Sol y tinieblas

Aquel pequeño cosmos se abría camino a través del desierto como una gota de aceite sobre una plancha de cinc al rojo vivo. El sol, muy alto, era un disco incandescente. Ninguno de ellos se preocupaba ya de enjugarse el sudor. As’ad se había cubierto la cabeza con la camisa y, en cuclillas, se dejaba achicharrar al sol. Marwán, con los ojos entornados, había apoyado la cabeza en el hombro de Abu Kais que, con los labios apretados bajo los espesos bigotes grises, escudriñaba el camino. Ninguno tenía ya ánimos para hablar. No sólo porque el esfuerzo que acababan de hacer los había extenuado, sino porque cada uno iba ensimismado en sus pensamientos. Aquel camión que hendía el camino, los transportaba con sus familias, sus sueños, sus ambiciones, sus esperanzas, su fuerza, su miseria, sus desesperanzas, su pasado y su futuro, como un ariete que arremetiera contra una puerta de gigante tras la que se ocultara un destino desconocido y en la que todos los ojos estuvieran prendidos con hilos invisibles.

Ahora podremos hacer que Kais estudie y comprarnos uno o dos pies de olivo. Quizás podamos también construir una casita donde vivir que sea nuestra. Ya soy viejo, así que no sé si lo conseguiré o no… ¿Pero tú crees que vale mucho más la pena vivir así que morir? ¿Por qué no pruebas y haces como nosotros? ¿Por qué no te levantas de ese almohadón y te lanzas por esos mundos de Dios a ganar el pan? ¿Vas a comer toda la vida la ración que te dan de alimento y a rebajarte ante esos funcionarios[13] por un solo kilo de harina?

El camión seguía su marcha por aquella tierra en llamas y el motor resoplaba sin cesar.

Shafika era una mujer buena… Era casi una niña cuando aquel obús de mortero le arrancó la pierna que los médicos le amputaron desde más arriba del muslo. Su madre no quería que nadie hablara mal de su padre… Zacarías se había ido allá, a Kuwait… Aprenderás muchas cosas. Llegarás a saber muchas cosas. Eres todavía un muchacho que no sabe de la vida más que un niño de pecho. En la escuela no se aprende nada más que a ser perezoso, así que déjala y «échate al agua» como antes hicieron otros.

El camión seguía su marcha por aquella tierra en llamas y el motor hacía un ruido infernal.

¿Era una mina lo que había pisado mientras corría? ¿O una granada que le había lanzado alguien escondido tras una trinchera? Pero ¡qué importaba todo eso ahora! Estaba allí con las piernas colgadas hacia arriba y sus hombros reposaban en una cama blanca. Y aquel dolor atroz que se le clavaba entre los muslos… Y aquella mujer que ayudaba a los médicos… Cada vez que se acordaba de ella, su rostro enrojecía de vergüenza… Di, ¿qué te trajo su patriotismo? Una vida de vagabundo. ¡Eres incapaz de acostarte con una mujer! ¡Eso fue todo lo que ganaste! No quiero volver a saber nada de nada… ¡Que con su pan se lo coman! Lo único que quiero ahora es dinero… dinero.

El camión seguía su marcha por aquella tierra en llamas y el motor resoplaba sin cesar.

El policía lo llevó a empujones ante el comandante. Así que te crees un héroe, ¿eh? ¡Y a hombros de esa pandilla de imbéciles te manifiestas en la calle! Le escupió en la cara, pero él no se inmutó. El escupitajo, viscoso, repugnante, se deslizó lentamente por su frente y se detuvo en la punta de la nariz. ¡Llévenselo! En el pasillo, oyó como el policía que lo llevaba agarrado del brazo susurraba con una voz apenas audible: «¡Maldita sea tener que llevar este uniforme…!». Después, cuando el policía lo soltó, echó a correr. Así que su tío lo que pretendía era casarlo con su hija y, para ello, quería que empezara a abrirse camino… claro, si no fuera por eso, ¿por cuánto en su vida hubiera soltado aquellos cincuenta dinares?

