Boca abajo, con el pecho pegado a la tierra húmeda, Abu Kais[1] la sentía palpitar bajo su cuerpo. Eran los latidos de un corazón cansado. Todo se fundía en un solo palpitar, desde la más pequeña partícula de arena hasta la parte más recóndita de su ser. Siempre que pegaba el cuerpo a la tierra, sentía el mismo latido. Era el corazón de la tierra que, desde lo más profundo de sus entrañas, pugnaba por abrirse un camino en busca de la luz. Hacía tiempo que había sentido ese latido por vez primera, allá en Palestina. Hasta se lo había dicho un día a su vecino, con el que labraba a medias el mismo campo, en aquella tierra que había abandonado hacía diez años. Su vecino se había burlado de él:
—Eso que oyes son los latidos de tu propio corazón.
¡Tonterías! ¿Y el olor, entonces? Ese olor que cuando respiraba le fluía por la frente y se desparramaba, adormecedor, por todas sus venas. Era el mismo olor que exhalaban los cabellos de su mujer cuando salía del baño, el mismo, el olor de una mujer con el cuerpo chorreando agua fría y los cabellos mojados sobre el rostro. ¿Y los latidos? Lo mismo que cuando se recoge, con las manos llenas de ternura, un pajarillo abandonado.
La tierra está húmeda —pensó—, será por la lluvia de ayer. Pero no, ayer no había llovido. No era posible que lloviera con un cielo así. ¿Has olvidado dónde estás? ¿Lo has olvidado? Aquí sólo hay calor y polvo. Se dio vuelta boca arriba. Con la cabeza entre las manos, contempló la claridad cegadora del cielo. Un solitario pájaro negro revoloteaba en lo alto sin rumbo fijo. De pronto, sin saber por qué, lo invadió un sentimiento de nostalgia teñido de amargura. Por un momento sintió ganas de echarse a llorar. Pero no, ayer no había llovido. Estamos en agosto, ¿lo has olvidado? Y ese camino que se pierde en el desierto, negro como la eternidad, ¿lo has olvidado? El pájaro aún revoloteaba solitario, como un punto negro perdido en la radiante inmensidad. Estamos en agosto. Pero entonces, ¿por qué esa humedad en la tierra? Claro, era el Chott. ¿No ves cómo se extiende hasta donde alcanza la vista? «Allí se unen los dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, para formar un solo río cuyo nombre es el Chott el Arab, el cual corre desde poco antes de Basora hasta…».
El maestro Selim: delgado, ya viejo, con el pelo blanco. Por décima vez repetía con voz estentórea la misma frase al niño que estaba de pie junto al pizarrón. En aquel preciso momento, pasaba él por delante de la escuela del pueblo y se subió encima de una piedra para mirar furtivamente por la ventana. El maestro Selim de pie frente al alumno, declamaba mientras esgrimía el bastón: «Allí se unen los dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates…». El niño temblaba de miedo. De pronto, estallaron risas entre los demás niños de la clase. Alargó la mano y dio en la cabeza un manotazo a uno de los que en aquel momento había levantado la vista y lo había sorprendido mirando por la ventana.
—¿Qué pasa?
El niño, muerto de risa, musitó:
—Ese bobo.
Se bajó de la piedra y siguió su camino. Hasta él llegaba la voz del maestro Selim que repetía en forma incansable: «Allí se unen los dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates…».
Aquella noche vio al maestro Selim sentado en el salón del alcalde fumando su narguilé[2]. Lo habían enviado de Jaifa para que enseñara a los chicos del pueblo. Hacía tanto de eso que para todos «maestro Selim» era dos palabras inseparables. Esa noche en el salón del alcalde, alguien le había preguntado:
—¿Presidirán la plegaria del viernes, no?
El maestro Selim había respondido llanamente:
—Nada de eso, soy maestro de escuela, no imán.
El alcalde había dicho entonces:
—¿Y qué diferencia hay? Nuestro maestro de antes era imán.
—Porque enseñaba en la escuela coránica, pero yo soy maestro de escuela.
El alcalde insistió:
—¿Y qué diferencia hay?
