Nueva York, 11 de febrero de 1916
Central Park parecía un jardín muerto. La nieve ocupaba parte de las praderas y apenas se veían neoyorkinos caminando por los senderos. Lincoln y Alicia habían alquilado una carroza para conocer el parque y llevaban una manta que les protegía las piernas del frío.
—Creo que fue un error venir a Norteamérica —dijo Lincoln.
—Siento mucho lo de tu padre, ha sido una desgracia terrible —dijo Alicia acariciando una de las mejillas del hombre.
—Mi padre era un hombre mayor, tal vez no le quedara mucho de vida, pero no merecía morir así, en medio de un tiroteo en su propia casa.
—El destino lo ha permitido —dijo Alicia.
—No estoy seguro de que nuestras vidas las rija el destino.
—Pero si tú siempre has dicho que Dios tiene el control de hasta el último pelo de nuestra cabeza —dijo Alicia sorprendida.
—Estaba equivocado —dijo Lincoln agachando la cabeza.
—¿Por qué dices eso?
—Mi padre sirvió a Dios toda su vida y ahora está en una fosa, mientras que ese delincuente sigue con vida —dijo Lincoln frunciendo el ceño.
—Entiendo que el dolor te haga cavilar, pero sin duda tu padre está en un sitio mejor —dijo Alicia intentando animar a Lincoln.
—Él quería que fuera pastor.
—¿Quién? ¿Tu padre?
—No, Él —dijo Lincoln señalando al cielo.
—No me lo puedo creer, ¿en serio?
—Sí, tengo la vocación desde joven, pero siempre he corrido en la dirección contraria a la que me indicaba, no quiero que me diga lo que tengo que hacer, a mi manera también ayudo a la gente, ¿no? —dijo Lincoln.
—No entiendo mucho sobre la fe, pero creo que llevar la contraria a Dios debe ser algo muy duro.
En ese momento, un carruaje se situó justo a su altura. Lincoln lo miró extrañado. Dos hombres viajaban juntos tapados con una manta. De repente, uno de ellos levantó la manta y les encañonó con una escopeta.
—Creo que su viaje termina aquí.