Subir al techo del camión no fue demasiado difícil. Aunque arriba el sol quemaba sin piedad, con la velocidad corría un vientecito que mitigaba el calor infernal. Para la primera parte del viaje, a Abu Kais y a Marwán les había tocado ir arriba, mientras que As’ad iba sentado en la cabina junto al chofer. As’ad se decía para sus adentros: «Al viejo pronto le tocará sentarse aquí a la sombra. Por ahora no hay que preocuparse, el sol todavía es soportable, pero cuando sean las doce, ¡vaya si tendrá suerte de estar aquí dentro!».
Abuljaizarán le hablaba y se esforzaba porque su voz se oyera por encima del rugido del motor:
—¿Ves esos cincuenta kilómetros? Son como el camino que Dios nos ha prometido que atravesaríamos en el más allá antes de ir al infierno o al cielo. El que cae, va al infierno, el que lo atraviesa, va al cielo. Sólo que aquí los ángeles son los aduaneros.
Estalló en carcajadas mientras gesticulaba con las manos y la cabeza sobre el volante, como si no fuera él, sino otro, el que acabara de soltar aquella ocurrencia.
—¿Sabes?, tengo miedo de que la mercancía se nos eche a perder allá arriba.
Hizo un gesto con la cabeza para señalar el techo de la cisterna donde iban sentados el viejo y Marwán. Después estalló de nuevo en carcajadas.
—Dime, Abuljaizarán, ¿nunca te has casado?
—¿Yo?
Su voz sonaba extraña. El rostro, antes jovial, se le había ensombrecido de pronto. Para tratar de vencer su emoción, dijo con una voz que quería ser natural:
—¿Por qué me lo preguntas?
—No, no, nada… Me decía que llevas una vida estupenda. No tienes a nadie que te retenga aquí ni allá, y puedes volar donde se te antoje, volar, volar, volar, libre como los pájaros.
Abuljaizarán levantó la cabeza y cerró a medias los párpados para protegerse de los rayos del sol que daban en el parabrisa.
La luz era intensa, cegadora, hasta el punto que no se podía ver nada. Sentía un dolor horrible como si le clavaran un tornillo entre las nalgas. Luego terminó por darse cuenta de que estaba con las dos piernas suspendidas hacia arriba atadas a unas anillas, mientras mucha gente se afanaba a su alrededor. Cerró los ojos; después, los abrió cuanto pudo. La luz del proyector, suspendido encima de su cabeza, le cegaba la vista y le impedía ver el techo. Atado en aquella posición extraña, no conseguía recordar más que una sola cosa de lo que hasta entonces le había sucedido. Corría con los demás hombres armados cuando algo como el infierno explotó ante él y lo hizo caer de bruces. Eso era todo. Pero ahora, aquel dolor atroz que le atenazaba los muslos y la luz del enorme proyector suspendido encima de los ojos, que lo obligaba a apretar los párpados con todas sus fuerzas cuando lo que él quería era ver lo que pasaba a su alrededor… De pronto se le ocurrió una idea horrible y se puso a gritar como un loco. Sintió que una mano envuelta en un guante viscoso le tapaba la boca, y sin poder recordar quién era el que le hablaba entonces, llegó hasta él una voz como si fuera a través del algodón:
—Sea usted razonable. De todos modos, esto es mejor que la muerte.
No sabía si habrían oído el alarido que se le escapó de entre los dientes, mientras la mano viscosa seguía tapándole la boca o si aquel grito se había ahogado en su garganta. Pero, en todo caso, desde entonces oía sin cesar aquella voz como si fuera otro quien le gritara al oído: ¡Antes la muerte!
Ahora, habían pasado diez años desde aquel horrible drama. Diez años habían pasado desde que le habían tenido que amputar su virilidad. Día tras día, hora tras hora, vivió aquella vergüenza, se la tragó con orgullo, la analizó a fondo cada segundo de aquellos diez años pero, a pesar de ello, nunca pudo acostumbrarse, nunca la aceptó. ¡Diez años para tratar de aceptar las cosas como eran! Pero ¿qué cosa? ¿Admitir fácilmente que había perdido su virilidad por la patria? ¿Qué había ganado con ello? Perder la virilidad y perder la patria. ¡Que se vayan al diablo todos ellos…!
