4

Ida sale a la terraza de la parte trasera de la casa. Siente cómo se comba la tarima bajo sus pies. Se asoma por la barandilla y aspira el aroma dulzón, casi sofocante.

El jardín de la familia Holmström tiene un verde sospechoso y floreciente. El padre de Ida suele poner el sistema de riego por las noches, a pesar de la ordenanza municipal que obliga a ahorrar agua. Su madre refunfuñó un poco, preocupada por que los vecinos se dieran cuenta; pero al final ha decidido hacer la vista gorda. ¿Por qué iba a sacrificar aquellas rosas de importación tan caras solo porque el municipio no haga bien su trabajo y no se ocupe de que haya agua?

Su madre está arrodillada junto a uno de los arbustos en flor. Tiene a su lado una cesta llena de herramientas de jardinería. Se está empleando con las malas hierbas con furia denodada.

—¡Ma-maá! —grita Lotta salta que te salta sin parar en la cama elástica gigante, al otro lado de los arbustos—. ¡Ma-maá! ¡Tenemos hambree!

—Hay leche agria y cereales en la cocina —grita su madre mientras arranca unas raíces estropajosas del arriate.

—¡No queremos leche agriaaaa, queremos tontitas! —chilla Rasmus saltando junto a su hermana mayor.

La madre suspira, se quita los guantes y los deja en la cesta.

—Bueno, vale, os haré unas «tontitas», vale —dice la madre y los niños, de seis y ocho años, chillan de alegría.

—¡Te queremos, mamaá! ¡Te queremos, mamaá! —gritan siguiendo el ritmo de los saltos con el pelo rubio revoloteando alrededor de la cabeza.

—¡Ay, mis pequeñuelos! —se ríe la madre poniéndose de pie.

Ida trata de reprimir la indignación. Es infantil y ridícula, pero intensa. Cuando ella era pequeña, su madre no iba corriendo a hacerle «tontitas» en cuanto se lo pedía.

Y además, yo a su edad hablaba bien, piensa Ida.

—¿No vas a ir al lago Dammsjön? —le pregunta la madre al pasar a su lado.

—Te estoy esperando.

—Pero, cariño, si hoy estoy liadísima.

La madre se quita las sandalias y entra por la puerta de la terraza, caminando con pasos gráciles por el suelo de parqué blanco. Ida la sigue hasta la cocina.

—Pero si hoy íbamos a practicar con el coche —dice Ida.

—Ya, bueno, lo comentamos, pero no quedamos en nada de nada.

Saca un cuenco blanco de uno de los armarios pintados de blanco. Lo pone en la encimera de mármol blanco, bajo dos cuadros blancos con las palabras HOPE y LOVE. La madre tiene una tienda de decoración en Borlänge y su casa parece un catálogo tridimensional del establecimiento.

—Sí que quedamos —dice Ida y se da cuenta de que suena tan caprichosa como Lotta y Rasmus.

—Ya lo haremos otro día —dice su madre sacando los huevos y la leche del frigorífico.

—No practicamos casi nunca. Julia y Felicia se van a sacar el carné antes que yo.

—Claro que no. No tienen ni tu disciplina, ni tu instinto de ganadora.

La madre se da la vuelta, mira a Ida y sonríe.

—Eres igual que yo a tu edad.

Ida no puede seguir enfadada. Julia y Felicia están siempre quejándose y lamentándose de sus madres, pero Carina Holmström es uno de los modelos más decisivos de Ida. Siempre es la más guapa y la más moderna, sin ser una de esas madres de las que uno se avergüenza, que se visten con ropa demasiado juvenil y tratan de ser amigas de sus hijos.

—¿No te está esperando Erik? —le dice su madre.

—Sí.

—¿Y qué haces aquí todavía?

Pone la radio y empieza a sonar por los altavoces de la pared una vieja canción que saluda al verano.

La madre empieza a batir la masa de las tortitas con el mismo frenesí con el que podaba las malas hierbas.