El maestro Selim no respondió. Detrás de sus anteojos, su mirada recorrió los rostros de los presentes como para implorar socorro. Pero sobre ese asunto, las ideas de los demás eran tan confusas como las del alcalde.
Hubo un largo silencio. Después de su ligero carraspear, el maestro Selim dijo con voz pausada:
—Pero ¡si no sé rezar!
—¿Que no sabes?
En la asamblea se oyeron gruñidos de reprobación. El maestro Selim insistió:
—No, no sé.
Los presentes se miraron unos a otros estupefactos. Luego, todas las miradas confluyeron en el alcalde, que sintió que no tenía más remedio que decir algo:
—Entonces, ¿qué sabes hacer?
El maestro Selim se levantó con gesto rápido como si esperara aquella pregunta:
—Muchas cosas. Por ejemplo, sé disparar un arma.
Al llegar a la puerta, se volvió. Su enjuto rostro temblaba.
—Si atacan, despiértenme. Puedo serles útil.
Así que entonces ese era el famoso Chott de que tanto hablara el maestro Selim hacía diez años. Allí lo tenía, a miles de kilómetros de la aldea y de la escuela, después de miles de días… ¡Que Dios te bendiga, maestro Selim! ¡Que Dios te bendiga! Qué suerte tuviste de que Dios te llevara de este mundo justamente la noche antes de que nuestra pobre aldea cayera en manos de los judíos. Precisamente la noche antes. ¡Dios mío! ¿Habrá mayor don del cielo que ese? Es de verdad que los hombres del pueblo no pudieron enterrarte ni rendirte su último homenaje. Pero, de todos modos, te quedaste, te quedaste allí. Te libraste del oprobio y la miseria, te salvaste en la vejez de la vergüenza. ¡Que Dios te bendiga, maestro Selim! ¿Ves?, si no te hubieras muerto, habrías vivido como yo, hundido en la miseria. ¿Habrías hecho lo que hago yo ahora? ¿Aceptarías con todo el peso de los años en las espaldas huir a Kuwait a través del desierto por un pedazo de pan?
Volvió a ponerse boca abajo. Apoyado en los codos, contemplaba el gran río como si lo viera por primera vez. Así que entonces este es el Chott el Arab: «Un gran río por el que van los barcos cargados de dátiles y de paja, como una carretera que atravesara el país con muchos coches…».
Eso era lo que le había respondido de un tirón su hijo Kais cuando le había preguntado aquella noche:
—¿Qué es el Chott el Arab?
Se había propuesto que le preguntaría a su hijo la lección para comprobar si se la sabía y Kais, después de soltar la respuesta sin titubear, había añadido:
—Te vi hoy mirar por la ventana de la clase…
Se volvió hacia su mujer que he había echado a reír. Un poco avergonzado trató de reponerse.
—Eso ya lo sabía de antes.
—¡Qué va! ¡Qué los ibas a saber!, lo aprendiste hoy cuando mirabas por la ventana.
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué importa que lo sepa o lo deje de saber?, después de todo, tampoco es el fin del mundo.
Su mujer lo miraba de reojo. Después dijo a su hijo:
—Anda, vete a jugar al cuarto de al lado… —Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, se volvió a su marido—: No le hables así al niño. Está tan contento de haber aprendido eso y vienes tú y se lo estropeas.
Se levantó y acercándose a ella le puso la mano en el vientre y susurró:
—¿Para cuándo?
—Dentro de siete meses.
—¡Uf!
—Esta vez tiene que ser una niña…
—No, no, un varón, un varón.
Pero tuvo una niña. Se llamó Hasna y murió a los dos meses de nacida. El médico había dicho con un gesto melindroso: «Era demasiado esmirriada». Eso fue un mes después de haberse ido del pueblo, en una vieja casa de otra aldea, lejos del campo de batalla.
—Abu Kais, siento que voy a parir.
—Bueno, bueno, cálmate.
Se dijo para sus adentros: «¿Pero esta mujer no podría seguir preñada cien meses más? ¡Mira que no es éste el momento para ponerse a parir!».
