7

El humo negro se arremolina en torno a Minoo.

Anna-Karin, Ida, Linnéa y Vanessa están en los alrededores. Indefensas. Ahora todo depende de ella. Se ha quedado totalmente sola.

Sola con Max.

Lo tiene delante con el humo negro brotándole alrededor y los rizos oscuros enmarcándole la cara.

—Sé que ahora mismo no lo entiendes —le dice sonriendo—. Pero lo único que quiero… Lo único que he querido todo este tiempo es que estemos juntos.

El humo se vuelve cada vez más espeso, se ven atraídos el uno hacia el otro, y Minoo comprende que hay algo que no encaja. Ahora es cuando debería oponer resistencia, cuando la batalla debería dar un giro a su favor.

Pero no.

Ella trata de luchar, pero se siente impotente.

Y de pronto, tiene a Max muy cerca. Con los ojos oscuros y brillantes, como los de un pájaro.

—Tú y yo nos pertenecemos.

Se inclina y la besa con los labios húmedos y fríos como el hielo.

Minoo abre los ojos. El beso la ha despertado.

No fue eso lo que ocurrió, intenta decirse a sí misma. Fui yo quien lo venció. Yo salvé a las demás.

Se pone de lado y se queda mirando la oscuridad del dormitorio.

¿Hay algo moviéndose allí dentro? ¿Algo un tono más oscuro que la sombras nocturnas?

El humo negro.

Minoo se incorpora en la cama.

Ahora lo ve con claridad. Es como una nube negra vibrando en el aire. Un tentáculo de humo sale de la habitación hacia el pasillo.

A Minoo se le han enredado las sábanas en los pies y tiene que soltarse para poder seguirlo. Va ensortijándose por las paredes blancas del pasillo, reptando a lo largo de los tablones del suelo, y continúa hacia la habitación de sus padres.

Minoo llega a la puerta abierta.

Están tumbados boca arriba en la cama. El humo los rodea, palpita a su alrededor como si fuera un ser vivo. Pero tienen los ojos abiertos y miran invidentes en la oscuridad.

—Los has matado tú.

Minoo se da la vuelta.

Max está en el pasillo con esos ojos negros de ave.

—Sabías que esto iba a pasar. Ni siquiera has intentado averiguar cuáles eran tus poderes, porque intuías lo que ibas a descubrir.

Alarga la mano hacia ella.

—Tú y yo nos pertenecemos.

Y ella sabe que es verdad.

La alarma del móvil arranca a Minoo del sueño.

Se sienta en la cama y escruta la habitación.

Ni rastro del humo negro.

Se levanta y va al pasillo. Oye a alguien trajinar abajo en la cocina. Todo sigue como de costumbre.

No ha ocurrido. No ha ocurrido de verdad, piensa.

Pero no puede quitarse el sueño de la cabeza.

La madre de Anna-Karin está inclinada sobre la mesa de la cocina. Lleva el pelo recogido en una cola. El humo del cigarro se abre paso anillándose por el aire cargado. Anna-Karin está sentada enfrente, removiendo las burbujas que se han formado en el cuenco de leche agria.

Las hojas del periódico Engelsforsbladet crujen a medida que su madre las va pasando despacio. Absorbe cada letra con la misma ansia con que absorbe las sustancias tóxicas del tabaco.

Los ruidos del tráfico y los sonidos de las voces de la calle hacen el silencio mucho más palpable. La soledad allí, en el centro, es más soledad que la del campo.

Peppar se cuela silenciosamente en la cocina y olisquea con desinterés su cuenco de comida. Después desaparece hacia el recibidor y va sorteando las cajas de cartón que llevan meses sin desembalar. Anna-Karin siente remordimientos. Fue egoísta por su parte traérselo, en lugar de dárselo a alguien que viviera en una casa, donde pudiera salir a corretear como acostumbraba. Pero ahora que vive sola con su madre, no podría pasar sin él.

—Anda, ya le ha tocado cerrar a Monika también —dice la madre.

