Salió Marwán de la tienda del hombre gordo que hacía pasar a los clandestinos desde Basora a Kuwait y se encontró en la calle abovedada, llena de gente, de donde emanaba un olor a dátil y a cestos de mimbre. No sabía adónde ir. En la tienda se había desvanecido el último rayo de aquella esperanza que acariciaba desde hacía tiempo. Todo se había derrumbado allí dentro. Las palabras del hombre gordo, las últimas que había pronunciado, eran tajantes, definitivas, como ráfagas de plomo.
—Quince dinares, ¿o es que no me oyes?
—Pero…
—No, te lo ruego, ¿eh?, no empieces a lloriquear. Todos vienen aquí y después se ponen a gimotear como las viudas. Hermano, querido mío, nadie los obliga a venir. ¿Por qué no vas y preguntas a otro? Basora está repleta de «pasadores».
Bueno, iría y preguntaría a otro, pero Hasán que trabajaba en Kuwait desde hacía cuatro años, le había dicho que pasar de Basora a Kuwait sólo costaba cinco dinares por persona y ni un céntimo más. También le había dicho que cuando tratara con el «pasador» se mostrara más hombre y más decidido para que no lo engañara al verlo tan joven.
—Me dijeron que el precio era cinco dinares por persona.
—¿Cinco dinares? ¡Ja, ja, ja, eso sería antes de Adán y Eva! Hijo mío, vuélvete, da tres pasos y te encontrarás en la calle si no quieres que sea yo quien te ponga en ella.
Todo cuanto le quedaba en el bolsillo no pasaba de siete dinares. Poco antes pensaba que era rico; en cambio, ahora… ¿Lo tomaba por un niño? Se armó de todo su valor e intentó adoptar un tono resuelto:
—Si aceptas siete dinares puedes darte por contento, si no…
—Si no ¿qué?
—Si no, te denunciaré a la policía.
El hombre gordo se puso de pie y después de dar la vuelta alrededor de la mesa, se plantó ante él, resollando y empapado en sudor. Lo observó un instante, lo midió de pies a cabeza con la mirada, y luego alzó su pesada mano en el aire:
—¿Con que quieres denunciarme a la policía, eh?, hijo de p…
Descargó la pesada mano en la mejilla de Marwán y éste perdió la última palabra en el zumbido infernal que le traspasaba los oídos. Por un instante no pudo conservar el equilibrio y retrocedió dos paso mientras llegaba hasta él la voz del hombre gordo, ronca de ira:
—Lárgate y dile a la policía que te pegué… ¡Denunciarme a la policía…!
Permaneció en el mismo sitio un breve instante, sin moverse, lo suficiente para darse cuenta de lo vano que sería cualquier intento de recuperar su dignidad. Más bien sintió hasta los tuétanos que había cometido un error imperdonable. Se resignó a tragarse la humillación mientras la marca de los dedos le abrasaba la mejilla izquierda.
—¿Qué esperas ahí mirando?
Dio media vuelta y salió a la calle. Hasta él llegaba de plano el olor a dátil y a cestos de paja. ¿Qué iba a hacer ahora? Nunca había querido hacerse esa pregunta a sí mismo. Sin saber por qué sentía una especie de satisfacción. ¿De dónde le vendría aquella sensación? Le hubiera gustado adivinar la causa. Era un sentimiento de euforia y de felicidad que no lograba separar de todos los sinsabores que se acumulaban en su pecho desde hacía media hora. Cuando fallaron todos sus intentos, se apoyó contra la pared y vio cómo la gente pasaba ante él sin volverse para mirarlo. Quizás fuera la primera vez que le sucedía una cosa así, encontrarse solo y extraño entre una muchedumbre como aquella.