—¡Por amor de Dios!
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Voy a parir.
—¿Llamo a alguien?
—A Um Omar.
—Pero ¿dónde la voy a encontrar ahora?
—Dame esa almohada.
—¿Pero dónde la voy a encontrar a Um Omar?
—Por amor de Dios, levántame un poco. Déjame que me apoye contra la pared.
—No te muevas, voy a buscar a Um Omar.
—Date prisa, pronto. ¡Por todos los cielos!
Se apresuró a salir en busca de la partera. Apenas había cerrado la puerta tras de sí cuando a sus oídos llegó un berrido: era el recién nacido. Volvió sobre sus pasos y pegó la oreja a la puerta de madera.
El Chott se mecía entre rumores. Los marineros se llamaban a gritos unos a otros, el cielo resplandecía y el pájaro negro aún revoloteaba sin rumbo fijo.
Se levantó, se sacudió al traje impregnado de tierra y miró el río. Nunca como en aquel momento se sintió tan extraño y tan insignificante. Se pasó la mano por la áspera barbilla y entonces todas las ideas que se agolpaban en su cabeza como un ejército de hormigas, empezaron a agitarse.
Al otro lado del Chott, tan sólo al otro lado, se encuentra todo lo que te quitaron. En Kuwait. Lo que viviste con la imaginación, como en un sueño, existe allí… Seguro que allí tenía que haber algo de todo lo que se había imaginado. Habría piedras, tierra, agua y cielo y puede que hasta alguna cosa más de lo que vagaba por su mente atormentada. Seguro que había calles y avenidas y hombres y mujeres, y también niños que correteaban entre los árboles. Pero no, su amigo Sa’ad, que había emigrado allí y después de trabajar de chofer había vuelto con los bolsillos forrados de dinero, le había dicho que allí no había árboles. Los árboles sólo existen en tu cabeza, Abu Kais, en tu cansada cabeza de anciano, Abu Kais. Diez árboles bien nudosos que todos los años daban en el otoño las mejores aceitunas del mundo. En Kuwait no había árboles. Lo había dicho Sa’ad y a Sa’ad hay que creerle porque sabe más que tú aunque sea más joven. Todos saben más que tú. Todos.
Diez años habían pasado, diez años en los que no hiciste otra cosa más que esperar. Tuviste que esperar diez largos años de miseria para darte cuenta de que perdiste todo: tus árboles, tu casa, tu juventud, tu aldea… En ese tiempo, los demás siguieron su camino, mientras que tú te quedaste como un perro viejo, sentado sobre las patas traseras y metido en un tugurio. ¿Qué es lo que esperabas entonces? ¿Que la fortuna te cayera del cielo sin moverte de tu casa? ¿Tu casa? ¿Pero desde cuándo es tu casa? Un hombre generoso te dijo un día: «Ven a vivir aquí». Eso es todo. Y después de un año, te pidió que le cedieras la mitad de la habitación. De pronto, te encontraste con gente extraña bajo el mismo techo, con sólo una andrajosa cortina de harpillera, de por medio. Pero seguiste allí como un perro viejo sentado sobre las patas traseras hasta que llegó Sa’ad y te sacudió como el que bate leche para hacer mantequilla.
—Si consigues llegar al Chott, pasar a Kuwait no es difícil. Basora está llena de «pasadores». Te pasarán clandestinamente a través del desierto. ¿Por qué no te vas?
La mujer escuchaba en silencio mirando ora a uno, ora a otro y después volvía a mecer al niño.
—Es una aventura que Dios sabe cómo terminará.
—¿Que Dios sabe cómo terminará? ¡Ah! ¡Ah! ¡que Dios sabe cómo terminará! ¡Ah! ¡Ah!
Después se volvió hacia la mujer:
—¿Has oído lo que ha dicho tu marido? ¡Que Dios sabe cómo terminará!
¡Como si la vida fuera un manjar! ¿Por qué no se aventura como los demás? ¿O es que acaso se cree mejor?