No, ni diez años después había podido olvidar su desgracia ni hacerse a aquella idea. Ni siquiera pudo aceptarla cuando lo rajaban con el escalpelo y trataban de convencerlo de que perder la virilidad era mejor que perder la vida. ¡Dios de los infiernos! Eso es lo único que saben, nada, y después se empeñan en enseñar a todo el mundo. ¿O sería que era incapaz de aceptar? Desde el primer momento había decidido que no aceptaría. Sí, así era, había sido incapaz de ver las cosas cara a cara. Incluso, sin darse cuenta de lo que hacía, había huido del hospital antes de estar completamente curado, como si con eso pudiera arreglar las cosas. Tardó mucho tiempo antes de acostumbrarse a una vida normal. Pero ¿se había acostumbrado? Todavía no. Cada vez que alguien le preguntaba por casualidad: «¿Por qué no te casas?», sentía de nuevo aquel dolor atroz que se le clavaba entre los muslos como si siguiera echado bajo la luz cegadora del proyector, con las piernas en alto.
La luz era tan cegadora y tan intensa que los ojos le empezaron a llorar. En aquel momento, As’ad extendió la mano y bajó el parasol para que le diera la sombra en la cara.
—Así está mejor, gracias. ¿Sabes que Abu Kais es un hombre con suerte?
As’ad notó que Abuljaizarán quería combar el tema de conversación que él había iniciado con su pregunta sobre el matrimonio y se prestó de buena gana a seguirle la corriente:
—¿Por qué?
—Si el destino hubiera querido que se fuera con uno de esos «pasadores», no habría llegado a Kuwait a menos que ocurriera un milagro. Ni más ni menos, ni menos ni más.
Abuljaizarán había cruzado los brazos sobre el volante, apoyando el pecho encima.
—Tú no sabes qué cosas pasan allí… Ninguno de ustedes tiene la menor idea. Pregúntenme a mí, pregúntenme. Conozco montones de historias, tantas como pelos tiene un gato.
—El hombre gordo parecía buena persona. Yo me había decidido por él.
Abuljaizarán inclinó la cabeza y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de las manos agarradas al volante.
—El hombre gordo no atraviesa la frontera contigo y no sabe lo que pasa…
—¿Qué es lo que pasa?
—Tengo un primo llamado Hasanain que una vez atravesó clandestino la frontera y después de andar durante más de diez hora, cuando empezó a oscurecer, el «pasador» le indicó unas luces a lo lejos y le dijo que aquello era Kuwait y que llegaría allí después de caminar media hora. ¿Sabes lo que pasó?, que aquello no era Kuwait, sino una aldea perdida de Irak. Podría contarte miles de historias como ésa. Como la de aquellos hombres, igual que perros sedientos, buscaban agua aunque sólo fuera para mojarse la boca, ¿y qué crees que pasó cuando vieron unas tiendas de beduinos? Tuvieron que comprar el trago con todo el dinero que llevaban, o dar los anillos de boda y los relojes… Dicen que Hatem[10] era beduino, pero es una mentira como una casa. Aquellos tiempos ya pasaron Abu Sa’ad,[11] ya pasaron, pero ustedes siguen sin entenderlo. Creen que el hombre gordo lo puede todo. Conozco a un tipo que se quedó solo durante cuatro días en el desierto y cuando lo recogió un automóvil en el camino de Yahra, estaba a punto de exhalar el último suspiro. ¿Sabes lo que hizo? Sólo quería una cosa en esta vida: recuperar fuerzas para después volver enseguida a Basora, otra vez por el desierto si fuera necesario, ¿sabes por qué? Me dijo que quería volver a Basora para agarrar por el cuello al hombre gordo y retorcérselo. Luego que fuera lo que Dios quisiera. Había salido de Gaza con dos de sus amigos de la infancia, atravesó Israel, Jordania e Irak… Después el «pasador» los abandonó en el desierto antes de atravesar la frontera de Kuwait. Enterró a sus dos amigos en tierra extraña, sólo guardó los carnés de Identidad con la esperanza de que una vez en Kuwait, podría enviárselos a la familia. No quería recibir consejo de nadie. Decía que no quería ni olvidar ni perdonar. Después de menos de un mes volvió a Irak, pero lo agarraron y ahora hace ya dos años que está en la cárcel. ¿Qué te crees? Vienes a nosotros como niños de escuela pensando que la vida es fácil. ¿Acaso crees que Abu Kais no se jugaba la vida?, pero sería el que perdería. Estoy tan seguro de ello como de este maldito sol. Mañana cuando estés en Kuwait te acordarás de mí para bien y dirás: lo que decía Abuljaizarán era cierto. Después bendecirás mil veces a Dios por haber sido yo quien te salvó de las garras del hombre gordo… ¿Has visto alguna vez en tu vida un esqueleto sobre la arena?
