La cena consiste en ensalada Mimosa y albóndigas congeladas, que la madre de Anna-Karin ha calentado en el microondas. Se sientan delante del televisor, como de costumbre. Es lo que su madre quería hacer ya cuando vivían en la granja. Era el abuelo quien insistía en que cenaran en la mesa de la cocina.
Anna-Karin y su madre no se dicen ni una palabra.
El programa trata de un millonario que finge ser pobre. Luego, el millonario revela quién es y dona un montón de dinero a los pobres de verdad que, felices y agradecidos, lloran de alegría. El espectáculo pone a Anna-Karin un poco enferma. O quizá sea por la ensalada Mimosa. Ha vuelto a comer demasiado, aunque ni siquiera estaba bueno.
—Gracias por la comida —dice Anna-Karin levantándose.
—Ya —responde su madre con tono ausente, y enciende un cigarro.
No despega los ojos de la tele.
Anna-Karin se va a su habitación y enciende el ordenador. Busca noticias sobre la deforestación mientras Peppar ronronea en su regazo, pero no encuentra nada que se parezca a lo que ha visto. Así que se pierde en ensoñaciones sobre estudios de veterinaria en ciudades alejadas de Engelsfors. Ahora solo es cuestión de aguantar este año de instituto. Y el siguiente. Y de que no llegue antes el Apocalipsis.
Mira el reloj y se da cuenta de que es hora de ir a casa de Nicolaus. Le ha pedido que la lleve en coche al cementerio, pero en realidad quiere comprobar cómo ha reaccionado ante el descubrimiento de Linnéa.
La televisión sigue encendida cuando pasa de puntillas por el salón. Su madre está tumbada de lado en el sofá, roncando suavemente. Anna-Karin se le acerca sin hacer ruido, se lleva el cenicero a la cocina y apaga todas las colillas bajo el grifo.
Anna-Karin sale del portal y mira la biblioteca clausurada del edificio que tiene delante. Ha estado todo el verano en obras. Los grandes ventanales están tapados con papel marrón, pero la luz se cuela por las rendijas.
Anna-Karin se pregunta qué negocio abrirán en el edificio y siente pena de los propietarios. No cree que puedan apañárselas más de un año.
Echa a andar hacia el centro.
Es lunes por la noche y la ciudad está desierta, como de costumbre. Aquí y allá se ve en las ventanas la luz azulada de los televisores. La luna de agosto parece un enorme queso amarillo y graso. Todavía hace calor y a Anna-Karin le gustaría que este verano interminable acabara de una vez.
Cruza la plaza de Storvallstorget, gira por la calle Gnejsgatan y se detiene delante de un edificio de tres plantas con la fachada enlucida y de color verde.
La puerta se entreabre de un empujoncillo. Anna-Karin pasa, se dirige al único apartamento de la planta baja y llama al timbre.
—Buenas noches —dice Nicolaus al abrir.
Lleva más de una semana sin verlo y está un poco más bronceado que la última vez. Los ojos azul hielo le brillan más de lo habitual. Va pulcramente vestido con pantalones y camisa, pero lleva revuelto el pelo entrecano.
Está bastante guapo.
Imagínate si mi madre conociera a alguien como él, piensa Anna-Karin.
—Perdón, ¿llego pronto? —dice.
—Tú siempre eres bienvenida —responde Nicolaus haciéndose a un lado.
Lo primero que ve al entrar en la sala de estar es el helecho. A excepción del viejo plano de la ciudad y de la cruz de plata tan bonita que cuelgan de la pared, el apartamento de Nicolaus no tiene ningún elemento decorativo. No hay alfombras ni cortinas; la mesa de centro destartalada no tiene tapete y no hay libros en las estanterías. Pero en el alféizar de la ventana ha colocado un tiesto de plástico blanco con un helecho. La idea de que Nicolaus haya ido a comprarlo y lo haya puesto en el alféizar para animar la soledad de su existencia en aquel apartamento le parte el corazón.
—Qué helecho tan bonito —le dice.
A Nicolaus se le ilumina la cara.
—Sí, he pensado que hacía falta un poco de verdor en medio de tanta sequedad.
Anna-Karin está a punto de contarle lo del bosque, pero cambia de idea. Seguramente Nicolaus está ya bastante nervioso, de modo que no es necesario.
—Pareces preocupada —le dice.
—Es que me estaba preguntando qué pensarás tú. Me refiero a lo de la lápida.
Nicolaus se esfuerza por sonreír un poco.
