Las sombras gigantescas de los árboles se vierten extendiéndose por el suelo pero no dan frescor. Al contrario, el calor es más opresivo en el bosque. El aire parece pesado y huele a una mezcla de resina, pinochas y madera calentada por el sol. Y a ese aroma a bosque tan particular que Anna-Karin es incapaz de describir con palabras. Respira profundamente mientras sigue un pequeño sendero que serpentea entre arbustos de arándanos y troncos rugosos.
A su alrededor reina la quietud. Pero no encuentra la calma que ha ido a buscar.
El bosque, los animales y el abuelo han sido siempre su refugio. Pero hasta que no se mudó con su madre a un apartamento del centro de Engelsfors no comprendió de verdad lo mucho que todo aquello significaba.
Han vendido la granja. El abuelo vive en la residencia de ancianos de Solbacken. Pero el bosque sigue siendo suyo. Ha venido casi todos los días durante las vacaciones. Para alejarse de los empujones de la gente, de sus miradas, del asfalto y los ladrillos, y del hormigón y la fealdad. Aquí puede respirar mejor. Se atreve incluso a soñar.
Sí. Así suele ser. Pero hoy hay algo diferente.
Todos los niños de Engelsfors crecen oyendo la cantinela «No te apartes del sendero del bosque». Se diría que los mapas y las brújulas no funcionan como debieran, y hace tiempo que abandonaron todo intento de realizar juegos de orientación en los días de vacaciones. Siempre acababan en batidas de búsqueda. Es como si el bosque fuera más grande cuando estás dentro que cuando lo observas desde fuera.
Cuando Anna-Karin era pequeña desaparecieron varias personas sin dejar rastro.
Pero esta es la primera vez que experimenta ante el bosque la misma sensación que muchos otros habitantes de Engelsfors: desasosiego. Cae en la cuenta de que no ha oído el canto de ningún pájaro, ni el zumbido de un solo insecto. Pese a todo, sigue adentrándose en las profundidades del bosque, dejándose envolver por él.
El sudor empieza a caerle por las sienes y se da cuenta de que está subiendo una colina. La pendiente es tan débil que no se aprecia a la vista, pero se nota en las piernas. A su derecha el sol brilla en unas pozas. La superficie reflectante del agua le recuerda la sed que tiene. ¿Cómo ha podido olvidarse de llevar algo de beber?
El camino se vuelve más empinado y pedregoso. Es como si alguien hubiera subido aún más la temperatura. Las hojas secas crujen cuando aparta las ramas. Nota en los labios el sabor salado del sudor y oye el jadeo de su propia respiración.
El terreno comienza a allanarse y los árboles clarean cada vez más. Se sienta en un tocón podrido e intenta recobrar el aliento. Nota los labios resecos bajo una película de sudor. Tiene cada vez más sed y se marea al cerrar los ojos. Se obliga a respirar lenta y profundamente, pero es como si solo le entrara en los pulmones el mismo aire viciado una y otra vez.
Abre los ojos.
El aire vibra. De repente, se intensifican los colores y los aromas se acentúan.
Delante de ella se alza un árbol muerto. Parece una persona con los brazos levantados al cielo. El tronco tiene un agujero que recuerda a una boca. La corteza desconchada es de un color ceniciento.
Ese árbol no estaba ahí antes.
La idea es sencillamente ridícula. Los árboles no aparecen a hurtadillas. Y mucho menos los árboles muertos.
Anna-Karin se pone de pie. Vuelve a marearse. Tiene que irse a casa. Y tiene que beber agua.
Pero el árbol muerto le produce cierta fascinación. Se aparta del sendero y va hacia él. Las ramas resecas se quiebran bajo sus pies. Producen un sonido ensordecedor en el silencio compacto. En algunos lugares, los arbustos de arándanos están tan secos que los pulveriza al pisarlos. Estira la mano, roza el tronco ardiente y sigue adelante como en un sueño.
Más allá de ese árbol fantasmagórico, el terreno cae en picado a un precipicio. A lo lejos se ven las chimeneas de la fundición abandonada.
Se divisa aquí y allá algún que otro árbol desnudo. Troncos altos emblanquecidos al sol.
No es solo por la sequía, piensa, sin saber de dónde le ha venido la idea. Hay algo que está matando al bosque.