Pero ¿y aquél sentimiento difuso de gozo y de felicidad? Era la misma sensación que lo embargaba cuando, al terminar de ver una película sentía que la vida era grande e inmensa y que, como en el cine, llegaría a ser en el futuro de los que la viven a plenitud y gozan de toda la diversidad de cada hora, de cada instante. Pero ¿por qué ahora esa sensación cuando desde hacía tiempo no veía ninguna película y además la chispa de esperanza que ardía en su corazón se había apagado hacía unos instantes en la tienda del hombre gordo? Nada, era inútil. Entre la decepción sufrida y el sentimiento de felicidad que invadía todo su ser, parecía alzarse un espeso velo que le impedía intuir lo que, sumido en el inconsciente, era la razón profunda de aquel sentimiento.
Decidió no estrujarse más el cerebro y seguir su camino. Se retiró de la pared y echó a andar entre la multitud, cuando sintió una mano que le daba una palmada en el hombro.
—No te pongas así que no es para tanto. ¿A dónde vas ahora?
Un hombre alto había empezado a caminar a su lado con familiaridad. Al mirarlo, le pareció que ya lo había visto antes, en algún lugar. A pesar de ello, se alejó de él unos pasos y fijó en el desconocido una mirada interrogadora.
—Es un ladrón conocido, ¿quién te mando a él?
Después de titubear un poco, respondió:
—Todos vienen a él…
El hombre se le acercó y pasó su brazo a través del de Marwán como si lo conociera desde hacía tiempo.
—¿Quieres ir a Kuwait?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estaba de pie junto a la puerta de aquella tienda y te vi entrar y después salir… ¿Cómo te llamas?
—Marwán, ¿y tú?
—Me llaman Abuljaizarán.[9]
Por primera vez desde que lo viera, observó que su aspecto recordaba, en efecto, el de un junco. Era un hombre muy alto y esbelto, al tiempo que su cuello y sus manos daban una impresión de fuerza y robustez. Parecía como si, por alguna extraña razón, tuviera la facultad de plegarse en dos sin que por ello la columna vertebral ni los demás huesos se resistieran lo más mínimo.
—Bien, ¿qué quieres de mí?
Abuljaizarán fingió ignorar la pregunta:
—¿Por qué quieres ir a Kuwait?
—Quiero trabajar. Ya sabes cómo andan las cosas por aquí… Hace meses y meses que yo…
De pronto, calló y se detuvo. Ahora, sólo entonces, acababa de descubrir la razón de aquel sentimiento de alegría y de gozo que no había podido adivinar minutos antes. De pronto se abría ante sus ojos, o más bien se desplomaba por encanto, el muro de tinieblas que se interponía entre sus sentidos y su razón. Ahora lo veía todo con claridad. Era plenamente consciente, lúcido como nunca. Lo primero que había hecho por la mañana bien temprano había sido escribir una larga carta a su madre. Ahora se sentía aún más feliz porque aquella carta la había escrito antes de que fracasaran todas sus esperanzas en la tienda del hombre gordo y perdiera la alegría diáfana que había vertido en ella… Vivir algunas horas con su madre había sido algo maravilloso. Aquella mañana se había levantado muy temprano. El camarero había subido la cama a la azotea del hotel ya que con una canícula y una humedad así era imposible dormir en la habitación. Apenas salió el sol, abrió los ojos. El aire era tranquilo y delicioso y en el cielo azul revoloteaban palomas negras. Su aleteo se oía cada vez que describían un amplio círculo y rozaban con sus alas el piso de la azotea. El silencio era denso y profundo y el aire exhalaba un olor a humedad temprana y límpida. Echado boca arriba, extendió la mano hacia la pequeña maleta que había metido debajo de la cama, sacó un cuaderno y un lápiz y se puso a escribir una carta a su madre. Era lo mejor que había hecho desde hacía meses. Desde luego, nadie lo obligaba a ello, pero lo ansiaba con todas sus fuerzas. Su ánimo era puro y la carta era tan diáfana como el cielo en lo alto. No sabía cómo se había atrevido a tratar a su padre de perro miserable. Pero no, no había querido tachar aquellas palabras; no quería tachar nada en toda la carta. No sólo porque su madre consideraba de mal agüero las palabras tachadas, sino porque tampoco él quería cambiar nada de cuanto había escrito.