El camión seguía su marcha por aquella tierra en llamas y el motor resoplaba como un monstruo gigantesco que, con sus fauces inmensas, fuera engullendo el camino.

El sol estaba en el cenit y dibujaba, en el cielo del desierto, una blanca cúpula de fuego. La estela de polvo reverberaba bajo aquella luz intensa y deslumbraba la vista… Contaba que fulano no había vuelto de Kuwait. Había muerto allí de una insolación. Cavaba la tierra con la azada cuando cayó desplomado al suelo. ¿Y qué? Lo había matado una insolación… Que lo entierren aquí o allí… Eso fue todo, una insolación. ¿No era genial el que había inventado aquella expresión[14]? Como si de aquella inmensidad surgiera un gigante misterioso que azotara sus cabezas con un látigo de fuego y alquitrán ardiendo. Pero ¿cómo iba el sol a matarlos así y a matar todo el ímpetu que encerraban sus pechos? Atormentados por la misma obsesión y como si se hubieran trasmitido los pensamientos, sus miradas se encontraron. Abuljaizarán miró primero a Marwán, luego a Abu Kais y sorprendió su mirada posada en él. Trató de sonreír, sin conseguirlo. Después de enjugarse el sudor con la manga dijo con voz casi inaudible:

—Aquí tienes el infierno de que tanto oíste hablar.

—¿El infierno de Dios?

—Sí, ése.

Abuljaizarán extendió la mano y apagó el motor. Después bajó del camión seguido de Marwán y de Abu Kais. As’ad seguía echado arriba. Abuljaizarán se sentó a la sombra del camión y encendió un cigarrillo. Luego, con voz apagada, dijo:

—Vamos a descansar un rato antes de volver a repetir la función.

Abu Kais:

—¿Por qué no salimos ayer por la tarde? Con el frío que hace de noche nos hubiéramos ahorrado toda esta fatiga.

Abuljaizarán contestó sin levantar la vista del suelo:

—De noche el camino entre Safwan y Mitla está lleno de patrullas… En cambio, de día, con una canícula como ésta, ninguna patrulla se aventuraría a salir…

Marwán intervino:

—Si a ti no te registran el camión, ¿por qué no nos quedamos fuera de esa prisión horrible?

Abuljaizarán contestó tajante:

—No seas estúpido. ¿Hasta ese punto tienes miedo de quedarte cinco o seis minutos dentro? Ya hicimos más de la mitad del camino y lo que nos queda ahora es lo más fácil.

Se levantó y fue en busca de la cantimplora que colgaba de la portezuela.

—Cuando lleguemos los invitaré a una comilona estupenda. Mataré dos pollos.

Empinó la cantimplora y empezó a beber, el agua le goteaba por entre las comisuras de los labios hasta empaparle la barbilla y luego la camisa. Cuando sació la sed, se vació lo que quedaba por la cabeza y dejó que el agua le corriera por el cuello y el pecho. El aspecto que tenía así era de lo más extraño. Volvió a colgar la cantimplora de la portezuela, sacudió las manazas y exclamó:

—¡Vamos, ya conocen el tinglado de memoria! ¿Qué hora es? Las once y media. Cuenten, pues. Siete minutos a todo lo más y les abro la tapa. Recuérdenlo bien, ¿eh? Ahora son las once y media.

Marwán miró el reloj y movió la cabeza. Quería decir algo, pero se sintió incapaz. Avanzó hacia la escalerilla de hierro y empezó a trepar. As’ad plegó la camisa y después desapareció en la trampa. Marwán titubeó un instante y al fin se decidió a seguirlo, apoyó el vientre en el borde del orificio y se dejó caer poco a poco, con maña, sin poder evitar una expresión de espanto en la mirada. Abu Kais fue el último en bajar. De pie ante Abuljaizarán, movió la cabeza y musitó.

—¿Siete minutos?

Abuljaizarán le dio una palmada en el hombro y lo miró a los ojos. Estaban los dos uno frente al otro, chorreaban sudor y eran incapaces de pronunciar una palabra.