Ida sale, saca la bici del garaje y la lleva por el jardín. Cuando pasa al lado de sus hermanos, les dice:

—Saltar en la cama elástica puede provocar incontinencia.

—¿Y eso qué es? —pregunta Lotta.

—Ya te darás cuenta —le responde Ida.

Vanessa se despierta con los gritos de Melvin.

Se incorpora y siente el dolor de cabeza dándole vueltas en el cráneo. Las persianas están echadas y, la habitación, en penumbra.

Se levanta tambaleándose y se encuentra con su imagen en el espejo de cuerpo entero que está apoyado en la pared.

Tiene los ojos enrojecidos. Los restos de maquillaje se le han mezclado con el sudor y se le han corrido por la cara, y cuando se pasa la lengua por los dientes, los nota rasposos de sarro. La raya del tinte se le nota más con el pelo enredado y sudoroso. Además de que el dedo gordo del pie le duele una barbaridad.

Echa mano del albornoz que está en la silla del escritorio y pone la radio. La música chillona de una canción de baile inunda la habitación. Le llegan destellos inconexos de recuerdos de la noche anterior. Jugaron al juego de la verdad y tuvo que besar a Evelina. Michelle estuvo llorando por Mehmet en la cocina de Jonte. Vanessa y Wille lo hicieron en la mesa de ping-pong. Y entonces recuerda por qué le duele el pie. Tropezó con la aspiradora, que estaba en el pasillo, cuando llegó a casa.

Se pasa los dedos por el pelo y se lo recoge en una coleta. Respira hondo antes de abrir la puerta y entrar en la cocina.

Su madre y Nicke están sentados a la mesa, con sendas tazas de café. El hermano pequeño de Vanessa, Melvin, está desnudo en el suelo. Tiene la cara enrojecida, como siempre que le da una rabieta. Tumbado junto a él está Frasse, el pastor alemán, jadeando con la lengua fuera.

—Buenos días —dice Vanessa.

Nicke levanta la vista del Engelsforsbladet y toma un sorbo de café. Vanessa tiene la sensación de que oculta una sonrisa burlona detrás de la taza.

—Querrás decir buenas tardes.

Vanessa echa un vistazo al reloj. Ni siquiera son las diez y media.

—Pareces cansada —dice Nicke.

—No se puede dormir bien con este calor.

Baja la taza. Está claro, es una sonrisa burlona. ¿La oiría tropezar con la aspiradora? Pero entonces se acuerda. Nicke está de turno de noche esta semana. Debe de haber llegado hace un par de horas.

Desde que Vanessa volvió a casa, Nicke y ella tratan de tolerarse lo mejor que pueden. El odio tácito que se extiende entre ellos es como un campo de minas sobre el que van caminando con cautela, esperando la jugada del otro. Vanessa finge seguir las reglas de Nicke y de su madre, y él finge tragarse el rollo. Pero Vanessa sabe que está esperando la oportunidad de acusarla de algo, como buen policía que es.

Melvin lloriquea un poco, como para recordarles a todos su existencia.

—¿Qué le pasa a Melvin? —pregunta Vanessa.

—Que no quiere vestirse —suspira su madre, acariciándose el tatuaje que lleva en el brazo, una serpiente que se muerde la cola—. Lo he tenido que dejar por imposible, porque lo comprendo perfectamente. A mí también me gustaría corretear por ahí en cueros con este calor.

—Por mí, adelante —dice Nicke socarrón.

La madre de Vanessa suelta una risita. Vanessa resopla.

—¿Qué vas a hacer hoy? —dice la madre.

—Voy a ir al lago Dammsjön con Michelle y Evelina.

—¿No va Wille con vosotras? —pregunta Nicke inocentemente.

—Sí, claro que sí —dice Vanessa sonriéndole a modo de respuesta mientras piensa: muérete, muérete, muérete, pringao de mierda—. Voy a ducharme.