—¿Qué quieres decir?
—Te pregunto que si has visto alguna vez en tu vida un esqueleto sobre la arena.
—No…
Abuljaizarán giró el volante bruscamente para sortear un enorme bache. El camión comenzó a atascarse y a vibrar en un camino lleno de altibajos. As’ad sintió que estaba a punto de echar los intestinos por la boca.
—Habrías visto muchos si hubieras hecho el camino con un «pasador»… Aunque, de todos modos, eso no te habría dicho nada…
—¿Por qué?
—Porque estarías demasiado ocupado para pensar en ello o, como decía Hasanain, porque hubieras preferido no pensarlo.
As’ad sonrió con la expresión estúpida del que no sabe muy bien qué responder. Después, dio un golpecito a Abuljaizarán en el costado y le dijo:
—¿Por qué no trabajas en esto de pasar a la gente clandestina?
—Pero si no me dedico a eso, no es mi oficio.
As’ad rió dando una palmada en el hombro de Abuljaizarán:
—Entonces, ¿cómo le llamas tú a eso?
—¿Quieres que te diga la verdad? Lo que quiero es más dinero, más y más dinero. Un día me di cuenta de que era difícil amansar una fortuna por medios honrados. ¿Has visto qué ser más despreciable soy? Tengo algo ahorrado y dentro de dos años dejaré todo y me instalaré. Quiero descansar, echarme panza arriba a la sombra y pensar o no pensar, es igual, pero, en todo caso, no volver a moverme más. Estoy cansado de trajinar toda la vida más de la cuenta. ¡Dios mío!, ya estoy requeteharto…
Abuljaizarán paró el motor y después de abrir la portezuela saltó al suelo:
—¡Vamos!, ahora empieza lo serio. Voy a abrir la puerta de la cisterna. Dentro debe ser un infierno.
Subió despacio la escalerilla de hierro y empezó a manipular en la trampa. Marwán lo observaba absorto y pensaba en lo fuertes que eran los brazos de Abuljaizarán. Todos chorreaban sudor. La camisa de Abuljaizarán estaba completamente empapada y su rostro parecía como si estuviera embadurnado de barro. Abrió la portezuela con un chirrido, levantó la tapa circular de hierro y la colocó en posición vertical a las bisagras. El interior aparecía cubierto de orín. Sentado al borde de la trampa con las piernas colgadas hacia dentro, se enjugaba el sudor con un pañuelo rojo que llevaba siempre enrollado al cuello debajo de la camisa. Casi sin aliento, dijo:
—Les aconsejo que se quiten las camisas. El calor aquí es terrible, es algo asfixiante. Van a sudar como si se frieran en una sartén, pero será sólo por cinco o seis minutos. Iré todo lo más de prisa posible. Dentro hay unos barrotes. Será mejor que se agarren bien a ellos, si no van a rodar de un lado para otro como bolas. Y quítense los zapatos.
Los tres permanecían en pie en el suelo, sin moverse. Abuljaizarán se incorporó y después saltó a tierra, mientras trataba de bromear:
—Casi se podría dormir dentro si hiciera menos calor…
Abu Kais miró a Marwán y después ambos a As’ad. Este, bajo el peso de aquellas miradas, avanzó dos pasos y después retrocedió y se detuvo.
Abuljaizarán lo observaba.
—Les aconsejo que anden algo más ligeros. Todavía es temprano, pero, dentro de poco, la cisterna será un verdadero horno. Pueden llevar con vosotros esta vasija con agua, pero no echen mano de ella cuando sientan que el camión está parado.
Por fin, Marwán se decidió y avanzó hacia la escalerilla de hierro. As’ad se le adelantó y trepó con rapidez. Una vez arriba, se agachó y después, a través de la tapa abierta, metió la cabeza dentro de la cisterna. Un segundo después se incorporó.
