… —continúa—. ¿Por qué tener una relación si quieres acostarte con otras? Si es así, pues sé sincero, ¿no? ¿Por qué hay que mentir?
Wille asiente con un murmullo.
—Seguro que ni siquiera es la primera vez. Joder, es tan típico de mi madre tener mala suerte con los hombres. Por eso se mete siempre en con quién salgo yo. Ni en sueños conocería a un tío la décima parte de bueno que tú.
Wille asiente dándole vueltas al anillo de compromiso.
—No sé qué voy a hacer —dice Vanessa—. Ni siquiera sé si mi madre me creerá si se lo cuento… Y si me cree… Tú no sabes cómo se pone cuando rompe con sus novios, y solo de pensar en Melvin… Pero tampoco puedo callarme una cosa como esta, ¿o sí? No me explico cómo voy a poder ver a ese cerdo todos los días si…
Se le apaga la voz. Wille está llorando.
—Mieeeerda, Vanessa —gimotea Wille—. Mierda, mierda, mierda. He cometido una estupidez enorme.
Se tapa la cara con las manos. A Vanessa se le acelera el pulso.
—¿Qué has hecho? —dice.
Tun-tun-tun, le resuena el corazón.
—No te merezco.
—¿Qué has hecho? —repite.
—¡He estado con otra!
Las manos amortiguan el sonido de sus palabras. Pero a Vanessa la parten por la mitad. El mundo entero se derrumba a su alrededor.
Y luego deja de dolerle. Como si se le hubiera fundido un fusible por sobrecarga emocional. Se queda muda. Como si aquello no le incumbiera de verdad. Como si se tratara de otra Vanessa. Es muy agradable.
—Tenía mucho miedo de que te enteraras —se lamenta Wille—. Creía que era eso. No sabes lo mal que me sentía.
Baja las manos. Tiene la cara completamente roja.
—¿Por qué me lo cuentas?
Porque si algo siente en ese momento es que no quiere saber nada.
—Solo quiero ser sincero.
—¿Sincero? ¿No habría sido más sincero no follar con otra a mis espaldas?
—Sí —dice Wille sorbiéndose los mocos—. Pregunta lo que quieras y yo te contestaré.
—¿Solo ha sido una vez?
Wille duda. Ahí está su respuesta.
—¿Cuántas veces?
—Dos. Solo dos. Una vez el invierno pasado. Cuando te fuiste de aquí —dice Wille—. La otra fue el sábado.
—En el Götvändaren.
Wille afirma con la cabeza.
De pronto todo resulta tan obvio que no se explica cómo ha podido no verlo.
—¿Ha sido las dos veces con la misma? —le pregunta.
—No voy a verla nunca más —dice Wille—. Lo prometo. Ni siquiera le contesto al teléfono cuando me llama.
—¿Qué? ¿Que le has dado tu número?
—Estaba borracho —dice Wille—. No significó nada.
—¿Y por qué repetiste entonces?
Vanessa se levanta del sofá. Le tiemblan las piernas pero tiene que irse de allí. Ahora mismo.
—Lo siento, Vanessa. Perdóname. No te vayas.
—Solo quiero saber una cosa más.
—Lo que quieras —dice, se levanta del sillón e intenta acercarse.
Ella retrocede hasta la entrada.
—¿Cómo se llama?
Que no diga Linnéa, piensa. Que no sea Linnéa, que no sea Linnéa.
—Elin —responde Wille—. Es mayor que tú. No la conoces.
Ella no dice nada. Siente un alivio casi ridículo.
—Por favor, Nessa…
Se quita el anillo y se pregunta qué hacer con él. ¿Se lo tira como en una mala película?
—Haré lo que quieras con tal de que me perdones —le dice entre sollozos.
Vanessa deja caer al suelo el anillo, que sale rodando y desaparece bajo el mueble del recibidor.
Luego se marcha.
Casi se ha puesto el sol. El cielo que se distingue detrás de la casa de los Holmström dibuja una cascada de color rosa pálido y violeta.
—¡Putamáquinademierda!
El padre de Ida le da otra patada a la cortacésped, que yace silenciosa e inmóvil en medio de la hierba.
—Hola —dice Ida mientras lleva la bici al garaje.
—Hola —responde el padre cansado, inclinándose sobre el aparato—. ¿Qué tal te ha ido en el instituto?
—Como siempre —dice Ida.
El padre asiente distraído y comienza a quitar el amasijo de hierbajos que se ha pegado a las cuchillas.
De repente, Ida se imagina que el motor se pone en marcha, el padre se hace papilla las manos y la sangre salpica todo el césped.