Se da una ducha larga y refrescante, se cepilla los dientes y se enjuaga la cara con agua helada. Luego se toma un par de pastillas para el dolor de cabeza. Cuando vuelve a su habitación, ya está sudando otra vez, pero después de maquillarse parece más persona.

Le echa un vistazo al móvil. Wille le ha enviado un mensaje diciéndole que va de camino. Se pone un biquini turquesa, un top y unos vaqueros cortos. Después guarda en la bolsa una toalla, un cojín y un libro.

Vuelve a la cocina para llenar una botella de agua.

—Me voy.

—¿No desayunas antes? —le dice su madre.

—No me da tiempo. Michelle lleva la merienda.

—Entonces, ¿no quieres que os acompañe? Estaría bien que se apuntara tu madre, ¿no? —Lleva repitiendo la misma broma patética todo el verano, y parece que nunca se cansa. Vanessa desde luego está harta, pero antes de que le dé tiempo a contestar, se le vuelca la bolsa de la playa y se le cae el libro al suelo de la cocina.

—¡Hala! —dice Melvin riéndose.

—¿Qué estás leyendo? —dice su madre.

Vanessa recoge el libro rápidamente y vuelve a meterlo en la bolsa.

¿La danza de la muerte? Por Dios, Nessa. ¿Por qué lees esas cosas? ¿Es que no hay ya suficiente muerte y miseria en el mundo?

—¡Pero si estaba en vuestra estantería!

—Ese libro es tuyo, Jannike —dice Nicke riéndose.

La madre de Vanessa menea la cabeza.

—Leer ese tipo de libros es como empapelar las paredes del cráneo con un montón de basura. Es una lectura destructiva. Debería hacer limpieza y quitarlos de la estantería. No quiero ni tenerlos en casa.

Vanessa suspira. Su madre lleva así desde el último curso que hizo y, por enésima vez, encontró el sentido de la vida.

En esta ocasión, su maestra es Helena Malmgren. La madre de Elias ha dejado el oficio de pastora de almas y se ha convertido en gurú de autoayuda.

—Todos somos responsables del tipo de energía que incorporamos en nuestras vidas —continúa la madre—. De hecho, podemos elegir si queremos aceptar las energías positivas del universo o las negativas. Si solo tenemos pensamientos positivos, se resuelven la mayoría de los problemas. Y si solo albergamos pensamientos negativos, pues no es de extrañar que nada funcione.

Vanessa empieza a cabrearse. Está harta de toda esa palabrería basura.

—Y entonces, ¿qué pasa? Que toda la gente que está enferma, que lo pasa mal… ¿Es por su culpa? ¿Los niños de África se mueren de hambre porque han liberado energía negativa o es que el universo tiene reglas distintas para cada parte del mundo?

La madre de Vanessa la mira irritada.

—Eso no es lo que yo quería decir —responde con la evasiva de siempre.

Vanessa se agacha y le hace cosquillas en la barriga a Melvin, que casi se ahoga de risa.

—Hasta luego —dice al salir.

—Saluda a Wille de mi parte —grita Nicke a su espalda.

El coche de Wille espera en punto muerto en la parada del cinco. Vanessa se sienta en el lado del copiloto y cierra la puerta.

—Hola, cariño —dice Wille, le da un beso en la mejilla y arranca.

—Joder, qué fiestón el de anoche —dice Michelle desde el asiento de atrás.

—O sea, no me acuerdo de nada —dice Evelina soltando una risita.

—Pues claro que te acuerdas, lo que pasa es que no quieres reconocerlo —dice Vanessa, que la mira con segundas por el retrovisor pasándose la lengua por los labios.

Todos se ríen y Vanessa se retrepa en el asiento. Saca una mano por la ventanilla y nota el viento en la palma.

—¿Podemos pasar por Solgrillen? No he tenido tiempo de desayunar —le pregunta a Wille.

—Claro, pero primero tenemos que recoger a Jonte y a Lucky.

—¿Pero van a caber? O sea, Lucky ocupa el sitio de tres.

—Que las chicas se le sienten en las rodillas.