—¡Esto arde! ¡Es un infierno!
Abuljaizarán extendió sus grandes manos en gesto de impotencia.
—Ya se los había advertido antes…
Marwán fue el segundo en subir. Metió la cabeza por la trampa y después se incorporó con el rostro contraído por el terror. Abu Kais se unió a ellos, resoplando. Desde abajo Abuljaizarán les grito:
—Si a alguno le entran deseos de estornudar, ¿saben lo que tienen que hacer?
As’ad sonrió visiblemente desconcertado, mientras Marwán miraba hacia abajo y Abu Kais parecía no haberse enterado muy bien de la pregunta.
—Hay que poner un dado debajo de la nariz, bien derecho… así…
Abuljaizarán imitó el gesto, poniendo cara de payaso. As’ad respondió:
—No creo que ninguno de nosotros vaya a estornudar en el horno… Por ese lado, no tienes por qué preocuparte.
Con las manos en las caderas, As’ad permanecía en pie junto a la trampa y agachaba la cabeza como si quisiera ver lo que había dentro. Mientras tanto, Abu Kais se había quitado la camisa y mostraba el velludo pecho cubierto de pelos blancos y las clavículas salientes. Después de plegarla con cuidado, se la puso debajo de la axila y se sentó al borde de la trampa con las piernas colgando hacia dentro. Primero arrojó la camisa y después empezó a bajar despacio, rígido, apoyando los brazos en el borde de la trampa. Cuando los pies empezaron a tocar el fondo de la cisterna, soltó los brazos y dejó que el cuerpo se deslizara con cuidado.
As’ad se asomó y gritó:
—¿Qué tal ahí dentro?
Una voz que parecía salir de lo más profundo del abismo, retumbó:
—Maldita cisterna… ¡Anda, ven!
As’ad miró a Marwán que se había quitado ya la camisa y permanecía de pie esperando su turno, mientras Abuljaizarán volvía a trepar por la escalerilla.
—¿A quién le toca ahora?
—A mí.
Marwán se acercó a la trampa y se colocó de espaldas a ella. Echado sobre el vientre, metió primero las piernas y después deslizó el cuerpo con habilidad. Sólo quedaban las manos agarradas aún por un instante al borde de la trampa. Por fin, también éstas desaparecieron.
As’ad siguió a sus compañeros sin quitarse siquiera la camisa. Cuando desaparecieron en el interior de la trampa, Abuljaizarán se asomó para tratar de ver cómo iban las cosas dentro, pero fue en vano. Cada vez que se agachaba, su cuerpo ocultaba la luz que se filtraba a través de la trampa y le impedía ver el interior. Por último, gritó:
—¡Eh!
Desde dentro una voz respondió:
—¿Qué esperas? ¡Date prisa! Estamos a punto de asfixiarnos.
Cerró la tapa con rapidez dando dos vueltas a la manecilla. Después saltó al asiento y aún antes de cerrar la portezuela arrancó el camión. Otra vez a tragar camino…
La carretera estaba llena de baches que sacudían el camión y hacían que traqueteara sin cesar… Con aquel vaivén se hubieran batido huevos para una tortilla más rápido que con una batidora eléctrica… En aquellos momentos una sola idea lo obsesionaba. Por Marwán no había que preocuparse, era joven. Tampoco por As’ad, que era un muchacho robusto. Pero ¿y Abu Kais? Los dientes le castañeaban como al que está a punto de morir en el hielo, con la diferencia de que aquí no era precisamente de frío de lo que uno podía quejarse. Podía disminuir las sacudidas si aceleraba, si aquel tanque infernal rodara a una velocidad de más de 120 en vez de los 90 que la aguja indicaba. Pero si fuera más de prisa, ¿cómo estar seguro de que le camión no se volcaría en aquella maldita carretera? No le importaba que se volcara, no era suyo, pero ¿y si, de pronto, daba una vuelta de campana y quedaba con las ruedas hacia arriba? Y además, ¿quién le decía que el motor soportaría esa velocidad con aquel calor y aquella carretera? Los fabricantes siempre ponían en el contador cifras muy elevadas que la prudencia de un buen conductor aconsejaba no sobrepasar.