Ella no levantaba la vista y él deseaba que no lo hiciera. El otro seguía perorando:
—¿Te gusta la vida que llevas aquí? ¡Hace diez años que vives como un mendigo! ¡Vergüenza habría que darte! Y tu hijo Kais, ¿cuándo va a volver de la escuela? Y el último crecerá. ¿Cómo lo vas a mirar a la cara si no has…?
—Ya está bien, ¡basta!
—No, no basta, ¡vergüenza habría de darte! Tienes a tu cargo una familia. ¿Por qué no te vas? —Mirándola a ella—: Y tú, ¿qué dices?
La mujer permanecía silenciosa. Él pensaba para sus adentros: «Mañana, el pequeño crecerá…».
—El camino es largo y ya soy viejo. No puedo irme como vosotros. Podría encontrar la muerte…
Se hizo el silencio en la habitación. La mujer aún mecía al niño. Sa’ad dejó de insistir, pero su voz, terca, obstinada, tenaz, le martillaba en el cerebro y lo sentía a punto de estallar:
—¿La muerte? ¡Vamos! ¿Quién te dijo que eso no era mejor que la vida que llevas? Hace diez años que esperas volver junto a los diez olivos que tenías en el pueblo… Tu pueblo, ¡eh!
Se volvió a su mujer:
—¿Qué piensas tú, Um Kais[3]?
Ella lo miró y contestó en un susurro:
—Lo que tú pienses.
—Podremos volver a mandar a Kais a la escuela.
—Sí.
—Podremos comprar uno o dos pies de olivo.
—Claro que sí.
—Y hasta quizás podamos construir una habitación en algún sitio…
—Sí.
—Si consigo llegar, si llego…
La miró. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar: el labio inferior le temblaba ligeramente y después una lágrima, una sola, se le hinchaba poco a poco hasta caerle sobre la mejilla morena y arrugada. Quiso decir algo pero no pudo. También las lágrimas asomaron a sus ojos. Sentía un nudo en la garganta…
Un nudo como el que le apretaba cuando entró en la tienda del hombre gordo que hacía pasar a los clandestinos desde Basora a Kuwait. Allí estaba delante de él con todo el peso de la esperanza y la humillación a cuestas, sobre sus hombros de anciano. Era tan absoluto el silencio que hasta vibraba.
—El viaje es difícil. Te lo advierto. Serán quince dinares.
—¿Me aseguras que llegaré sano y salvo?
—¡Claro que llegarás sano y salvo! Pero lo pasarás algo mal, ¿sabes?, estamos en agosto, hace mucho calor y en el desierto no hay sombra. Pero llegarás.
El nudo le apretaba aún la garganta, pero sentía que no podía esperar más, que tenía que decirlo entonces o ya no lo diría nunca:
—He recorrido miles de kilómetros para llegar a ti. Me envía Sa’ad. ¿no te acuerdas de él? No tengo más que quince dinares, ¿qué te parece si te doy diez y me quedo con el resto?
El hombre gordo lo cortó en seco:
—Mira, ¿eh?, aquí no estamos para bromas. ¿No te dijo tu amigo que aquí el precio es fijo y que no se regatea? ¿No sabes que el guía arriesga su vida por ustedes?
—Y nosotros ¿no arriesgamos también la nuestra?
—¡Pero si yo no te obligo!
—¿Diez dinares?
—Quince dinares, ¿o es que no me oyes?
Hubiera querido continuar, pero no podía. El hombre gordo sudaba a mares y, desde su silla, lo miraba de hito en hito con los ojos muy abiertos. Quería que dejara de mirarlo así. Aquella mirada le hacía daño, no podía soportarla. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Las sentía brotar, ardientes, como un manantial que desde las entrañas le fluyera hasta anegarlo en llanto. Hubiera querido decir algo, pero no podía. Se volvió y salió a la calle. A su alrededor todo flotaba tras un velo húmedo de lágrimas contenidas. Otra vez el presente: el río que se fundía con el cielo allá en el horizonte, la claridad radiante, infinita. De nuevo sentía la tierra húmeda palpitar bajo su pecho. Y aquel olor que le fluía por todas las venas y lo anegaba como un torrente.