Michelle y Evelina empiezan a protestar.

—Mira en la guantera —dice Wille.

Vanessa ve que esboza una sonrisa. Abre la guantera y ve un osito de peluche blanco que sujeta un gran corazón de seda con el texto LA

MEJOR NOVIA DEL MUNDO.

—Gracias —dice Vanessa.

El peluche es tan ridículo y tan tierno a la vez que se conmueve.

—¡Oooohhhh! ¡Dios, qué mono! —chilla Evelina.

—Jo, a mí Mehmet nunca me regala nada —dice Michelle.

Cuando llegan a la carretera principal, Wille pisa el acelerador.

—Te quiero —le dice a Vanessa.

—Y yo a ti —le responde ella.

Mientras le da vueltas al anillo de compromiso, toma conciencia de hasta qué punto siente lo que acaba de decir.

Esto no se acaba nunca, piensa Ida mientras abre el bote de crema solar y se echa un buen chorretón en la palma de la mano.

Si te extiendes la crema tú misma, parece como si tuvieras varios kilómetros cuadrados de piel. Y después de bañarse, hay que repetir la operación. Incluso si no te bañas, con este calor tan espantoso el sudor lo echa todo a perder en cinco minutos.

Ida echa de menos la lluvia, el cielo nublado o aunque sea un poquito de viento. Los sonidos se quedan flotando en el aire inmóvil. Los gritos de los niños chapoteando en la orilla del agua. El cacareo de Julia y Felicia. El hip-hop ruidoso que resuena desde el altavoz destartalado de Robin y Erik.

Ida saca una barra de cacao y se pone un poco en los labios. La plasta blanca y pegajosa le recuerda al ectoplasma, la sustancia que, al parecer, babeaba cuando estaba poseída. Irritada, ahuyenta el recuerdo y se tumba en la toalla de baño. Intenta relajarse, pero tiene el cuerpo resbaladizo y pegajoso de tanta crema. Entonces se le acerca Erik y le pega a la pierna el muslo sudoroso.

—¿Puedes dejar de pegarte a mí como una puta verruga? —dice.

Julia y Felicia no dicen nada, e Ida no tiene que verlas para saber que han intercambiado una mirada nerviosa.

—¿Tienes la regla o qué? —gruñe Erik apartándose un poco.

Julia y Felicia reanudan la charla. Hablan de que es el último día de las vacaciones y de lo inhumano que es tener que ir a clase con ese calor. Julia cuenta que se encontró a la directora, Adriana López, en esa tienducha de Citygallerian.

Ida trata de no oírlas. No quiere pensar en la directora y en lo repugnante que es la cicatriz que tiene en el pecho. Se vuelve a incorporar, se estira para alcanzar la botella de agua y desenrosca el tapón con las manos pringosas. El agua está tibia y sabe a plástico. Asqueroso, asqueroso, todo es sencillamente asqueroso.

Mira de reojo a los demás. Julia sigue hablando mientras se alisa la camiseta que lleva encima del biquini. Felicia finge escuchar, pero está totalmente concentrada en Robin, que no se da cuenta de nada. Debe de ser el único que no capta que Felicia está pillada por él.

—A ver qué psicópata se suicida este año —dice Robin de repente y los demás se ríen, Felicia la que más.

Ida toma un sorbo de esa agua repulsiva para evitar tener que reír con ellos. No quiere pensar en el supuesto suicidio de Elias y Rebecka. ¿Es que todo tiene que recordarle a todas horas a las Elegidas y toda la mierda que les ocurrió en primero?

—Pronto no quedará ninguno —le dice Felicia a Robin.

Pero él tiene puesta la atención en otra cosa. Le da un manotazo a Erik en el pecho.

Erik gruñe y se incorpora.

—¿A qué ha venido eso?

Entonces ve lo que está viendo Robin y se calla.

Ida ni siquiera tiene que mirar en esa dirección para saber que se trata de Vanessa Dahl. Y si hubiera estado más atenta, habría percibido el tornado en miniatura que era la energía de Vanessa, a varios cientos de metros de distancia. Lo reconoce a la perfección después de las sesiones de entrenamiento de magia.