Se da la vuelta despacio. Tarda unos segundos en descubrir a un zorro justo al lado del tronco en el que ha estado sentada. El animal la mira apacible con los ojos ambarinos.
Siente el sol como un peso ardiente en la coronilla y el sudor le cae sobre los ojos mientras el zorro y ella se observan. No se atreve a moverse, no quiere asustarlo.
Pero al final tiene que frotarse los ojos que le escuecen con la sal del sudor.
Cuando aparta las manos, el zorro ha desaparecido.
Anna-Karin sale del ascensor de la residencia de ancianos de Solbacken. Las suelas de los zapatos resuenan con un chasquido pegajoso en el linóleo. Encuentra a su abuelo en la sala común, sentado en la silla de ruedas junto a la ventana. Está muy delgado. Cada vez que lo ve es como si hubiera encogido un poco más.
Una mujer con la consabida permanente de señora mayor dormita en un sillón. Aparte de ella no hay nadie más excepto el abuelo. Sonríe al ver a Anna-Karin. Tiene los ojos alegres. La reconoce. Parece que hoy es uno de los días buenos. A Anna-Karin se le ensancha el corazón, casi se le sale del pecho. Le acerca la revista de pasatiempos que le ha comprado en el quiosco de Leffe.
—¿Hoy no toca un abrazo? —dice mientras deja la revista en la bandeja de la silla de ruedas.
—Estoy muy sudada, mejor que no.
—Qué tontería, niña. Ven aquí —dice el abuelo.
Antes el abuelo nunca acostumbraba a dar abrazos. Pero ha cambiado mucho. Anna-Karin rodea cuidadosamente el cuerpo frágil del anciano.
—¿Has comido algo hoy? —dice Anna-Karin al soltarlo.
—Si no me muevo no me da hambre. Me paso los días sentado o tumbado.
Inmediatamente la invaden los remordimientos. No puede perdonárselo. Fue culpa suya que el establo se quemara y que el abuelo resultara herido.
—Además, siempre ponen la comida ardiendo.
—¿Bebes lo suficiente por lo menos? —dice ella mirando de reojo el vaso de zumo de manzana medio vacío que hay sobre la bandeja de la silla de ruedas.
—Que sí… —le responde tranquilizándola con un gesto.
Anna-Karin se dice que tiene que preguntarle al personal de la residencia si es verdad que el abuelo bebe lo suficiente. Al principio del verano llegó a deshidratarse tanto que tuvieron que ponerle suero.
—¿Qué has hecho hoy? —le pregunta el abuelo—. ¿Has estado en el bosque?
—Sí —responde Anna-Karin vacilante.
Cada vez que va a verlo a Solbacken le pide que le describa todos los detalles, los olores, los sonidos y los matices de la naturaleza. Pero no está segura de si debería contarle lo que ha visto hoy en el bosque. No quiere preocuparlo.
—Bonita mía —le dice—. ¿A qué le estás dando vueltas?
Se decide. Tiene que hablarle del silencio aterrador y del bosque que se está muriendo. Porque si hay algo que pueda animar al abuelo es sentirse útil. Que todavía lo necesitan. Que hay alguien que quiere oír lo que él tenga que contar.
El abuelo ni se inmuta mientras Anna-Karin habla, pero ella nota por su postura que está tenso.
Cuando empieza a contarle lo del árbol muerto, el abuelo le aprieta la mano.
—Te has apartado del sendero —le dice—. No lo vuelvas a hacer.
—Ha sido solo un trecho.
—Lo suficiente para que el bosque te atrape. Allí está pasando algo. No te apartes del sendero, Anna-Karin.
Mira al abuelo preocupada. Siempre le ha enseñado a respetar la naturaleza, pero sin intención de asustarla.
—¿Qué quieres decir?
No le responde. Mira al pasillo. Åke, uno de los amigos más antiguos del abuelo, viene andando hacia ellos, y los saluda sonriente.
Anna-Karin advierte el desconcierto en la mirada del abuelo.
—Mira, por ahí viene Åke.
El abuelo carraspea.
—Anda, pues sí, es Åke. Qué bien.
Anna-Karin sonríe al anciano cuando se les acerca.
—Cada día que pasa te pareces más a tu madre —le dice.
Anna-Karin se esfuerza por seguir sonriendo. Se oye un pitido en el bolsillo de la sudadera. Saca el móvil.
Tiene un mensaje de Minoo.