Abu Kais subió la escalerilla con decisión y después metió las piernas por el orificio. Marwán y As’ad, desde adentro, lo ayudaron a bajar. Abuljaizarán cerró la tapa y después de dar dos vueltas a la manecilla saltó al suelo y, como un meteoro, se encaramó en su asiento. Un minuto y medio más tarde, el camión penetraba en el espacio rodeado de alambras del puesto de Mitla, y se detenía ante la gran escalera del edificio de un solo piso. A ambos lados de la escalera se alineaban pequeños despachos con las ventanas cerradas. No había ni un alma. Uno o dos automóviles estaban estacionados en un extremo de la plaza. Enfrente, había algunas carretas de vendedores ambulantes. Reinaba un silencio total que sólo rompía el zumbido sordo de los ventiladores de aire acondicionado empotrados en las ventanas. Junto a la gran escalera, un soldado permanecía de pie en su garita de madera.

Abuljaizarán subió la escalera como una exhalación y se dirigió hacia el tercer despacho a la derecha. Nada más abrir la puerta y entrar, sintió de inmediato, por las miradas que le dirigieron los empleados de la aduana, que algo iba a pasar. Sin inmutarse, depositó los papeles ante el funcionario gordo sentado al fondo del despacho.

—¡Ah, Abuljaizarán!

Con una indiferencia estudiada, apartó a un lado los papeles que tenía ante sí y cruzó los brazos de la mesa metálica.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo?

—En Basora.

—El Hay Rida preguntó por ti por lo menos seis veces.

—El camión estaba roto.

Los tres funcionarios que ocupaban el despacho soltaron grandes risotadas. Abuljaizarán, perplejo, miraba en torno suyo sin comprender. Por fin, se dirigió al gordo:

—¿Qué es lo que les hacer reír tanto esta mañana?

Cambiaron miraditas entre los tres y volvieron a estallar en carcajadas. Abuljaizarán, nervioso, cambiaba de un pie a otro.

—No, ahora no, Abu Bakr, te lo ruego. No tengo tiempo para bromear.

Alargó la mano y volvió a colocarle delante los papeles, pero Abu Bakr los apartó de nuevo al otro extremo de la mesa, se cruzó de brazos y soltó una risita maliciosa.

—¿Así que tenías el camión roto, eh?

—Sí, pero te lo ruego, ahora tengo prisa.

Los tres hombres cambiaron entre sí sonrisas de complicidad. En la mesa de uno de ellos no había más que un pequeño vaso de té, mientras que el otro había dejado su trabajo para seguir con atención lo que pasaba. El gordo, a quien llamaban Abu Bakr, dijo después de soltar un eructo:

—Pero bueno, Abuljaizarán, sé razonable. ¿Por qué tienes esa prisa por irte con el calor que hace? Aquí está fresco, voy a decir que te traigan un vaso de té. Acomódate a gusto.

Abuljaizarán agarró los papeles, y tomando la pluma que Abu Bakr tenía ante sí, dio la vuelta a la mesa hasta llegar a su lado. Después de ponerle la pluma en la mano, lo empujó por el hombro para que alargara el brazo.

—La próxima vez que pase por aquí me quedaré una hora. Te lo prometo. Pero ahora, deja que me vaya. ¡Por el amor de Dios y el de tu madre! ¡Toma, firma!

Pero Abu Bakr se negaba a tender la mano y lo seguía mirando fijamente, con expresión estúpida.

—¡Vaya granuja que estás hecho, Abuljaizarán! ¿Por qué no te acordaste de andar más ligero cuando estaban en Basora, eh?

—Ya te dije que tenía el camión en el garaje.

Volvió a tenderle la pluma pero Abu Bakr no movió un dedo.

—No mientas, Abuljaizarán… no nos vengas con cuentos. El Hay Rida ya nos contó toda la historia de cabo a rabo.

—¿Qué historia?

Se miraron unos a otros. El rostro de Abuljaizarán palideció de miedo. La pluma le temblaba en la mano.

—La historia de esa bailarina. ¿Cómo se llama, Alí?

Sentado tras la mesa vacía, Alí contestó:

—Kawkab.

Abu Bakr descargó un puñetazo sobre la mesa y su sonrisa se hizo más amplia.

