As’Ad

As’Ad permanecía de pie ante el hombre gordo que hacía pasar clandestinos desde Basora a Kuwait.

—Está bien, te daré quince dinares, pero cuando haya llegado, no antes.

Por encima de las mejillas, los ojillos del hombre gordo lo observaban, fijos. Después preguntó con un tono estúpido.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Ah!, porque tu guía se escabullirá antes de que hayamos recorrido la mitad del camino. De acuerdo con los quince dinares, pero a la llegada, no antes.

El hombre plegaba los papeles amarillos que tenía ante sí y después dijo con voz melíflua:

—Yo no te obligo a nada, no te obligo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que si no te agradan mis condiciones, no tienes más que volverte, dar tres pasos y te encontrarás en el camino.

¡El camino! ¿Habría todavía camino en este mundo, caminos, que no hubiera regado día tras día con el sudor de su frente? Todos decían lo mismo: te encontrarás en el camino. Eso era lo que había dicho aquel Abdulabd que se había comprometido a pasarlo desde Jordania a Irak.

—No tienes más que dar la vuelta a H4[4]. No importa si te adentras un poco en el desierto. Eres joven y puedes soportar el calor. Después vuelves a salir a la carretera y me encontrarás allí.

—Pero eso no entraba en el trato. Cuando estábamos en Ammán, quedamos en que me llevarías a Bagdad y te di veinte dinares contantes y sonantes. De esa historia de que había que dar la vuelta a H4 nunca me habías hablado.

Abdulabd golpeó con la mano la aleta del camión cubierto de polvo. Las marcas de los dedos dejaron ver el calor rojo vivo. El camión de Abdulabd estaba parqueado junto a la casa, cerca de Yerbel Ammán. Recordaba perfectamente el trato que habían hecho.

—Será difícil. Si me agarran contigo, me meterán en la cárcel. Pero no importa. Te haré ese gran favor porque conocí a tu padre, que en paz descanse. Luchamos juntos en Ramlah[5] hace diez años…

Después permaneció silencioso por breves instantes. Su camisa azul chorreaba sudor y el rostro anguloso le daba a As’ad la impresión de tener ante sí a uno de esos hombres para quienes el hacer milagros era uno de los deberes de un padre de familia.

—Te cobraré veinte dinares y te encontrarás en Bagdad.

—¿Veinte dinares?

—Sí, veinte dinares. Y además tendrás que ayudarme durante el viaje. Saldremos pasado mañana. Tengo que transportar el coche de un ricachón de Bagdad que pasó parte del verano en Ramallah[6] y quiso volver en avión.

—Pero… ¿veinte dinares?

Abdulabd lo miró fijamente y después remachó:

—Te salvo la vida por veinte dinares. ¿Crees que vas a poder pasarte aquí toda la vida escondido? Mañana mismo pueden detenerte…

—¿Pero dónde?, ¿dónde voy a encontrar veinte dinares?

—Pídelos prestados, pídelos prestados, cualquiera te prestará veinte dinares si sabe que te vas a Kuwait.

—¿Veinte dinares?

—Veinte, veinte.

—¿Hasta Bagdad?

—Directo.

Pero le mintió. Se aprovechó de su ingenuidad y de su ignorancia y lo engañó. Lo hizo bajar del camión después de un viaje en plena canícula, le dijo que tenía que dar la vuelta a H4 para evitar la policía de fronteras, pero que volvería a encontrarlo en la carretera.

—Pero si no conozco la región. ¿Quieres decir, si he entendido bien, tendré que caminar toda esa distancia alrededor de H4 con este calor?

Abdulabd golpeó de nuevo la aleta polvorienta de su camión. Estaban los dos completamente solos en medio del desierto, a una milla de H4.

—Pero ¿qué te crees? Tu nombre está en la lista de todos los puestos fronterizos. Si me ven contigo, un conspirador sin pasaporte ni visado, ¿qué crees tú que pasará? ¡Anda, basta ya de caprichos! Eres fuerte como un toro y te conviene mover un poco las piernas. Nos volveremos encontrar en la carretera después de pasar H4.

Todos hablaban de caminos. Decían: «estás en el buen camino», pero eran los primeros en no saber nada de caminos como no fuera el asfalto negro y los contenes. Como el hombre gordo de Basora, el «pasador», que también repetía la misma historia.

—¿Es que no me oyes? Tengo mucho que hacer. Ya te lo dije: son quince dinares y te dejo en Kuwait. Bueno, tendrás que caminar un poco, pero eso no te hará daño, eres joven y robusto.

—Pero ¿por qué no me escuchas tú a mí? Te dije que te pagaría cuando llegáramos a Kuwait.

—Llegarás, llegarás.

—¿Cómo?

—Te juro por mi honor que llegarás a Kuwait.