—Es un tanto espeluznante.
Llaman a la puerta y Nicolaus va a abrir.
—Hola —se oye la voz de Minoo desde el rellano de la escalera.
Entra en la sala de estar y mira sorprendida a Anna-Karin.
—¿A ti también…?
—Sí, a mí también me va a llevar en coche. —Anna-Karin termina la frase.
Ambas intercambian una mirada. Las dos están allí por el mismo motivo. Anna-Karin se pregunta si Nicolaus se lo imagina.
Vanessa abre la ventana de par en par aunque sabe que no sirve de nada. El aire está tan cargado y caliente en la calle como en el salón de Jonte. Y claro, no ayuda mucho que él, Lucky y Wille estén intentando batir algún tipo de récord de a ver quién se pone más ciego.
Pero Wille le ha prometido a Vanessa que, ahora que ella empieza las clases otra vez, va a fumar menos y a buscar trabajo. Y Vanessa ha decidido creérselo.
Se desploma otra vez en el sofá al lado de Wille. Pronto tendrá que irse al cementerio. Le ha dicho a su madre que se quedará a dormir en casa de Evelina, que por supuesto se presta como coartada, para que Vanessa pueda estar con Wille. A él le ha dicho que se irá a casa. Y por la mañana, durante el desayuno, tendrá que decirle a su madre que empezó a discutir con Evelina y que por eso volvió a casa a medianoche. O sea, que Vanessa tiene que mentirle a su madre, a su novio y a sus mejores amigas, todo en la misma tarde. Nunca había mentido tanto como desde que se convirtió en una de las Elegidas. Y no es fácil llevar el control de tanta mentira.
—Joder, qué bueno —suspira Lucky de placer, con la boca llena de galletas de limón.
Una lluvia de migajas le cae de la boca. El hambre insaciable de Lucky cada vez que fuma le recuerda a Vanessa a cuando las Elegidas tenían que inflarse de comida y golosinas cada vez que utilizaban la magia.
—Nessa, al menos tómate una birra —dice Wille envolviéndola en una nube de humo dulzón—. Me pone nervioso verte ahí sentada.
—Sí, no seas tan estirada —dice Lucky dándole unos golpecitos en el brazo—. Te pierdes lo mejor. Deberías haber venido al Götis el sábado. Fue una pasada de noche.
—Ya, bueno, yo creo que puedo sobrevivir sin una noche en el Götis.
—Sí, claro —dice Lucky—. Tampoco te queda otro remedio.
Parece tan satisfecho de poder cerrarle la boca a Vanessa por una vez. Después de la fiesta de fin de curso, ella y Evelina se las arreglaron para que las echaran del Götvändaren, el único hotel y bar de copas de la ciudad. Todo por un inodoro roto y una pequeña inundación que, sin duda, habría acabado en una denuncia por parte de los propietarios, de no ser porque eran menores de edad y, para empezar, no deberían haberles permitido la entrada.
—Tendrías que haber visto a Wille… —prosigue Lucky, pero Jonte lo interrumpe.
—Cierra el pico.
Lucky se calla de repente y empieza a liar otro porro, nervioso.
—Neeesssa… —dice Wille ladeando la cabeza e intentando, con bastante éxito, parecer mono—, ¿por qué no quieres venir de fiesta con nosotros?
—Porque esta noche soy una superheroína en misión secreta —responde muy seria—. Lo siento.
Wille se echa a reír.
Vanessa mira a Jonte, que la observa intensamente con sus ojos castaños. A veces tiene la sensación de que sabe más de lo que debería acerca de lo que está pasando. Por lo menos, sospecha algo.
Un reloj de cuco horrible comienza a cacarear desde la pared. Vanessa tiene que irse.
—Eres guapísima —dice Wille—. Increíblemente guapa. Lo sabes, ¿no? Eres la mejor novia que se puede tener. La mejor del mundo. Eres demasiado para mí.
Vanessa lo mira. Puede que ese pelo rubio y rebelde necesite un corte, pero a ella le gusta así. Le da un largo beso y se levanta del sofá.
—Yo me voy a mi casa —dice volviéndose hacia Jonte—. ¿Me prestas la bici?
Jonte asiente y se recoloca la gorra. No puede negarle nada. Vanessa conoce más secretos suyos de la cuenta. Secretos que teme que le cuente a Wille. Como que se ha acostado con Linnéa, la ex de Wille. Y que Linnéa le robó la pistola. Y que esa fue la pistola que encontraron junto a Max en el comedor el invierno pasado.