No disminuyó la marcha hasta llegar a Safwan. Allí, sin levantar ni un ápice los pies del acelerador y dando un vasto viraje que levantó un enorme redondel de polvo, giró en la plaza hacia izquierda en dirección del puesto fronterizo. No levantó los pies del acelerador hasta pisar a fondo los frenos ante la puerta del puesto, donde penetró como una flecha.
La plaza de Safwan, donde estaba la aduana, era grande y arenosa. En medio de ella, un gran árbol solitario extendía sus largas ramas y arrojaba una inmensa sobra. Alrededor, se alzaban edificios con puertas bajas de madera y en el interior los despachos eran un hervidero de gente, siempre atareada. Abuljaizarán invadió la plaza con su alta estatura sin ver a nadie, excepto a algunas mujeres sentadas a la sombra del árbol, envueltas en sus abaas[12]. Junto a la fuente había uno o dos niños. El ordenanza, sentado en su vieja silla de paja, dormitaba.
—¡Qué prisas llevas hoy, Abuljaizarán!
—Sí, el Hay Rida me espera. Si me retraso, me echa.
—¿Echarte el Hay Rida? No tengas miedo que no podrá encontrar otro como tú.
—¡Bah! Hay miles así, la tierra está plagada… no tiene más que hacer un gesto y caerán encima de él como moscas.
—¿Llevas algo que declarar?
—Sí, armas, tanques, blindados, seis aviones y dos cañones.
El hombre de la aduana estalló en una carcajada, mientras que Abuljaizarán le arrancaba con habilidad los papeles que tenía en las manos y se lanzaba hacia fuera, diciéndose para sus adentros que lo más difícil ya había pasado. Entró en otro despacho y después de permanecer allí un minuto, volvía a salir y con la velocidad del rayo, arrancaba el motor y rompía el silencio que pesaba sobre Safwan. De nuevo el camino…
El camión avanzaba como una saeta y dejaba tras de sí una estela de polvo. El rostro de Abuljaizarán chorreaba gotas de sudor que le confluían en la barbilla. El sol era puro fuego y el aire ardiente estaba impregnado de un polvo fino como la harina. «Nunca en mi vida sentí un calor como éste. ¡Maldita sea!». Se desabrochó la camisa y se pasó los dedos por los pelos del pecho, empapados de sudor. La carretera era ahora más llana y el camión no traqueteaba tanto como antes. Apretó la velocidad y la aguja del contador saltó de pronto como un perro atado a una estaca. Miró hacia delante con los ojos velados por el sudor y divisó el alto de la pequeña colina. Detrás de ella, Safwan quedaba oculto a la vista. Era allí donde había decidido detenerse. Volvió a apretar el acelerador para tomar con impulso la subida de la pendiente y sintió que un músculo de la pierna se le agarrotaba hasta hacerle daño. El camión roncaba con estrépito mientras tragaba camino. El parabrisas reverberaba y el sudor le abrasaba los ojos. La cima del cerro le parecía inalcanzable, tan lejana como la misma eternidad. ¡Por Dios todopoderoso! ¿Cómo era posible que la cima de una colina pudiera ser la causa de aquel desasosiego, de aquella desazón, de aquel tropel de sensaciones que le bullían en la sangre y le abrasaban la piel, sucia de barro y de sudor salado? ¡Dios mío! ¡Tú que nunca estuviste a mi lado! ¡Tú que nunca te ocupaste de mí! ¡Tú, en quien jamás creí! ¿No podrías estar conmigo por esta vez, aunque sólo fuera por esta vez? Parpadeó varias veces para quitarse el sudor que le velaba los ojos y cuando volvió a abrirlos surgió ante su vista la cima del cerro. ¡Por fin! Apagó el motor y dejó que el camión se deslizara un poco. Después lo paró y, de un salto, subió al techo de la cisterna.
Marwán fue el primero en salir. Extendió los brazos hacia arriba y Abuljaizarán lo tiró con fuerza hacia sí y después lo dejó tumbado encima de la cisterna. Abu Kais asomó la cabeza: intentó salir por sí solo sin conseguirlo. Terminó también por extender los brazos para que Abuljaizarán lo ayudara a subir. Por último, As’ad consiguió trepar él solo hasta el orificio. Ya no llevaba la camisa.