Los ojos le brillan mientras sigue los renglones que hay en el pie de foto en la que aparece Monika, apenada, delante del café cerrado. Nada consigue animar tanto a su madre como las desgracias ajenas. Junto con el tabaco, ese es su mayor placer, y Anna-Karin no sabe cuál de los dos es más dañino. O más repugnante. Para ella es un flaco consuelo que ser espectadora pasiva del regocijo de su madre ante las desgracias ajenas no sea tan nocivo para la salud como ser fumador pasivo.

Se levanta de la silla y suelta con estrépito el cuenco de leche agria en el fregadero.

—Piensas dejarlo ahí, ¿o qué? —dice la madre.

—Luego lo quito —responde Anna-Karin mientras sale al recibidor.

—Pues si lo vas a dejar ahí, podrías fregarlo.

Hace que suene como si fuera ella quien friega los platos normalmente.

—Ahora no me da tiempo —dice Anna-Karin, que va al cuarto de baño y empieza a lavarse los dientes.

Viven del dinero de la venta de la granja y de la indemnización que la compañía de seguros accedió a pagarles finalmente después del incendio del cobertizo. Anna-Karin no sabe cuánto durará ese dinero. La madre siempre dice que va a buscarse un trabajo. Pero cuando ella vuelve a casa después de las clases, por lo general, ni siquiera ha conseguido arrastrarse a la tienda a comprar.

Anna-Karin preferiría no tener que reconocer que se siente decepcionada. Sería tanto como reconocer que había abrigado esperanzas de que se produjera un cambio, que mudarse al centro le insuflaría a su madre nueva vida. Pero en la granja por lo menos trabajaba. Ahora se encuentra más aislada que nunca y Anna-Karin detesta verla hundirse todavía más en esa depresión paralizante.

Y se le ensombrece el ánimo de pánico al pensar en lo que sucederá cuando se les acabe el dinero.

Tiembla el aire sobre el asfalto ardiente y el instituto parece un espejismo en lontananza.

Minoo deja atrás la gasolinera donde una vez compró un periódico lleno de artículos sobre el «pacto de suicidio» de Engelsfors. Es increíble la cantidad de cosas que han sucedido desde que leyó la entrevista con Gustaf. Entonces nunca creyó que podría perdonarlo. Y mucho menos que se harían amigos.

El claxon de un coche interrumpe sus pensamientos. Tres pitidos breves. Un Mercedes azul oscuro se detiene junto a la acera. La mujer del coche se inclina sobre el asiento del copiloto mientras la ventanilla baja silenciosa.

—Hola, Minoo —dice la directora—. ¿Qué tal has pasado el verano?

Intercambian unas cuantas frases de cortesía, pero Adriana López tiene la mirada inquieta.

—Reanudaremos las prácticas en el teatro al aire libre el sábado. Díselo a las demás. Nos vemos a la hora de siempre.

—Vale —dice Minoo.

Adriana López se pasa la mano con suavidad por la melena negra cortada a lo paje; no tiene ni un solo pelo fuera de lugar.

—Va a haber algunos cambios —dice sin mirar a Minoo a los ojos.

—¿Qué?

La directora parece dudar.

—Lo veremos el sábado —responde—. Tengo que darme prisa. ¿Qué impresión causaría que la directora llegara tarde el primer día de clase?

Pone el coche en marcha y acelera. Minoo se lo queda mirando. Cree ver que la directora ha corregido la posición del espejo retrovisor, como para poder devolverle la mirada.

La moto de Kevin Månsson se acerca traqueteando y Minoo se aparta a un lado cuando casi la roza. Kevin se echa a reír.

Pues no, piensa Minoo. Este verano tampoco ha madurado.

Sigue la corriente de estudiantes que se dirige hacia el triste edificio de ladrillo que es el instituto de Engelsfors. La grieta, que han rellenado, se extiende como una cicatriz oscura por el patio. Los árboles muertos parecen más muertos si cabe, como si se hubieran desecado por completo bajo el sol inclemente.

Mientras cruza el patio y se dirige hacia la entrada, nota el calor del asfalto a través de las suelas de las sandalias. Ve caras nuevas aquí y allá, o más bien, nuevas caras conocidas. Llevaba un año sin verlas, mientras Minoo cursaba primero y ellos noveno. Ahora vuelven a estar todos juntos en el mismo centro.