Por más que no detestaba a su padre tanto como eso. Era verdad que se había portado de manera repugnante, pero ¿quién en su vida está libre de pecado? No es que no pudiera comprender su situación si fuera capaz de perdonarlo, pero ¿podía él perdonarse a sí mismo ese crimen? «Te dejó con cuatro hijos… Te repudió sin ningún motivo para después casarse con esa mujer deforme. Cuando se dé cuenta un día de lo que hizo, no se lo perdonará a sí mismo. Yo no quiero odiar a nadie y, aunque quisiera, no podría, pero ¿por qué hizo eso contigo? Ya sé que a ti no te gusta hablar de ello con ninguno de nosotros, lo sé, pero ¿por qué crees que lo hizo? Ahora todo ha pasado ya, se fue, y no tenemos esperanza de que vuelva con nosotros. Pero ¿por qué hizo eso? Dime, ¿por qué? Yo te lo diré. Desde que dejamos de tener noticias de mi hermano Zacarías, todo cambió. Zacarías nos enviaba todos los meses de Kuwait unas doscientas rupias y con eso a mi padre le bastaba para tener algo de esa estabilidad con la que soñaba… pero cuando no hubo más noticias de Zacarías —esperamos que sea para bien— ¿qué crees tú que pensó él? Se dijo a sí mismo, o más bien nos dijo a todos nosotros, que la vida era algo curioso y extraño y que un hombre, cuando llega a viejo, es normal que quiera tener cierta estabilidad y no verse obligado a dar de comer a media docena de bocas. ¿No fue eso lo que dijo? Zacarías se fue, no hubo más noticias suyas. ¿Quién daría de comer a esas bocas? ¿Quién pagaría los estudios de Marwán? ¿Quién compraría vestidos a May, y pan a Riad, a Salma y a Hasán? ¿Quién?
»Era un pobre diablo. Tú lo sabes. Toda su ambición, toda, no era más que irse de la casa de adobe que ocupaba en el campo desde hacía diez años y vivir “bajo un techo de placa”, como decía él. Luego, Zacarías se fue. Todas sus esperanzas se derrumbaron, sus sueños se desvanecieron, sus ambiciones se esfumaron. ¿Qué crees tú que iba a hacer entonces?
»Su viejo amigo, el padre de Shafika, le propuso que se casara con su hija: le dijo que era dueña de una casa de tres habitaciones, comprada con el dinero que una organización benéfica había recaudado para ella. El padre de Shafika sólo quería una cosa: quitarse de encima a su hija, buscarle un marido que cargara con ella. Shafika había perdido la pierna derecha en el bombardeo de Jaifa y el padre, con un pie en la sepultura, quería bajar a ella tranquilo sobre el porvenir de su hija, a la que todos rechazaban a causas de su pierna, amputada desde la cadera. Mi padre meditó el asunto y se dijo que si alquilaba dos habitaciones y ocupaba con su mujer impedida la tercera, entonces viviría lo que le quedaba de vida tranquilo, sin pasar necesidades, y, lo que era más importante aún, “bajo un techo de placa”».
—¿Quieres quedarte ahí parado hasta la eternidad?
Movió la cabeza y echó a andar. Abuljaizarán lo miraba con el rabillo del ojo y esbozaba una sonrisa que a Marwán se le antojó algo irónica.
—Estás muy pensativo, ¿qué te pasa? No hay que pensar tanto, Marwán. Eres joven y la vida es larga.
Marwán se detuvo de nuevo, levantó la cabeza y lo miró de frente:
—Bueno y ahora dime de una vez qué es lo que quieres de mí.
Abuljaizarán siguió caminando como si tal cosa.
—Puedo pasarte a Kuwait.
—¿Cómo?
—Eso es asunto mío. Quieres ir a Kuwait, ¿no es eso? Pues aquí tienes al hombre que puede llevarte allí. ¿Qué más quieres?
—¿Cuánto me cobrarás?
—Eso no importa, es lo de menos.
—Sí que importa.
