Capítulo 98

Nueva York, 11 de febrero de 1916

Roosevelt estaba recogiendo los últimos papeles cuando su secretaria le anunció la llegada de dos hombres y una mujer. No esperaba a nadie, pensó en decirles que regresaran la semana siguiente. Estaba a punto de viajar con sus amigos a por el famoso tesoro, pero la secretaria le informó de que las visitas habían llegado el día anterior de Washington y que no estarían mucho tiempo en la ciudad.

Cuando vio entrar a la mujer y los dos hombres, sus caras le resultaron vagamente familiares.

—Ustedes son los que ayudaron a la hija del senador Phillips —dijo Roosevelt señalándoles con el dedo.

—No me diga que han corrido tan rápido las noticias —dijo Hércules.

—Están en todos los periódicos del país —dijo Roosevelt.

—Mi nombre es Hércules Guzmán Fox y mis amigos son Alicia Mantorella y George Lincoln.

—Encantado —dijo estrechándoles la mano.

—Gracias por recibirnos —dijo Alicia.

—Estamos investigando el caso del senador Phillips y nuestras pesquisas nos han conducido a la capilla de San Pablo; al parecer, su padre era un ferviente admirador de la capilla —dijo Hércules.

—Se puede decir que es casi una tradición familiar.

—No entiendo a qué se refiere —dijo Lincoln.

—Mi familia está aquí desde antes de que la ciudad se llamara Nueva York.

—¿Ustedes pertenecen a los primeros holandeses que fundaron la ciudad? —preguntó Lincoln.

—No, cuando mi antepasado Claes van Maartenszen Rosenvelt llegó a la ciudad esta ya estaba habitada. Compró una granja en lo que ahora se conoce como la Quinta Avenida, antes todo Manhattan era un frondoso bosque, un pequeño pueblo y algunas granjas dispersas.

—Nadie lo pensaría ahora —dijo Alicia.

—En el siglo XVIII, uno de mis antepasados, Isaac Roosevelt, fue uno de los representantes de la ciudad y estuvo del lado de los independentistas. Cuando los ingleses ocuparon la metrópoli, escapó por miedo a las represalias —dijo Roosevelt.

—Eso debió ser en el periodo en el que se construyó la iglesia y antes del incendio —dijo Hércules.

—Exacto, mi abuelo Jacobus poseía todo los que es ahora Harlem. Mi padre dejó los negocios de azúcar que tan ricos nos habían hecho y se dedicó al carbón y al transporte —dijo Roosevelt.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con la capilla de San Pablo? —preguntó Lincoln, impaciente.

—Desde mi abuelo, los Roosevelt hemos donado dinero para conservar la capilla.

—¿Por qué? —preguntó Alicia.

—En ella se ha reunido durante generaciones la Orden de Orange, a la que pertenecemos —dijo Roosevelt.

—¿Qué pasó en el incendio en el que casi pierde la vida su padre? —preguntó Hércules.

—Al parecer, después de la reunión de la logia y a altas horas de la noche se produjo un incendio. Mi padre estaba allí y logró apagarlo. Es lo único que sé —dijo Roosevelt.

—¿Puede contarnos algo más sobre la capilla? —preguntó Lincoln.

—No sé nada más. Desde hace años asisto a los servicios semanales de la iglesia madre, la Santísima Trinidad, mi mujer prefiere el otro edificio. Lo lamento.

—Gracias por dedicarnos su tiempo —dijo Hércules estrechándole la mano.

—Ha sido un placer —dijo Roosevelt.

—Si se acuerda de algo más, nos alojamos en el Plaza —dijo Hércules.

Cuando se quedó solo se aproximó a la ventana. La mujer y los dos hombres subieron a un vehículo. Él levantó el teléfono y pidió línea.

—Hola, soy Franklin. Me voy a retrasar un poco, será mejor que nos veamos allí en un par de días. No, estoy bien, pero tengo que comprobar algo.

Colgó el teléfono, se puso el abrigo y pidió que le trajeran el coche. Prefería ir solo, sin chófer. Aquella mañana era luminosa y cálida, la primavera no tardaría en llegar. Roosevelt entornó los ojos y pensó en su padre y todos sus secretos.