Se los ve tan críos, piensa Minoo.

Tiene la sensación de que hiciera una eternidad que llegó, pero solo ha pasado un año. Entonces se sentía muy madura, tan adulta y a punto de comenzar una nueva vida. Llena de esperanzas, como si fuera a suceder algo grande. Si hubiera sabido cómo se iban a cumplir sus deseos, desde luego que habría renunciado a ellos.

Minoo se entremezcla con la masa de alumnos del vestíbulo de la entrada. Se fija en uno de los chicos de tercero, que intenta pegar un cartel enorme en el tablón de anuncios.

El chico se da la vuelta y le sonríe radiante. Tiene el pelo oscuro y lleva gafas con montura de acero. Minoo se esfuerza febrilmente por recordar cómo se llama. Cree que es Rickard. Uno de los jugadores del equipo de fútbol EIK.

—¡No te lo puedes perder! —le dice.

Es la primera vez que le dirige la palabra, pero el chico no espera que le responda. Se pierde entre la multitud.

Minoo observa el tablón. Bajo unas grandes letras rojas que forman la palabra COMUNIDAD, se ve un grupo de jóvenes en hilera, en un prado florido. Ríen despreocupados rodeándose los hombros con los brazos, llevan ropas anticuadas y peinados esponjosos. La boca llena de dientes blanquísimos. La naricilla arrugada. Incluso algunos levantan el pulgar.

¡ÚNETE AL ENGELSFORS POSITIVO!, se lee en mayúsculas bajo aquella pandilla tan jovial.

Minoo piensa «perdérselo», por descontado.

En la parte inferior del cartel hay una fotografía más pequeña de una mujer de mediana edad, sonriente, con el pelo rizado y teñido de color zanahoria.

A Minoo tarda un instante en encendérsele la bombilla y enseguida cae en la cuenta de que se trata de Helena Malmgren. La madre de Elias.

Elias.

A pesar del calor, siente un sudor frío. Los recuerdos de todo lo que sucedió el año anterior, allí mismo en la escuela, se le vienen encima.

La sangre en el suelo del baño. Los ojos sin vida de Elias fijos en el techo.

Su alma cuando lo liberó de Max.

Solo eso ya es bastante, y entonces los recuerdos de Max empiezan a mezclarse con los propios, tanto que casi no puede distinguir unos de otros. Lo que vio en la conciencia de Max sigue presente en su interior, nunca conseguirá deshacerse de ello.

Minoo se obliga a volver al presente.

Sigue por el pasillo, se detiene al llegar a la conserjería y llama a la puerta. Pasa un rato hasta que Nicolaus asoma la cabeza por la rendija. Lleva puesta una camisa de color mostaza y pantalones de pana marrón. Minoo puede imaginarse, como si lo viera, lo que diría Ida de esa indumentaria.

—Adelante —dice.

Lo sigue al interior del pequeño despacho y cierra la puerta. Huele a polvo y a aire viciado. Encima de la mesa tiene el Libro de los paradigmas y el localizador plateado envuelto con esmero.

—Lamento cómo me comporté anoche —dice Nicolaus—. Fui excesivamente brusco. Pero me mantengo firme en mi posición. Bajo ninguna circunstancia debéis desenterrar la tumba.

Tiene las ojeras profundamente marcadas, pero su mirada no expresa vacilación alguna. Como si ya supiera que la han enviado las demás para que dé el visto bueno al Proyecto Exhumación. Enseguida se da cuenta de que no tiene sentido intentarlo siquiera.

—¿Has encontrado algo? —le pregunta, señalando el Libro de los paradigmas.

Nicolaus niega con la cabeza.

—Sigue en silencio.

—¿Crees que el Libro está estropeado o algo así? —dice Minoo—. Como Linnéa e Ida llevan sin ver nada desde el invierno pasado… Y tampoco es que funcionara muy bien antes.