Rió Abuljaizarán con una amplia sonrisa y sus labios se entreabrieron dejando ver una hilera de dientes grandes y blancos.
—Te explicaré el asunto con toda franqueza. Yo, de todas maneras, tengo que ir a Kuwait y entonces me dije a mí mismo: ¿qué hay de malo en que te ganes un dinerillo si llevas a alguno de los que quieren pasar allí? ¿Cuánto puedes pagar?
—Cinco dinares.
—¿Sólo eso?
—No tengo más.
—Está bien, acepto.
Caminaba a grandes pasos con las manos hundidas en los bolsillos, mientras Marwán seguía detrás de él, trotando, para no perderlo entre la multitud. De pronto se detuvo, cruzó un dedo sobre los labios y dijo:
—Pero de esto, silencio, ni una palabra a nadie. Quiero decir que si le pido a otro diez dinares, no le vayas a decir que tú me diste sólo cinco.
—Pero ¿cómo quieres que confíe en ti?
Reflexionó Abuljaizarán un instante y después con una ancha sonrisa, contestó:
—Tienes razón. Me darás el dinero en la plaza de Assafat en Kuwait, en el centro de la capital, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Pero necesitamos más viajeros y tienes que ayudarme a encontrarlos. Te pongo eso como condición.
—Conozco uno que se hospeda en la misma fonda que yo y que también quiere pasar a Kuwait.
—Estupendo. Yo conozco a otro. Es de tu misma aldea en Palestina. Lo encontré por casualidad hace unos días. Pero no te pregunté, ¿qué vas a hacer en Kuwait? ¿Conoces a alguien allí?
Se detuvo otra vez hasta que, tirándolo del brazo, Abuljaizarán lo obligó a seguirlo de nuevo al trote.
—Mi hermano trabaja allí.
Sin dejar de caminar a paso ligero, alzó los hombros y hundió el cuello de pronto como si su cuerpo se hubiera plegado igual que un acordeón.
—Y si tu hermano trabaja allí, ¿por qué quieres trabajar tú? Los de tu edad aún van a la escuela.
—Iba a la escuela hasta hace dos meses, pero ahora quiero trabajar para mantener a mi familia.
Abuljaizarán se detuvo, sacó las manos de los bolsillos, se las puso en las caderas y lo miró mientras reía:
—¡Ah!, ya veo. Tu hermano no volvió a enviarles dinero, ¿no es eso?
Marwán hizo un gesto vago con la cabeza y sin responder siguió caminando hasta que Abuljaizarán lo retuvo por el brazo:
—¿Por qué? ¿Se casó?
Marwán lo miró atónito. Luego murmuró:
—¿Cómo lo sabes?
—¡Ah!, para eso no se necesita mucha perspicacia. Nada más que se casan, o tan pronto como se enamoran, todos dejan de mandar dinero a la familia.
Marwán se sintió ligeramente decepcionado. No tanto por la sorpresa que le habían causado las palabras de Abuljaizarán, como por haber descubierto que aquel gran secreto, que con tanto celo guardaba para sí y que sólo él creía conocer, era del domino público, cosa sabida. Él, que se lo había ocultado a sus padres durante meses y meses… y ahora, de pronto, venía Abuljaizarán y le hablaba de ello como de algo archiconocido.
—Pero ¿por qué hacen eso? ¿Por qué hacerlo a escondidas?
Se calló de repente. Abuljaizarán estalló en carcajadas.
—Me alegro de que vayas a Kuwait. Allí aprenderás muchas cosas. Primero, que el dinero es lo principal; segundo, que la moral viene después.
