Washington, 10 de febrero de 1916
Observaron como el coche salía del hotel y los siguieron. Jean sentía el dolor de las quemaduras en su rostro. La noche anterior, mientras yacía inconsciente en la biblioteca, las llamas habían devorado la mitad de su cara. Sus bellos rasgos eran ahora un amasijo de carne deforme. Su primer impulso fue ir en busca de Hércules y sus amigos para aplastarlos como a moscas, pero después supo mantener la mente fría. Ellos le llevarían hasta el tesoro, después los poderes de las reliquias ocultas podrían rehacer su maltrecho rostro.
Durante varias horas vigilaron el vehículo. Apenas pararon un par de veces, cuando llegaron a Nueva York ya era de noche. Hércules y sus amigos se registraron en el hotel Plaza. El hotel estaba cerca de Central Park, en un lugar estratégico, en mitad de la isla de Manhattan.
Uno de los hombres de Jean alquiló una habitación en el mismo hotel. El gran maestre tuvo que subir a la habitación de manera apresurada, con el abrigo y el sombrero calado, disimulando las quemaduras.
Cuando llegó a su habitación, repleta de espejos, no pudo evitar observarse de nuevo. La mitad de su cara había desaparecido como si un enfadado alfarero la hubiera deshecho como barro. Se sintió horrorizado, lanzó uno de los ceniceros contra el espejo y este estalló en mil pedazos. Cuando volvió a alzar la mirada, los cristales rotos multiplicaron su rostro mutilado. Jean comenzó a llorar, por primera vez sintió que el monstruo que había creado dentro de sí había terminado por ocuparlo todo, incluida su hermosa cara. Había odiado su aspecto angelical, a su perfecta y religiosa familia, la virtuosa vida de sus padres, pero por unos segundos tuvo miedo. Se quitó las manos de la cara y volvió a contemplarse en el espejo roto. Ese era su verdadero rostro y así sería el resto de su vida, pensó mientras las lágrimas recorrían su cara.