—¡Kawkab! Eso es, ¡Kawkab! Abuljaizarán, eres un pillo. ¿Por qué no nos cuentas tus aventuras en Basora? Delante de nosotros haces el papel de hombre de modales finos y después en Basora te entregas a todos los placeres con una bailarina… Kawkab, sí, eso ¡Kawkab!

Aunque trataba de no sobrepasar los límites de la broma, Abuljaizarán no pudo evitar alzar el tono de voz:

—¿Kawkab? ¡Qué Kawkab ni qué diablos! Déjame que me vaya antes de que al Hay Rida me eche.

—¡Nada de eso! Cuéntanos algo de esa bailarina. El Hay Rida está enterado de tu historia y nos la ha contado… Así que venga.

—Si el Hay Rida ya se los dijo todo, ¿para qué quieren que se los cuente yo otra vez?

Abu Bakr se puso en pie resoplando como un toro:

—Así que entonces es verdad… ¡La historia ésa es verdad!

Dio la vuelta a la mesa y avanzó hasta llegar al medio de la habitación. Aquella historia de sexo lo había excitado. Había pensado en ella noche y día, despertando en él toda la lujuria que lo atormentaba después de una larga abstinencia carnal. La idea de que un amigo se hubiera acostado con una puta, lo excitaba y avivaba en él todas sus obsesiones.

—Así que te vas a Basora pretendiendo que el camión está averiado y después te pasas con Kawkab las noches más felices de tu vida. ¡Ay, Abuljaizarán! ¡Mira que eres sinvergüenza! Dinos como hace el amor. El Hay Rida dice que está tan enamorada, que se gasta todo el dinero en ti y que hasta te firmó cheques. ¡Ay, Abuljaizarán! ¡Menudo sinvergüenza estás hecho!

Se acercó a él con el rostro congestionado. Era evidente que había gozado pensando en la historia, desde que el Hay Rida se la había contado por teléfono. Con voz ronca le susurró al oído:

—Oye, ¿eres tú tan potente o es que allí no hay hombres?

Abuljaizarán rió histérico y tendió los papeles a Abu Bakr que, presa a su vez de una risa convulsa, tomó la pluma y firmó sin prestar demasiado atención a lo que hacía. No obstante, cuando Abuljaizarán extendió la mano para agarrar los papeles los escondió detrás de la espalda y lo apartó con el otro brazo.

—La próxima vez iré contigo a Basora, ¿de acuerdo? Preséntame a esa Kawkab. El Hay Rida dice que es una beldad.

Abuljaizarán, temblando, alargó de nuevo el brazo tratando de agarrar los papeles.

—De acuerdo.

—¿Lo juras?

—Por mi honor…

Abu Bakr volvió a estallar en carcajadas convulsas, movió la cabeza y volvió a su asiento. Abuljaizarán se precipitó fuera del despacho con los papeles en la mano. La voz de Abu Bakr lo perseguía, implacable:

—¡Menudo sinvergüenza ese Abuljaizarán! Nos ha estado engañando desde hace más de dos años y hoy lo descubrimos todo. Pero ¡qué granuja!

Abuljaizarán irrumpió en el otro despacho. Echó una ojeada al reloj: eran doce menos cuarto. En menos de un minuto los demás papeles estaban firmados. Salió y cerró tras de sí con un portazo. Volvió a sentirse inmerso en un vaho de calor. No importaba. Saltó los tramos de la escalera de cuatro en cuatro. Cuando llegó ante el camión se paró un instante a observar la cisterna pensando que aquella chatarra iba a derretirse bajo el sol infernal. Al primer contacto arrancó el motor. Se escabulló tras la portezuela sin hacer ni siquiera un gesto de despedida al centinela. Ahora la carretera estaba asfaltada y dentro de un minuto o un minuto y medio llegaría a la primera curva. Detrás, ya no se le vería desde el puesto de Mitla. Un camión se cruzó con el suyo. Disminuyó un poco la velocidad. Después, volvió a acelerar a fondo tomando la curva en un amplio viraje hasta casi tocar el contén arenoso. Los neumáticos chirriaron con un sonido prolongado como un quejido. Sentía la cabeza vacía. Sólo miedo. Pensó que estaba a punto de desmayarse. Las manos callosas le quemaban sobre el volante, que parecía puro fuego, pero seguían agarradas a él sin aligerar la presión. El asiento ardía y el parabrisas, cubierto de polvo, reverberaba bajo los rayos del sol. Parecía como si las ruedas desollaran el asfalto y producían un violento chirrido. ¿Por qué tenías que ponerte a filosofar, Abu Bakr? ¿Por qué tenías que arrojarnos a la cara todas tus marranadas? ¡Que la maldición de Dios, todopoderoso, que la maldición de Dios, que no existe en ningún sitio, caiga sobre ti, Abu Bakr, y sobre ti, Hay Rida, mentiroso! ¿Una bailarina? ¿Kawkab? ¡Vayan todos al diablo!