Al llegar a este punto, Abuljaizarán se despidió de él y le dio cita para después del mediodía. Marwán sintió que se desvanecía de nuevo aquel sentimiento de felicidad que lo invadía desde la mañana. ¿No era absurdo que la carta que había escrito a su madre pudiera ser la causa de aquella euforia que hasta lo había hecho olvidar, en parte, sus desgracias? Era una carta estúpida que había escrito bajo los efectos de la soledad y la esperanza, en la azotea de un fonducho miserable perdido en el último rincón del mundo. ¿Qué había de nuevo en lo que contaba? ¿Pensaba acaso que su madre no lo sabía todo ya? Entonces, ¿qué es lo que pretendía? ¿Quería acaso convencerla de que si su marido la había abandonado a ella y a sus hijos era, después de todo, algo natural y hasta bueno? Y si no, ¿a qué venía todo ese parloteo? Quería a su padre con toda su alma. Lo que sentía por él nada ni nadie lo podría destruir nunca. Pero eso no cambiaba en nada la triste realidad. Y la realidad era que su padre se había ido. Se había ido… Se había ido… Lo mismo que Zacarías, que después de casarse, le había escrito una breve carta diciéndole que ahora le había llegado su turno a él, a Marwán, y que ya era hora de que dejara la escuela estúpida donde no se aprendía nada y se «echara al agua» como los demás. Toda su vida había sido el extremo opuesto de Zacarías. En realidad, se detestaban el uno al otro. Zacarías no comprendía por qué iba a tener que pasarse diez años enviando dinero a la familia, mientras Marwán seguía yendo a la escuela como un niño… Y además, ¡nada menos que quería hacerse médico! Un día se lo había dicho a su madre: Zacarías nunca comprenderá lo que significa hacer estudios, como que no había vuelto a pisar la escuela desde que se fue de Palestina para luego «echarse al agua» como le gustaba a él decir. Y encima, ahora iba y se casaba «a la chita callado» sin decir ni una palabra a nadie excepto a él, como si quisiera ponerlo frente a su conciencia. Pero él, Marwán, ¿acaso tenía la posibilidad de elegir? ¿Qué podía hacer sino dejar la escuela y ponerse a trabajar, «echarse al agua» de una vez y para siempre? Bueno, después de todo, ¡qué más daba!… dentro de poco estaría en Kuwait. Si Zacarías lo ayudaba, tanto mejor, sino, ya se las arreglaría para abrirse camino como los demás. Hasta el último céntimo que ganara se lo enviaría a su madre. La colmaría de bienes a ella y a sus hermanos. Haría de la casucha de adobe un paraíso para que su padre se mordiera los dedos de arrepentimiento. Por más que, después de todo, no detestaba a su padre hasta ese punto… porque la verdad era que él tampoco había dejado nunca de quererlos a todos ellos. La prueba la tuvo cuando fue a decirle adiós sin que su madre se enterara de que iba a casa de Shafika porque si no, se habría vuelto loca. Su padre le había dicho entonces:
—Sabes muy bien, Marwán, que yo no tuve arte ni parte en lo que pasó, fue el destino, así estaba escrito desde que existe el mundo.
—Le dijimos a tu madre que vinieras a vivir aquí, con nosotros, pero no aceptó. ¿Qué más podíamos hacer? —le había dicho Shafika.
Estaba sentada encima de una piel de cabra, con la muleta al lado. De pronto, le había pasado por la cabeza: «¿Dónde le terminará el muslo?», era hermosa de cara, pero de rasgos acusados como los de esos enfermos a los que no hay esperanza de curar nunca. Con el labio inferior curvado, parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar.
—Ten —le había dicho su padre—, toma estos diez dinares. Te servirán. Y no dejes de escribirnos.
Por fin se levantó para irse. Shafika le había abierto los brazos en señal de despedida y le deseó buen suerte con voz plañidera. Todavía no había cruzado la puerta cuando oyó que estallaba en sollozos.
—Que Dios te dé buena suerte, Marwán, mi leoncillo.
Su padre intentaba sonreír mientras le daba palmaditas amistosas en la espalda. Entretanto, Shafika había conseguido ponerse en pie con ayuda de la muleta. Había dejado de sollozar.
La puerta se cerró tras él. Durante algunos instantes todavía llegaba su oído el golpeteo monótono de la muleta sobre las baldosas. Después, al doblar la esquina, el sonido se apagó poco a poco en la lejanía hasta que cesó.