Washington, 10 de febrero de 1916
La mañana no pudo empezar peor. A primera hora un policía les informó de la muerte de Margaret. Al parecer, mientras ellos salvaban al presidente, unos hombres la habían asesinado en su propia cama. No había sufrido, pero aquella desgraciada muchacha había tenido el final que temía. Alicia pasó toda la mañana taciturna. Lincoln intentó consolarla, pero fue imposible. Antes del almuerzo prepararon las maletas y recibieron la visita del tío de Lincoln. El hombre se sentía abrumado y preocupado.
—Siento haberles presentado a Jean. Nunca habría imaginado que aquel perfecto caballero era el mismo diablo —dijo Laurence.
—Tío, usted no tiene culpa de nada. Ese maldito bastardo ha matado a demasiada gente para conseguir lo que busca, pero nosotros lo encontraremos antes.
—¿Saben que ha logrado escapar? No encontraron a nadie en su mansión. El despacho estaba quemado, pero la casa estaba desierta. Cuídense, por favor.
—Lo tendremos en cuenta —dijo Hércules.
Lincoln abrazó a su tío.
—Tu padre se sentiría orgulloso de ti —dijo Laurence con los ojos llenos de lágrimas.
—Espero que desde el Cielo pueda ver que vengo su muerte.
—Él nunca querría venganza, George, él simplemente desearía que se hiciera justicia —dijo su tío.
Laurence se despidió de Hércules y Alicia, y después los acompañó hasta la salida del hotel. Allí los esperaba un coche, el botones cargó las maletas y los tres subieron al vehículo.
—Vamos a Nueva York, si necesitas algo puedes localizarnos allí —dijo Lincoln.
—Tengan mucho cuidado —dijo Laurence, levantando la mano para despedirse.
—Lo tendremos —dijo Alicia asomándose por la ventanilla.
El coche se puso en marcha ruidosamente y se dirigió hasta una de las avenidas. Aquella tarde el calor comenzaba a derretir la nieve. La primavera parecía mucho más que una lejana esperanza.