—¿Por tu honor?

—Te juro por mi honor que te encontraré detrás de H4. No tienes más que dar la vuelta a esa zona maldita y me encontrarás esperándote.

Dio una gran vuelta en torno a H4. El sol pegaba en la cabeza como puro fuego. Mientras escalaba aquellas lomas amarillas tenía la sensación de encontrarse completamente solo en el mundo. Arrastraba los pies en la arena como si, después de haber tirado de una gran barca en la playa, las piernas se le hubieran vaciado de toda su sustancia. Atravesó terrenos rocosos, pardos, semejantes a cascos de metralla; escaló dunas bajas con cimas chatas de tierra amarilla, fina como la harina. ¡Ah!, ¿si me hubieran llevado al campo de concentración de Yafr en el desierto, no sería menos penoso que esto? ¡Tonterías! El desierto es el mismo en todos los sitios. Se envolvía la cabeza en una keffie[7] que le había dado Abdulabd, pero de nada le servía contra los rayos candentes del sol. Por un momento pensó que hasta la keffie iba a arder en llamas. El horizonte se confundía en una amalgama de líneas anaranjadas… Pero decidió seguir caminando con firmeza e incluso cuando la tierra se transformó en hojas brillantes de papel amarillo, no aminoró el paso.

De pronto, las hojas amarillas empezaron a volar y se agachó para recogerlas.

—Gracias, gracias. Este maldito ventilador ha hecho volar las hojas, pero sin él no se puede respirar. ¡Ah!, ¿qué has decidido por fin?

—¿Estás seguro de que el guía que mandes con nosotros no huirá?

—¿Pero cómo va a huir, especie de imbécil? Serán más de diez, así que no veo cómo va a poder escapar de ustedes.

—¿Y hasta dónde nos llevará?

—Hasta el camino de Yahra, detrás de Mitla. Allí estarán en Kuwait.

—¿Tendremos que caminar mucho?

—Unas seis o siete horas.

Después de andar cuatro horas, llegó a la carretera detrás de H4. El sol se había ocultado tras las colinas, pero la cabeza le seguía ardiendo hasta tener la sensación de que le manaba sangre de la frente. Se sentó en una piedra y miró a lo lejos la carretera que se extendía como una raya recta y oscura. En su cabeza aturdida latían miles de ruidos confusos. Pensó que divisar en el extremo de la carretera un camión rojo sería algo absurdo, mera ilusión. Se puso en pie y volvió a escudriñar el camino. No conseguía ver con claridad. ¿Era la luz del crepúsculo o el sudor que le velaba los ojos? La cabeza le zumbaba como un enjambre de abejas. En un arranque, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—Abdulabd, ¡maldito sea tu padre!, ¡maldita sea tu raza!

—¿Qué dices?

—¿Yo? Nada, nada. ¿Para cuándo es el viaje?

—Cuando sean diez, ¿sabes? No podemos mandar un guía por cada uno. Así es que hay que esperar a que sean diez. ¿Me das el dinero ahora mismo?

Apretaba con fuerza el dinero que tenía en el bolsillo, mientras pensaba. «Podré devolverlo en menos de un mes. En Kuwait se hace dinero en un abrir y cerrar de ojos».

—No te hagas demasiadas ilusiones. Antes que tú se fueron cientos que volvieron sin un céntimo. Pero no importa, te daré los cincuenta dinares que me pediste. Quiero que sepas que eso representa el trabajo de toda una vida…

—Entonces, ¿por qué me los das si estás seguro de que no te los voy a devolver?

—Sabes muy bien por qué, ¿no? Quiero que empieces a abrirte camino aunque sea en el infierno para que después puedas casarte con Nada. No puedo pensar que mi pobre hija tenga que seguir esperándote por más tiempo. ¿Comprendes?

Sintió que la humillación le ponía un nudo en la garganta. Hubiera deseado arrojarle a la cara con violencia y desprecio los cincuenta dinares. ¡Casarlo con Nada! Pero ¿quién le había dicho que quería casarse con ella? Sólo porque habían nacido los dos el mismo día y sus padres habían leído juntos Al-Fatiha.[8] Para su tío aquello era el destino. Ya había rechazado cientos de pretendientes a la mano de su hija pues le decía que estaba prometida. ¡Qué diablos!, ¿quién le había dicho que quería casarse con ella? ¿Quién le había dicho que tuviera intenciones de casarse alguna vez? Y, ahora, se lo recordaba de nuevo. Quería comprarlo para su hija, como el que compra un saco de estiércol para el campo. Inmóvil en su sitio, apretaba el dinero en el bolsillo, lo palpaba, lo sentía suave, caliente, como si tuviera allí las llaves de su destino. Si se dejaba llevar por la ira que lo dominaba y devolvía el dinero a su tío, ¿cómo iba a arreglárselas para volver a encontrar esa cantidad?