—Desconozco si el fallo está en el Libro o en nuestra capacidad para comprender el mensaje —dice Nicolaus dándole vueltas al localizador de paradigmas entre las manos—. A veces tengo la sensación de que trata de comunicarse conmigo. Tal vez en algún momento tuve la capacidad de leerlo, pero si ese es el caso, la he perdido.

Levanta la vista.

—A propósito, ¿has tenido alguna revelación sobre tus poderes?

Tú y yo nos pertenecemos.

—No, pero he vuelto a soñar con Max —dice Minoo.

—¿Qué pasaba en el sueño?

Minoo piensa en sus padres en la cama. Le pareció tan real. No quiere hablar de ello.

—Lo de siempre —responde—. Perdía la batalla. Decía que nos pertenecíamos y que mis poderes no eran buenos.

—Tus poderes no son buenos —dice Nicolaus armándose de paciencia—. Ni tampoco los de Anna-Karin. Ni los de Linnéa. Ni los de Vanessa ni Ida. Lo que importa es cómo los usáis.

—Pero mis poderes no son como los de ellas —dice Minoo—. No tengo ningún elemento. Mi magia se revela como un humo negro, como la magia demoníaca de Max, y yo era la única que podía verlo. Y no me explico cómo el poder de succionar almas y escarbar en los recuerdos de la gente puede ser algo bueno. Sobre todo teniendo en cuenta que Max dijo que los demonios tenían un plan para mí.

—Eso fue lo que le dijeron los demonios, sí —dice Nicolaus—. Pero quizá mintieron. Al fin y al cabo, son demonios. ¿Viste algún detalle más de estos supuestos planes cuando accediste a los recuerdos de Max?

—No, pero en realidad no vi todos sus recuerdos. Si hubiera buscado, quizá…

—¡Exacto! —dice Nicolaus—. Debes tratar de explorar tus poderes. Así podrás usarlos de forma constructiva.

—No —afirma Minoo, puesto que sabe lo que Nicolaus va a decir a continuación.

—Minoo —suplica—. Sé que mis recuerdos están en alguna parte, pero no puedo llegar a ellos. Podrías ayudarme a dispersar las cortinas de humo del olvido.

—¿Para que tú también termines en coma?

—Tú rompiste la bendición de los demonios sobre Max. Creo más bien que fue eso lo que causó…

—No pienso hacer experimentos con tu vida —interrumpe Minoo.

Nicolaus suspira profundamente. Han tenido esta discusión en repetidas ocasiones a lo largo del verano y Minoo sospecha que ambos se sienten igual de frustrados.

—Se me ha ocurrido una cosa —dice para cambiar de tema—. ¿No podría Gato contarte por qué es tan importante la tumba? Es tu familiaris. ¿Cómo es que sabe cosas sobre ti que ni tú mismo sabes? Quiero decir que primero fue lo de la caja del banco, y ahora esto.

—Me gustaría saberlo —dice Nicolaus, pasándose los dedos por el pelo—. No me malinterpretes. Yo también pienso que lo de la lápida es de capital importancia. De lo contrario, Gato no habría guiado a la señorita Linnéa hasta allí. Pero empezar a excavar en tierra sagrada…

Se interrumpe y baja la voz.

—No sé lo que esconde esa tumba. Pero prométeme que no vais a tocarla. Prométemelo.

Minoo no es capaz de materializar en palabras la mentira. Así que hace un breve gesto de asentimiento y se apresura hacia el pasillo.

De vuelta en la entrada, Minoo ve a Linnéa delante del tablón de anuncios, mirando el cartel de la COMUNIDAD. Lleva puesto un vestido negro con mangas de farol y un collar que le recuerda a un alambre de espino.

Minoo se acerca y observa el cartel por encima del hombro de Linnéa.

—¿Sabes algo de esto? —dice Minoo.

—No pero, desde luego, lo del «Engelsfors positivo» suena a las ideas de Helena —responde Linnéa señalando con una uña verde brillante la foto de la madre de Elias—. Siempre estaba con lo mismo. «Anímate.» «Cuando una puerta se cierra, se abre una ventana.» «Hay que mirar el lado bueno.» La gente que tenía problemas de verdad la ponía muy nerviosa.

—¿Como Elias? —dice Minoo prudente.

Linnéa afirma con un gesto.

