Washington, 9 de febrero de 1916
El presidente Wilson los saludó con una compostura que contrastaba con el nerviosismo generalizado del resto de víctimas. Su entereza se debía sin duda a la firme convicción de que su misión no había concluido. Primero saludó a Alicia, después a los agentes y por último a Hércules.
—Muchas gracias por su heroica acción. Gracias a gente como ustedes el mundo es un poco menos cruel —dijo el presidente.
—Estamos al servicio de la verdad, señor presidente —contestó Hércules.
—Me alegra que todavía alguien sirva a la verdad.
—Presidente —comentó uno de los ayudantes—, tiene que descansar.
—Es cierto, mañana será un día muy duro. Me lloverán miles de preguntas sobre lo sucedido esta noche. Buenas noches a todos.
El presidente se retiró y uno de los hombres del servicio secreto comenzó a hacerles preguntas.
—Sé que estarán agotados, pero antes de que se marchen tienen que responderme a un par de preguntas.
—Estamos a su entera disposición —dijo Hércules.
—¿Cómo supieron que iba a producirse el atentado?
—No lo supimos, lo dedujimos. Habíamos conocido a los músicos en el barco que nos traía a Norteamérica. Uno de ellos fue sospechoso de asesinato, pero no pudimos probar su culpabilidad. Les perdimos la pista, pero a nuestra amiga Alicia le resultó sospechoso que tocaran delante del presidente —dijo Hércules.
—¿Fue una simple deducción? —preguntó sorprendido el agente.
—La mayoría de cosas que creemos son simples deducciones —dijo Lincoln.
—¿Saben cuáles podían ser las razones de los asesinos para matar al presidente?
—Creemos que pertenecen a un grupo masónico del Rito Escocés, los Caballeros del Temple, su jefe es Jean Gagnon. Es bibliotecario en la Biblioteca del Congreso, escapamos de él poco antes de venir aquí —dijo Alicia.
El agente tomó nota de todo.
—¿Conocen a algún miembro más de la logia?
—No, pero los asesinos tienen relación con el ataque que recibimos hace unos días y en el que murieron varias personas —dijo Lincoln.
—Los culpables serán apresados y castigados —dijo el agente.
—Eso espero —comentó Lincoln.
—Tenemos la policía y el servicio secreto más eficiente del mundo —dijo el agente.
—¿Podemos irnos? —preguntó Lincoln.
—Sí, ¿quieren que les facilitemos un vehículo y escolta?
—No es necesario —dijo Hércules.
—Muchas gracias por su servicio a los Estados Unidos —dijo el agente de manera solemne.
Los tres abandonaron el edificio acompañados por el amigo de Lincoln. Una vez en la gélida calle se subieron a su coche y en unos minutos estaban en su hotel. Se sentían agotados y nerviosos, cada uno fue a su habitación para descansar, pero los tres se pasaron la mayor parte de la noche en vela. Sus vidas habían estado en peligro muchas veces, pero uno no terminaba nunca de acostumbrarse. Hércules observó de nuevo el libro y recordó las últimas palabras de Jean: el tesoro podía estar oculto en Manhattan. Al día siguiente partirían para Nueva York. Era una ciudad que odiaba; demasiada prisa, suciedad y contaminación, la antítesis de lo que le gustaba. Aquella noche echó de menos Madrid y por primera vez en mucho tiempo, quiso regresar a su antigua rutina, pero sin duda el destino tenía otros planes y no tardaría mucho en saberlo.