Una brisa sedosa le acaricia suavemente las piernas mientras se apresura por el camino. Resulta agradable pero no llega a refrescar de verdad. En el fondo, lo que más le apetece a Vanessa es cruzar las manos sobre el pecho y meterse en un congelador, igual que un vampiro en su ataúd.
La bici es tan desastrosa como el propietario. El manillar está un poco torcido y se desvía constantemente hacia la izquierda y, al menor bache de la carretera, produce un sonido alarmante. Vanessa cree oír un leve tintineo, como si fuera dejando tras de sí un rastro de tuercas y tornillos que se hubieran soltado.
Los muros de piedra encalados que rodean el cementerio refulgen fantasmagóricos bajo la intensa luz de la luna. Las demás ya han llegado y esperan junto a la verja.
Todas parecen nerviosas pero Vanessa se siente más bien aliviada. Por fin pasa algo. Por fin tienen algo en lo que pensar que no sea en cuándo volverán a atacar los demonios.
Pasa por encima de un pequeño bache y la bicicleta vuelve a ladearse. Vanessa está a punto de salir volando, pero consigue girar y derrapa delante de las demás. Se baja de la mierda de bicicleta y le da una patada. Vuelve a hacerse daño en el puto dedo del pie y maldice para sus adentros.
Ni siquiera tiene que mirar a Linnéa para saber que sonríe burlona. Y no soporta las ganas de poder compartir esa sonrisa como antes.
Linnéa ha prometido que ya no les lee la mente. Que solo mantuvo en secreto su poder porque no quería que las demás le tuvieran miedo. Pero nada de lo que diga puede reparar el daño. Vanessa ya ha puesto en duda todos los momentos que han pasado juntas. ¿Le leía la mente Linnéa todo el tiempo? ¿Sería por eso por lo que sabía siempre lo que iba a decir? Después de la batalla con Max en el comedor intimaron mucho. ¿O empezaría todo antes, incluso?
Vanessa vuelve una y otra vez sobre aquella tarde de sábado en el apartamento de Linnéa en la que se estuvieron riendo de todos los fenómenos extraños que estaban produciéndose en sus vidas. Solo cuando el recuerdo de esa tarde se fue al garete, se dio cuenta de lo mucho que le importaba Linnéa.
Al principio estaba furiosa con ella y por eso le resultó fácil ignorarla. Después la cosa se fue complicando cada vez más. A Vanessa le asombra cuánto la echa de menos. Pero en cuanto se plantea perdonarla, empieza a pensar en lo que hizo y siente que la rabia la invade otra vez.
Eso es lo más jodido. Le cuesta tanto estar sin Linnéa como perdonarla.
—Bueno, ¿qué? ¿Es que vamos a quedarnos aquí toda la noche? —dice Ida.
Nicolaus se muestra sereno.
—La señorita Ida tiene razón. Zanjemos este asunto.
La grava del camino cruje bajo las suelas de sus zapatos al adentrarse en el cementerio. Vanessa mantiene la vista fija al frente cuando Linnéa se pone a su lado.
—Hola —dice Linnéa—. ¿Qué tal estás?
—Bien —responde Vanessa, y suena como si fuera la palabra más corta del mundo.
Si Linnéa pudiera dejar de mirarla… Vanessa canta la cancioncilla preferida de Melvin como un mantra, para no pensar en algo que Linnéa pueda oír a hurtadillas.
Estrellita, ¿dónde estás? Me pregunto quién serás. En el cielo o en el mar, un diamante de verdad.
Linnéa la mira de reojo una última vez antes de apartarse de su lado y adelantarse. Les indica a los demás que la sigan a la parte antigua del cementerio.
Un camino estrecho discurre entre bloques de piedra erosionados y pesadas cruces de hierro fundido. Nadie sabe el aspecto que tenían estas personas ni cómo eran cuando vivían, llevan muertas cientos de años. Es un pensamiento fascinante y estremecedor a la vez.
—Es aquí —dice Linnéa.
La lápida junto a la que se detienen parece humilde en comparación con las demás, que son fastuosas. Enciende una linterna con la que ilumina directamente el nombre de Nicolaus.
Minoo mira a Nicolaus, que está inmóvil como uno de esos mimos tan desagradables que posan como estatuas en los mercados. Se pregunta qué estará sintiendo.
