La sepultura

Al caer la noche, Abuljaizarán condujo al camión fuera de la ciudad dormida. A lo largo de la carretera brillaban, vacilantes, los faros del camión. Sabía que aquellos postes que desfilaban a uno y a otro lado, terminarían pronto, un poco más allá de la ciudad. No tardaría mucho en verse envuelto en la oscuridad más total. Era una noche sin luna y los bordes del desierto aparecían silenciosos como la muerte. Se apartó de la carretera asfaltada y se adentró en el desierto. A mediodía, había decidido que cavaría tres tumbas y los enterraría uno a uno. Pero ahora se sentía agotado, con los brazos como anestesiados. Si no tenía ni fuerzas para sostener la pala, menos iba a tenerlas para cavar durante horas los tres hoyos. Al salir del garaje de Hay Rida se había dicho, en su fuero interno, que no los enterraría. Dejaría los cuerpos abandonados en el desierto y volvería a casa. Pero la idea no le agradaba. Le disgustaba pensar que los cuerpos de sus compañeros se consumieran en el desierto y fueran devorados por los buitres o las hienas. Y que, después de unos días, no quedaría de ellos más que unos esqueletos blanquecinos sobre la arena.

El camión avanzaba por el camino arenoso con un leve crujido. Seguía pensando. No, no se podía decir que aquello fuera exactamente pensar. Eran una serie de imágenes que desfilaban por su cabeza sin orden ni concierto. El cansancio. Como columnas de hormigas en los huesos. Hasta él llegaron emanaciones de un olor a putrefacción. Era el vertedero municipal. Pensó: «¿Y si los echara aquí? Los descubrirán mañana por la mañana y los enterrarán a expensas del Estado». Giró el volante y avanzó despacio por el mismo rastro que habían dejado antes sobre la arena las ruedas de otros vehículos. Después apagó las luces de carretera y dejó encendidas las de población. Cuando llegó junto a la montaña de basura, apagó todos los faros. El olor a podrido impregnaba la atmósfera a su alrededor… Terminó por acostumbrarse. Paró el motor y salió de la cabina.

Permaneció un momento de pie junto al camión, aguzó el oído para asegurarse de que nadie lo había visto y después trepó a la cisterna. Estaba fría, cubierta de gotas de rocío. Dio varias vueltas a la cerradura enmohecida y después levantó la tapa que chirrió, quejumbrosa. Se apoyó en los codos y se deslizó en el interior con agilidad… El primer cuerpo estaba helado, rígido. Lo alzó sobre los hombros. Primero la cabeza a través del agujero, después empujó todo el cuerpo hacia fuera por los pies. Oyó el ruido que producía al rodar hacia el borde de la cisterna y después el choque amortiguado al caer pesadamente sobre la arena. Tuvo alguna dificultad con el otro para soltarle las manos agarradas a la barra de hierro. Lo alzó sobre sus hombros y lo empujó por los pies hacia arriba. De nuevo el mismo ruido apagado del cuerpo al caer sobre la arena. Sacar el último cuerpo le fue más fácil.

Saltó al exterior, cerró la trampa despacio y después bajó la escalerilla. La noche era de una oscuridad total. Mejor, así se evitaría verles los rostros. Arrastró los cuerpos uno a uno por los pies hasta el final del camino donde los camiones municipales solían pararse a verter la basura. El primer chofer que llegara por la mañana temprano tendría que verlos.

Volvió a subir el camión y puso en marcha el motor. Avanzaba despacio en marcha atrás y trataba de confundir el rastro de las ruedas con las de otros camiones. Decidió continuar así hasta llegar a la carretera principal. No quería dejar ni una huella de su paso. De pronto se paró de golpe. Apagó el motor y volvió a pie sobres sus pasos hasta donde había dejado los cadáveres. Les sacó de los bolsillos todo el dinero que llevaban, quitó a Marwán el reloj, y volvió hacia el camión con pasos sigilosos sobre las puntas de los pies.

Cuando llegó a la portezuela de la cabina y se disponía a pisar el estribo, una idea le pasó de pronto por la cabeza y lo dejó como paralizado, incapaz de hacer el menor movimiento ni de pronunciar una palabra. Quiso gritar. Pero no, aquello sería absurdo. Trató de completar el movimiento que había iniciado y subir hasta la cabina, pero sintió que no tenía fuerzas para ello. La cabeza le zumbaba de cansancio, parecía que iba a estallarle. La agarró entre las manos y empezó a mesarse los cabellos como para apartar aquella idea de su mente. En vano. La idea enorme, inmensa, seguía allí, firme, fija, obsesionante. Volvió la vista hacia donde había arrojado los tres cadáveres. Aquella mirada sólo sirvió para avivar, aún con más vigor, la idea que lo atormentaba. Ya no podía guardarla por más tiempo dentro sí y al fin fluyó de su cabeza hasta infundirle movimiento a su lengua paralizada. Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y con los ojos desorbitados, fijos en la oscuridad de la noche, gritó:

—¿Por qué no golpearon las paredes de la cisterna?

De pronto, giró sobre sí mismo como si fuera a caer al suelo. Ya en el camión, con la cabeza inclinada sobre el volante, volvió a gritar:

—¿Por qué no golpearon las paredes de la cisterna? ¿Por qué no llamaron? ¿Por qué?

Y toda la inmensidad del desierto repelía como un eco:

—¿Por qué no golpearon las paredes de la cisterna? ¿Por qué no llamaron? ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?…