Intentó apaciguar su cólera y apretó los dientes con fuerza. La mano, en el bolsillo del pantalón, agarraba el dinero. Al cabo de un momento, logró reponerse:

—No, nada de eso. Te daré el dinero cuando todo esté listo para el viaje. Pasaré a verte todos los días… Vivo en una fonda muy cerca de aquí.

El hombre gordo esbozó una sonrisa y después estalló en una estrepitosa carcajada.

—Será mejor que no pierdas el tiempo, hijo mío. Todos los «pasadores» cobran lo mismo. En eso, estamos todos de acuerdo, así que no te canses. De todas maneras, puedes quedarte con el dinero hasta que el viaje esté listo. Eres libre…, ¿cómo se llama el hotel donde te hospedas?

—Hotel El Chott.

—¡Ah!, el hotel de las ratas.

Una rata saltó en la carretera. Sus ojitos brillaban a la luz de los faros. La joven rubia le dice a su marido, que conduce absorto:

—¡Un zorro!, ¿has visto?

El marido, un extranjero, rió:

—¡Ah, qué mujeres éstas! Hasta las ratas hacen zorros.

Lo recogieron en el momento que el sol acababa de ponerse. Tiritaba de frío. Les había hecho una señal con la mano y el hombre detuvo el auto. Pegó la cara a la ventanilla y la mujer, asustada, tuvo miedo de él. Intentó recordar el inglés que había aprendido:

—Mi amigo tuvo que volver a H4 con el auto y me ha dejado…

El hombre no lo dejó continuar:

—¡Vamos, no mientas! Eres un clandestino. A mi tanto me da. Sube, te llevaré hasta Baakuba.

El asiento de atrás era cómodo. La mujer le dio una manta para que se cubriera, pero aún tiritaba. No sabía sí de frío, de miedo, o de fatiga.

El hombre preguntó:

—¿Has caminado mucho?

—No sé. Quizás cuatro horas.

—El guía te dejó plantado, ¿no es eso? Siempre hacen igual.

La mujer se volvió hacia atrás y preguntó:

—¿Por qué huyen todos de aquí?

Respondió el hombre:

—Es una historia larga de contar. Dime, ¿sabes conducir?

—Sí.

—Podrás conducir en mi lugar cuando hayas descansado algo. Puedo ayudarte a cruzar la frontera iraquí. Llegaremos allí a las dos de la mañana… a esa hora todos duermen.

Se sentía aturdido, incapaz de fijar la atención en un solo objeto.

Perdido en aquel aluvión de preguntas, no sabía ya ni por dónde empezar.

Intentó dormir un poco, aunque sólo fuera media hora.

—¿De dónde eres?

—De Palestina, de Ramlah.

—¡Ah!, Ramlah está lejos de aquí… Hace dos semanas estuve en Saida. ¿Conoces ese lugar? Me detuve allí un momento, un muchachito se me acercó y me dijo, en inglés, que su casa quedaba del otro lado de las líneas, detrás de las alambradas.

—¿Eres funcionario?

—¿Funcionario? ¡Por Dios! Ni el mismísimo diablo en persona se metería a eso. No, amigo mío, soy turista.

—Mira, mira, otro zorro. ¿No viste cómo le relucían los ojos?

—No, querida, es una rata. ¿Por qué te empeñas en que sea un zorro?

—¿Oíste lo que pasó hace poco cerca de Saida?

—No, ¿qué pasó?

—¡Ni el mismísimo diablo sabe lo que pasó! ¿Te vas a quedar en Bagdad?

—No.

—¡Uf! Este desierto está plagado de ratas. ¿Qué comerán?

El marido respondió con calma:

—Otras ratas más pequeñas.

La muchacha exclamó:

—¿De verdad? ¡Qué cosa más horrible! Las ratas son animales repugnantes.

El hombre gordo de Basora:

—Las ratas son repugnantes. ¿Cómo puedes dormir en ese hotel?

—Es barato.

El hombre gordo se puso en pie, se le acercó y le pasó el brazo por el hombro:

—Pareces cansado, muchacho. ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—¿Yo?, nada de eso.

—Si estuvieras enfermo, avísame. Puedo ayudarte. Tengo muchos amigos médicos, pero no te preocupes, no te cobrarán nada.

—Gracias, estoy un poco cansado, eso es todo. ¿Tendremos que esperar mucho para el viaje?

—No. Gracias a Dios son muchos. Dentro de dos días estarás en camino.

As’ad se volvió y se dirigió hacia la puerta. Todavía no había cruzado el umbral cuando a sus espaldas oyó al hombre gordo que soltaba una carcajada:

—¡Pero ten cuidado que las ratas no te coman antes del viaje!