—Vale —dice Ida rompiendo el silencio—. Nicolaus tenía un antepasado que se llamaba como él. No entiendo que haya que reunirse en el cementerio a medianoche solo por eso. ¿O es que Gato pretende que nos aficionemos a la genealogía?
A Minoo le hormiguea todo el cuerpo al oír el tono de voz de Ida.
—Memento mori —dice, esforzándose por controlarse—. «Recuerda que vas a morir.» También estaba en la carta que Nicolaus se escribió a sí mismo. Llevamos todo el tiempo preguntándonos por qué y tal vez ahora podamos enterarnos.
Ida enarca una ceja y mira a Nicolaus, que sigue sin abrir la boca.
—Venga, cuéntanos —dice—. ¿Qué es lo que pasa con esta tumba?
Él menea la cabeza por toda respuesta.
Minoo es consciente de que es injusto pero, en ese momento, lo único que le produce Nicolaus es frustración. No sabe qué pensaba que iba a pasar cuando viera su lápida; esperaba que pasara algo por lo menos.
—A lo mejor tenemos que hacer algo —dice Anna-Karin—. ¿Un ritual?
Todos miran a Minoo, que se pregunta cómo han llegado a eso. Al punto de que todos crean que ella tiene las soluciones, aunque no pueda leer el Libro de los paradigmas y ni siquiera tenga elemento.
—No lo sé —responde—. Tenemos que consultar el Libro…
—Yo ya le he echado un vistazo. No dice nada —asegura Linnéa—. Además, es bastante obvio qué es lo que hay que hacer.
Calla un instante y mira a las demás.
—Hay que cavar.
A Minoo también se le ha ocurrido, pero lo descartó inmediatamente. Han hecho muchas cosas extrañas juntas. Como rituales de magia y luchar contra los demonios. Pero profanar una tumba…
Por otro lado, no se le ocurre ninguna alternativa.
—Eres asquerosa —dice Ida—. Quieres que empecemos a escarbar en la tierra aquí y ahora, ¿o qué?
—Perturbar la paz de una cripta es algo que está fuera de toda consideración —dice Nicolaus de repente.
Minoo ve su expresión, ahora resuelta y autoritaria. Un semblante que no admite oposición. Un Nicolaus al que no reconoce.
—¿Y qué hacemos entonces? —pregunta Minoo con voz débil.
—No vais a hacer nada. Es un misterio, lo reconozco, y así permanecerá. Es tierra sagrada.
—Pero…
—¡No hay peros que valgan!
—¿A ti qué coño te pasa? —dice Linnéa—. Ha sido tu familiaris el que nos ha enseñado la lápida. Fuiste tú quien se escribió una carta a sí mismo con la pista de memento mori. O sea, que has sido tú quien nos ha traído hasta aquí. Cuando todavía recordabas algo, querías que hiciéramos esto precisamente. ¿Por qué tratas de impedírnoslo ahora?
Nicolaus la mira en silencio. Luego se da la vuelta y se va.
Anna-Karin echa a correr detrás de Nicolaus por el cementerio.
Va dando tales zancadas que le cuesta alcanzarlo. Al final, le pone la mano en el hombro y Nicolaus se para en seco.
—Espera —dice Anna-Karin.
Él se da la vuelta.
—Por favor, no te vayas. Tenemos que hablar.
—No hay nada que discutir. Te lo ruego, Anna-Karin. Tienes que impedírselo.
La súplica que refleja su mirada raya la desesperación. Y ella quiere complacerlo.
Si Nicolaus no quiere que caven en su tumba, ¿por qué empeñarse? Él es el guía del grupo. Y además, es su… ¿Su qué? ¿Su amigo? ¿Puede llamarlo así? Le cae bien. Incluso algunas veces ha sentido que podría quererlo como al padre que nunca conoció.
—¿Y qué hacemos entonces? No podemos olvidarlo sin más. Parece que tiene algún significado. O por lo menos eso es lo que piensa Gato.
Nicolaus menea la cabeza y echa a andar otra vez. Anna-Karin siente el impulso de llamarlo, pero sería una estupidez empezar a gritar en medio de un cementerio en plena noche.
Cuando vuelve junto a la tumba, se encuentra a las demás hablando.
—Nicolaus tiene razón —dice Ida enfadada con todas y con ninguna en particular—. Profanar una tumba es de locos. Por esas cosas puede uno ir a la cárcel.
Pero como siempre, ninguna de las demás Elegidas la escucha. En cambio, deciden que se verán en el mismo sitio al día siguiente, y quiénes llevarán pala.