—Como Elias.

—Qué extraño que decidiera ser pastora —dice Minoo.

—No sé si te habrás dado cuenta, pero la gente es tela de rara —dice Linnéa.

Adriana López baja las escaleras y pasa junto a ellas rápidamente. Parece que ha recuperado su frescura habitual mientras se dirige a buen paso al salón de actos, donde dará la bienvenida a los de primero.

—Nos vemos en el parque el sábado para retomar las prácticas —dice Minoo.

Linnéa pone cara de resignación.

—Sí, ya —responde—. Por fin vamos a empezar con la «magia defensiva».

—Pues no sé —dice Minoo—. Estaba rara. Ha dicho que se van a producir cambios.

—Las clases de magia no pueden ser más absurdas, de todas formas. Por cierto, ¿has hablado con Nicolaus?

—Sí. Nunca accederá.

—Tiene miedo. No sabe lo que hay en la tumba, pero le asusta lo que podamos encontrar —dice Linnéa, y añade—: No es que le leyera el pensamiento a propósito… No siempre puedo controlarlo.

Minoo la mira a los ojos. Se siente incómoda, como siempre que hablan de la capacidad de Linnéa de leer el pensamiento. De vez en cuando, todavía se acuerda de algún momento embarazoso y comprende que Linnéa debió de leerle la mente.

—No tenemos elección —dice Linnéa—. Debemos hacerlo sin decírselo a Nicolaus.

Vanessa entra en clase y busca con la mirada a Evelina y a Michelle. Todavía no han llegado, y se irrita con ellas sin motivo. Aunque claro, no pueden saber que está a punto de reventar, que necesita contarles lo que vio anoche.

Nicke no había llegado a casa aún cuando se fue al instituto. A Vanessa le costaba mirar a su madre a la cara durante el desayuno. Una parte de ella quiere contar a voces lo que ha visto. Es su oportunidad de quitárselo de en medio. Por fin. Pero otra parte, una que apenas reconoce, quiere callárselo para siempre. La parte que no soporta la idea de causar a su madre tanta tristeza.

Vanessa se desploma en uno de los últimos bancos de la clase al mismo tiempo que aparecen Evelina y Michelle enganchadas la una a la otra.

Se sientan cada una a un lado de Vanessa y Evelina suelta un suspiro.

—Dios, estoy hecha polvo. Anoche no dormí nada.

—Sus padres han vuelto a hablar por teléfono —aclara Michelle.

—Yo pensaba que la idea del divorcio era no tener que pasarse las noches discutiendo —dice Evelina.

Sus padres se separaron hacía ya muchos años, y desde entonces ella vive con su madre. El padre es camionero y casi nunca está en Engelsfors. Pero eso no le impide llamar desde distintos lugares de Europa para opinar sobre cómo la educa su madre.

—¿Pero tú estás bien? —dice Vanessa.

Evelina suspira otra vez desde lo más hondo.

—¿Es que tienen que pasar cien años para que seamos mayores de edad?

—Deberíamos irnos a vivir juntas las tres —dice Michelle—. En cuanto cumplamos los dieciocho. ¡Te imaginas lo bien que lo íbamos a pasar!

—Y tú te librarías de Nicke —dice Evelina.

—Puede que me libre de él de todos modos.

—¿Y eso? —dice Michelle—, ¿qué quieres decir?

Vanessa observa la expresión de curiosidad de sus amigas.

Le dirán que se lo cuente a su madre. No entenderían el problema que causaría esa situación, además del daño que haría: Vanessa sería el mensajero al que todos querrían matar. Y puede que no la creyese siquiera.

Hay otra salida, piensa Vanessa. Decírselo a Nicke. Forzarlo a contarle la verdad a su madre.

En este momento parece la mejor alternativa. Pero no ha dormido en toda la noche y no confía en absoluto en su propio juicio.

Mira a Michelle y a Evelina. Las quiere mucho, pero no se lo puede contar.

—¿Y eso? —repite Michelle retorciendo uno de sus rizos oscuros entre los dedos.

—No es nada —dice Vanessa—. Estaba pidiendo un deseo.

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