Abuljaizarán se sentó en el techo de la cisterna que ardía como fuego. Resollaba. Parecía como si de pronto hubiera envejecido. Mientras tanto, Abu Kais se había deslizado con suavidad hasta tocar las ruedas y se tumbó, después, boca abajo, a la sombra del camión. As’ad seguía arriba de pie y respiraba a fondo con todo el pecho. Parecía como si quisiera decir algo y no pudiera. Por último murmuró casi sin aliento:
—¡Uf! ¡Vaya frío que hacía ahí adentro!
Tenía la cara amoratada y empapada en sudor. El pantalón le chorreaba. Las marcas de orín en el pecho daban la impresión de que estuviera cubierto de manchas de sangre. Por fin, Marwán se puso en pie y bajó la escalerilla de hierro casi sin fuerzas. Tenía los ojos enrojecidos y el pecho cubierto de orín. Se tumbó despacio junto a la rueda y colocó la cabeza encima del muslo de Abu Kais. Después de unos instantes lo siguió As’ad y al poco rato Abuljaizarán. Los dos se sentaron con las piernas plegadas y la cabeza en las rodillas. Al cabo de uno segundos Abuljaizarán rompió el silencio:
—Qué, ¿fue tan terrible?
Nadie respondió. Recorrió con la mirada los rostros que tenía enfrente. Le pareció como si estuvieran momificados. Si no fuera por el pecho de Marwán que se agitaba levemente y por el silbido de Abu Kais al respirar, hubiera creído que estaban muertos.
—Les dije que siete minutos y ni siquiera llegó a seis.
As’ad lo miró impávido, mientras Marwán, con los ojos muy abiertos, tenía la vista perdida en el vacío y Abu Kais había vuelto hacia otro lado.
—¡Se los juro por mi honor! ¡Seis minutos! Mira tu reloj, As’ad. Fueron seis minutos justos. ¡Vamos mira! ¿Por qué no quieres mirar? Se los dije desde el principio y ahora creen que les mentí. Aquí tienes el reloj. ¡Anda! ¡Míralo!… ¡Míralo!
Marwán se volvió boca abajo, se apoyó en los codos, levantó un poco la cabeza hacía atrás y dirigió la mirada hacia Abuljaizarán. Sintió que la vista se le nublaba y no acertaba a verlo con claridad.
—¿Has probado alguna vez sentarte ahí dentro seis minutos?
—Pero yo se los había dicho…
—Para empezar no fueron seis minutos.
—¿Por qué no miras tu reloj? ¿Por qué? Ahí lo tienes en la muñeca, ¡vamos, míralo!… ¡Míralo!… Y quítame de encima esos ojos de loco.
Abu Kais intervino, conciliador:
—Fueron seis minutos. Estuve contando todo el tiempo, de uno a sesenta, un minuto, así hasta seis veces y la última vez conté muy despacio…
Hablaba con voz lenta y apagada. As’ad preguntó:
—¿Qué te pasa, Abu Kais? ¿Estás enfermo?
—¿Yo? ¡Qué va! Aspiro mi ración de aire.
Abuljaizarán se puso en pie y se sacudió la arena del pantalón. Después se puso en jarras y paseó la mirada de uno a otro.
—¡Vamos! No perdamos más tiempo, dentro de poco les espera otro baño turco.
Abu Kais se levantó y se dirigió hacia la cabina, mientras As’ad trepaba por la escalerilla de hierro. Marwán permanecía sentado a la sombra, Abuljaizarán se acercó a él:
—¿No quieres levantarte?
—¿Por qué no descansamos un poco más?
As’ad gritó desde arriba:
—Ya descansaremos cuando lleguemos… ¡Vamos!
Abuljaizarán rió con voz sonora dándole una palmada en el hombro:
—Ven a sentarte junto a Abu Kais. Eres delgado y no nos molestarás demasiado. Pareces tan cansado…
Marwán subió a la cabina y se sentó junto a Abu Kais. Antes de cerrar la portezuela, Abuljaizarán grito a As’ad:
—¡Ponte la camisa si no te vas a achicharrar con el sol!
Marwán se dirigió a Abuljaizarán con débil voz:
—Dile que deje abierta la puerta del horno, puede que así se refresque algo.
Abuljaizarán agregó con tono festivo:
—¡Y deja abierta la tapa de la cisterna!
Roncó el motor y el camión arrancó mientras levantaba remolinos de polvo del desierto que se desvanecían en el aire tórrido.