Paró el camión violentamente, colocó el pie sobre la rueda y trepó al techo de la cisterna. Al posar las manos sobre la superficie de hierro sintió que se le quemaban. Imposible tocar aquel horno. Tuvo que levantarlas. Se apoyó en los codos y se arrastró por el techo de la cisterna hasta llegar a la trampa. Con las mangas de su camisa azul agarró la manecilla, la hizo girar y levantó la tapa de hierro oxidada. Miró el reloj. Eran las doce menos nueve minutos.

El vacío. El agujero permanecía sumido en el silencio. Abuljaizarán estaba convulso, le temblaba el labio inferior, resollaba de temor. Las gotas de sudor que le caían de la frente se evaporaban de inmediato sobre la chapa ardiendo. Agachado, con las manos en las rodillas, metió la cabeza por el agujero negro y gritó con voz rota:

—¡As’ad!

La voz resonó dentro de la cisterna hasta traspasarle los oídos. Antes de que se desvaneciera el eco, gritó por segunda vez:

—¡Eh!

Apoyó las manos en el borde de la trampa y ayudado por los codos se deslizó hasta tocar el fondo. Dentro, la oscuridad era total. No veía absolutamente nada. Sólo cuando se apartó un poco del orificio, un disco de luz penetró hasta el fondo e iluminó un pecho cubierto de espesos pelo grises que despedían reflejos con una placa de estaño. Se agachó y pegó el oído sobre aquellos pelos empapados. El cuerpo estaba rígido e inerte. Extendió la mano y, a tientas, avanzó hacia otro rincón de la cisterna. Allí otro cuerpo seguía aún agarrado a la armazón de hierro. Buscó a tientas la cabeza, pero sólo consiguió palparle los hombros mojados hasta que sus manos descubrieron por fin la cabeza inerte sobre el pecho. Cuando le palpó el rostro, sus dedos rozaron la boca que colgaba, completamente abierta. Abuljaizarán sintió que estaba a punto de asfixiarse. Chorreaba sudor por todos los poros. Tenía el cuerpo empapado, pegajoso, como si estuviera untado de aceite. ¿Temblaba a causa del sudor? ¿O era el miedo? Volvió a abrirse camino a tientas hasta llegar al agujero. Cuando asomó la cabeza fuera, sin saber por qué, le vino a la mente la imagen del rostro de Marwán. Sintió que aquel rostro llenaba todo su ser como una imagen fluctuante proyectada en una pared. Movió la cabeza con violencia, como para desecharla. De nuevo el sol implacable. Se detuvo un instante a respirar un poco de aire. Imposible apartar aquella imagen de su mente. El rostro de Marwán lo perseguía como un torrente desbordado. Volvió a su asiento, Abu Kais… Su camisa seguía allí tirada en el asiento de al lado. La agarró y la echó por la ventanilla.

Puso en marcha el motor y empezó a bajar la cuesta despacio. Volvió la cabeza y miró hacia atrás: a través de la ventanilla posterior veía la tapa de la cisterna abierta sobre los goznes enmohecidos. Después la tapa se esfumó tras las gotas de agua salada que le inundaban los ojos. La cabeza le dolía hasta estallarle. Se sentía mareado. Aquellas gotas saladas, ¿eran lágrimas o era el sudor que le manaba de la frente?