Parpadea. Su padre sigue en cuclillas amenazando al aparato entre dientes. Una mancha de sudor le recorre la espalda de la camisa de arriba abajo. Solo ha sido su imaginación. Una idea obsesiva. ¿O no? Ida nunca ha tenido visiones del futuro, solo ha visto el pasado. Por el momento.
Deja la bici en el garaje y echa a correr directamente a su habitación, en el piso de arriba. Una vez allí, abre la llave del baúl antiguo que tiene a los pies de la cama y saca el Libro de los paradigmas y el localizador.
Se tumba en la moqueta, abre el Libro y se concentra con el ojo pegado a la lupa de plata. Ajusta los distintos segmentos.
Lo que he visto antes, ¿ha sido una visión? ¿Del futuro? ¿Le va a pasar eso a mi padre con la cortacésped?
Los signos tiemblan en la página. Algunos se diluyen como la tinta en el agua. Otros destacan con más nitidez formando un paradigma. Cuando Ida aprendió a descifrar el Libro fue como tener acceso a otro alfabeto, con palabras nuevas y nuevos significados. Los mensajes no le llegan en forma de frases. Le llegan directamente al cerebro. A veces son del todo incomprensibles.
Pero en esta ocasión la respuesta del Libro es muy clara.
No.
Siente un alivio enorme. Ida está a punto de cerrar el Libro cuando los signos tiemblan otra vez.
El futuro es incierto.
Ida frunce el entrecejo. Se concentra en la página que tiene abierta.
¿Qué quieres decir? ¿No hay nada seguro? ¿No es seguro que se acerque el Apocalipsis?
El Libro se toma su tiempo para dar forma a la respuesta.
La batalla final se va a producir.
Luego todo se vuelve más confuso. En la conciencia de Ida aparecen pequeños fragmentos de información que ella trata de ensamblar.
Algo acerca de las posibles opciones. Con más o menos probabilidad.
Pasa las hojas y gira el localizador. Se concentra en la pregunta.
Entonces, ¿hay varios futuros posibles?
El Libro responde casi de inmediato.
Sí.
Y después:
No.
Decídete de una vez, piensa Ida sin poder contenerse.
Los signos se funden. Se superponen, se mezclan sin orden ni concierto. Tiene la sensación de que el Libro se ha enfadado. Se concentra todo lo que puede.
Si hay varios futuros posibles… ¿Estaremos Ge y yo juntos en alguno de ellos?
El Libro enmudece. Hasta que los signos empiezan a moverse otra vez.
Tú eres singular, Ida. No olvides nuestro pacto. Debes colaborar con el Círculo hasta que haya pasado la batalla final. Entonces tendrás tu recompensa. Mantén tu promesa y yo mantendré la mía.
Ida suelta un suspiro.
Les ha dicho a las demás que ya no ve nada en el Libro de los paradigmas. Y tampoco es que sea mentira. Al menos no ha visto nada que las demás deban saber. Nada que pueda ayudarles.
Desde que aprendió a leerlo, el Libro siempre le ha hecho la misma promesa: que la librará de sus poderes, de todo lo que tenga que ver con las Elegidas. Lo único que tiene que hacer es resistir hasta que hayan detenido el Apocalipsis.
Cuando Vanessa llega al bloque de pisos ya ha oscurecido. Dirige la vista a la ventana de la última planta preguntándose si Linnéa estará en casa.
Ha recorrido todo Engelsfors y todavía no se le ha pasado la sensación de irrealidad. Como si la ciudad fuera un enorme decorado cinematográfico y las pocas personas con las que se ha cruzado por la calle, los extras.
Dentro de unas horas se verán todas en el cementerio. Esta vez, Vanessa ha jugado la carta de Michelle y le ha dicho a su madre que va a dormir en su casa.
De repente, una luz roja se enciende en el octavo piso y Vanessa constata que Linnéa está en casa. Puede que la haya visto desde arriba. ¿Habrá oído sus pensamientos? ¿Habrá notado su presencia?
Nada le gustaría más que poder perdonar a Linnéa. Se muere de ganas. Linnéa es la única persona del mundo entero a la que no tendría que mentirle sobre nada.
Un golpe de viento barre la calle. Levanta el polvo, que empieza a arremolinarse en el aire en torno a Vanessa. Unas piedrecitas llegan rodando por el asfalto hasta sus pies. Pero a lo lejos, los arbustos de entre los edificios están inmóviles.
Solo alrededor de Vanessa hace viento. Se le pone la piel de gallina al notar cómo la corriente de aire le da en la cara y juega con su pelo. Siente lo mismo que al hacerse invisible, pero de un modo más intenso.
El viento solo ha durado unos segundos.
Vanessa vuelve a mirar a la ventana de Linnéa y se va de allí.