Nueva York, 11 de febrero de 1916
Roosevelt salió del coche a toda prisa y entró en la mansión. Sabía directamente adónde se dirigía. Mientras corría hacia la biblioteca se preguntaba cómo no se había dado cuenta antes. La vieja capilla de San Pablo era la clave, no tenía que ir más lejos. Se acercó al escritorio de caoba y abrió uno de los cajones con la llave dorada. Allí estaba el libro medio chamuscado por el que su padre había arriesgado la vida cuando la capilla se incendió.
Seguía tal y como lo recordaba. Su padre solía sacarlo del cajón, hojearlo un momento y volver a meterlo dentro del escritorio. Le quitó la tela de terciopelo y observó el contenido. El libro era muy fino, de láminas brillantes, algunas a color. Los grabados no habían perdido su belleza, aunque por los bordes amarilleaban las hojas. No lo miró, lo guardó en su portafolio y se dirigió hacia la salida.
En cuanto atravesó el pasillo percibió que algo iba mal. La puerta de la calle estaba entornada y él estaba seguro de haberla cerrado con fuerza. Corrió hacia el salón; desde allí se podía salir al jardín interior, donde una puerta disimulada entre la maleza conducía a la parte trasera de la calle. Mientras se adentraba en el salón medio en penumbra escuchó crujir los pasos de sus perseguidores a su espalda.
Abrió la puerta y corrió sobre la hierba todavía húmeda por las últimas nevadas, después se adentró en el bosquecillo y empujó la puerta, pero esta no cedió, llevaba demasiado tiempo cerrada.
La sombra de los dos perseguidores apareció entre la oscuridad y Roosevelt golpeó con el hombro la puerta hasta que cedió por fin. Salió al callejón que separaba una finca de la otra y corrió hasta la carretera principal; pensó en volver a recoger su coche, pero no estaba seguro de que un tercer hombre no acechase en la puerta.
Cuando estaba a punto de girarse, un disparo silbó encima de su cabeza. Entones se acordó de que llevaba un arma. Desde que servía en la Armada le habían facilitado un pequeño revólver. Lo llevaba con el seguro echado y dentro del maletín. Lo sacó con premura, pero en el intento se le cayó al suelo.
—¡Mierda! —dijo agachándose.
Los dos hombres estaban muy cerca. Apuntó y disparó con los ojos cerrados. Los perseguidores se escondieron entre los árboles y él corrió hasta la carretera, paró un camión y subió aceleradamente.
Cuando pasó delante de los perseguidores, estos lo miraron incrédulo.
—Tengo que ir a la ciudad. Le pagaré lo que me pida —dijo Roosevelt mientras le daba un billete de cien dólares al conductor. Este miró la cara de Benjamín Franklin teñida de verde y sonrió pisando el acelerador a toda prisa.