Se da la vuelta. Vanessa viene con toda su pandilla de chusma patética.

—Dicen que se ha acostado con todos esos tíos —comenta Felicia. Seguro que incluso con el gordo ese.

Ida y Julia sueltan una risita. Los chicos no dicen nada. Se quedan mirando a Vanessa, que lleva una parte de abajo del biquini diminuta, y se inclina para extender la toalla. Tiene un bronceado perfecto, que Ida nunca conseguiría con su pigmentación.

—Vaya raíz de tinte que lleva —dice Ida.

Vanessa tiene varios centímetros de raíces de color castaño oscuro bajo las greñas rubio platino. Ida se pasa los dedos por un mechón de color trigueño natural que se le ha soltado de la coleta. Eso la relaja.

Vanessa se da la vuelta y, por un instante, Ida tiene la certeza de que le va a decir hola.

Pero no dice nada, simplemente se tumba en la toalla. Ida siente un gran alivio. Ya no hay ninguna razón para que las cinco Elegidas oculten que se conocen. Los demonios saben quiénes son. Pero si el resto de Engelsfors supiera que ella y Vanessa tienen algo en común, no le quedaría más remedio que suicidarse.

El novio camello de Vanessa se tumba junto a ella y no tardan ni medio segundo en empezar a meterse mano.

Ida mira de reojo a Erik. Tiene ganas de gritarle que deje de babear. Pero entonces demostraría que le importa.

Así que ladea la cabeza y se queda mirándole la melena oscura hasta que él se da cuenta.

—¿Qué pasa? —le dice irritado.

Es obvio que no le da ninguna vergüenza haberse quedado mirando a Vanessa. Ida procura hablar con toda la calma.

—Cómo habré estado para no darme cuenta antes —dice.

—¿De qué?

—De nada —dice Ida apartando la vista.

—Pero joder, dímelo.

Ida se vuelve hacia él. Sonríe.

—Nada, que ahora que te veo al sol, me doy cuenta de que te vas a quedar calvo superpronto.

Robin se parte de risa, y Julia y Felicia se ahogan entre risitas incontroladas.

—Ni de coña —dice Erik con mirada sombría.

—Pero no te enfades —dice Ida—. Faltan muchos años todavía para que se te note de verdad. Es solo que con esta luz…

Robin le frota la cabeza con fuerza a Erik.

—¿Vamos a ver si se te cae? —le dice y Erik le aparta la mano mirando furioso a Ida.

Ella arquea las cejas.

—¿Pero qué pasa? ¿Te has enfadado? Es culpa tuya, por preguntar. Solo digo las cosas como son.

Le suena el teléfono móvil que tiene en la bolsa de la playa y, en el mismo instante, otro móvil suena un poco más lejos. Ve que Vanessa saca el suyo.

A Ida se le hace un nudo en el estómago. No puede ser casualidad.

Saca el móvil de la bolsa. Deja marcas de crema bronceadora en la pantalla.

Un mensaje de Minoo. Lo abre y al leerlo nota que Vanessa la observa desde su toalla.

Ida borra el mensaje y se pone de pie. Se coloca bien el biquini y se acerca al agua.

—¿Vas a bañarte? —le grita Felicia.

—¿Tú qué crees? —contesta Ida sin detenerse.

Se abre paso entre el grupo de niños que gritan y de padres sobreprotectores y no menos gritones.

El agua tibia le roza las pantorrillas. Se adentra un poco más, se zambulle y nada hasta que llega a una corriente fría, y allí se queda. Una sola frase le late sin cesar por todo el cuerpo. No quiero participar. No quiero. No quiero.

Pero terminará haciéndolo. Por la noche irá al cementerio con las demás. No porque le preocupe una vieja tumba con el nombre de Nicolaus, sino porque tiene que cumplir la promesa que le hizo al Libro de los paradigmas.

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